José M. Castillo S.
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/ 06.02.19
Lo que quiero explicar, en esta reflexión,
es que quienes pensamos en Dios y hablamos de Dios, lo hacemos de tal manera que,
sin darnos cuenta ni sospecharlo, pensamos y hablamos de forma que deformamos a
Dios, lo desfiguramos y hasta lo manipulamos hasta el absurdo de que Dios tiene
que ser como a cada cual le interesa o le conviene.
Este absurdo ha llegado a tal punto, que
es apremiante preguntarse ya en qué se diferencian la “providencia” de Hitler y
su “Todopoderoso”, por una parte, y “Dios”, por otra (T. Ruster). El “Dios” de
los políticos, que hablan de “Dios” cuando les conviene y para lo que les
interesa, no puede ser el mismo Dios de los desgraciados que se ven en la
miseria por causa del reparto de la riqueza que se organiza y se gestiona “como
Dios manda” y como a no pocos clérigos les encanta.
Es evidente que, en todo esto, hay algo
muy grave que no funciona. Un “Dios” que divide y enfrenta a los pueblos, a las
culturas, a las naciones, a toda clase de gentes, hasta llegar a fomentar los
odios, las venganzas, las torturas, la abundancia de unos y el desamparo de
otros, ¿qué pantomima de “Dios” es eso? Y, sobre todo, ¿por qué sucede (y no
para de suceder) este disparate tan monumental?
En esta cuestión, yo tengo una idea fija. Le
tenemos miedo a Dios. Precisando que se trata de un miedo concreto: es el miedo
al Dios “Trascendente”. ¿Qué significa esto? ¿Por qué lo digo y qué
consecuencias tiene?
Cuando hablamos de Dios, no atinamos si
nos limitamos a decir que es el Omnipotente. Porque, si lo puede todo, ¿por qué
no arregla este mundo tan desarreglado por tantos motivos? ¿cómo se explica que
los “hombres de Dios” tengan la maldad que hace falta para destrozar a mucha
gente que no coincide con el “Dios de los consagrados”? ¿quién me explica a mí
por qué, cuando en la Iglesia ponen a un papa, como es el caso del papa
Francisco, que es un hombre espontáneo, humano, que se acerca sin complejos a
los más desamparados, precisamente a este papa, en el mismo Vaticano, porque es
“voluntad de Dios”, le hacen la vida imposible y hasta quieren que se vaya?
No. Lo del “Omnipotente” no resuelve
nuestras dudas y oscuridades. Y casi lo mismo se podría decir del “Infinito” y
otros títulos semejantes.
Entonces,
¿en qué quedamos?
Antes que nada, sobre todo, Dios es el Trascendente. Ahora bien,
hablar del Trascendente no es hablar del Infinito, ni del Eterno o del
Todopoderoso. Estos títulos nos llevan a “lo nuestro” ilimitado. Pero es lo
nuestro, lo “inmanente”, por más que no le pongamos límites, sigue siendo “lo
que es propio y accesible a nosotros” los humanos. Lo “trascendente” es lo que
trasciende el horizonte último de nuestra capacidad de conocer y de todo
posible saber humano. Hablar de la “trascendencia” es referirnos “a un modo de
ser que ya no es realizable (ni conocible), que está sobre todo cuanto podemos
decir o entender” (“supereminentius quam dicatur aut intelligatur”) (Tomás de
Aquino, “De potentia”, q. VII. a. V).
En última instancia, esto es así porque la
mente humana sólo pude actuar “objetivando” lo que conoce o maneja. Nuestros
conocimientos son “objetos mentales”. Pero el Trascendente no es (ni puede ser)
un “objeto” que brota nuestra mente y está al servicio de nuestras ideas. El
Trascendente “trasciende” todo posible objeto, por más infinito que nos lo
“representemos” los que no podemos tener acceso a la Trascendencia.
La consecuencia, que se sigue de lo que
acabo de indicar, es lo que nos da miedo. ¿Miedo? ¿Por qué? Porque el “Dios”,
que brota de nuestra mente (de nuestra inmanencia), es un Dios “hecho a
medida”. Es decir, el Dios que a cada cual la conviene o le interesa, para que
tenga “autoridad divina” lo que a cada cual le viene bien. El que se “fabrica
su Dios” no se da cuenta de lo que hace. Pero lo hace. Hay políticos que echan
mano de “su Dios”. Y hay obispos que mandan, prohíben o amenazan en nombre de
“su Dios”, el que ellos se inventan sin pensar que están mandando con la
autoridad de su propio invento.
¿Tiene esto alguna solución? La tiene en
Jesús de Nazaret, que la imagen de Dios, la revelación de Dios. Sólo el que vive como vivió Jesús, ése es
el que pude decirle a la gente lo que Dios quiere o lo que no quiere. El que
habla en nombre del “Dios”, que se ha inventado, es un farsante.