José M. Castillo S.
www.religiondigital.com / 140219
La situación penosa y complicada, que
estamos viviendo en España, sin saber en qué o cómo va a terminar todo esto,
provoca lógicamente un malestar que, de una manera o de otra, nos alcanza a
todos los ciudadanos de este país.
Además, como es bien sabido, algo muy
parecido a lo que ocurre en España, está ocurriendo también -por motivos
distintos- en otros países, en los que los motivos políticos, económicos, jurídicos
o sociales son distintos. Pero el malestar (y el consiguiente pesimismo) es
bastante parecido, en no pocos países de Europa, de América, de Asia, etc.
¿Qué nos está pasando? Una situación tan
compleja, como la que estamos viviendo, se puede (y se suele) interpretar desde
muy distintos puntos de vista. Es lógico y necesario hacerlo así. Con la
diversidad de explicaciones y soluciones que brotan de tantas y tan distintas
maneras de interpretar lo que estamos viviendo. Lo cual es inevitable. Es lógico.
Y hasta es necesario.
Pero hay algo en lo que -según creo- casi
nadie piensa, siendo así que se trata de la raíz que da vida y fuerza a todo lo
demás. Me refiero a lo que he puesto como título de esta reflexión: se trata de
"el sentimiento de superioridad", la fuerza secreta y potente que nos
enfrenta y nos divide.
Cuando nos sentimos y nos creemos
superiores a los demás, somos incapaces de vivir y convivir juntos. Y en cuanto
ese repugnante sentimiento se apodera de una persona, de un grupo humano, de un
país o de una institución, ni las leyes, ni los jueces, ni los tribunales, ni
las cosas que nos son más necesarias en la vida, nos sacan del pozo sin fondo
en que nos hunde el dichoso sentimiento de superioridad.
Un sentimiento que es tanto más peligroso
cuanto de manera más inconsciente se vive. El que se siente superior a los
demás, nunca dirá lo que siente. Porque ni se da cuenta, ni puede ser
consciente, de lo que lleva en su intimidad más secreta. Cuando el sentimiento
de superioridad llega a ser un componente esencial de la identidad de un
individuo, de una familia, de un grupo (aunque sea religioso), de un pueblo, de
una cultura o de una sociedad, de una nación o de una autonomía, toda esa
gente, sea cual sea la superioridad que realmente tiene, esa gente (sin
saberlo) vive hundida en la mayor de las miserias.
¿Por qué? Porque todos los que se sienten
superiores son los agentes más eficaces de la división, de la desigualdad, del
desprecio, del odio y de la venganza. Y de todo eso, lo que se sigue es la
violencia en cualquiera de sus muchas formas. En todo caso, si no se llega a
tanto, a lo que se llega, sin duda alguna y sin más remedio, es a la división
que no tiene remedio posible.
Nunca insistiremos bastante en que una de
las cosas que más necesita nuestra sociedad es hacer nuestro el convencimiento
de que la igualdad, en dignidad y derechos, sólo es posible si se siente, se
vive y se practica "la ley del más débil" (Luigi Ferrajoli).
Y termino insistiendo y destacando que, en
lo que acabo de decir, en eso reside la razón de ser y el motivo por el que,
según el Evangelio, Jesús defendió siempre a los débiles, a los niños, los
pobres, los enfermos, las mujeres, los extranjeros, los esclavos. Y hasta se
hizo amigo de los pecadores y los despreciados. Los muchos problemas, que
tenemos y nos abruman en España y en el mundo, sólo tendrán solución el día que
tomemos en serio que nuestra tarea básica y fundamental es acabar, cuanto
antes, con los sentimientos de superioridad que arrastramos. Y que, por eso,
nos arrastran.