Robert Fisk
www.jornada.unam.mx / 081217
Me llamaron de una radio irlandesa de
Dublín para conocer mi postura ante la decisión del presidente Donald Trump de
reconocer a Jerusalén como capital de Israel. ¿Qué pienso que ocurre dentro de
la mente del presidente de Estados Unidos?, me preguntaron.
No tengo la llave del asilo de lunáticos,
respondí de inmediato. Lo que alguna vez pudo haber sido una absurda y
exagerada declaración fue aceptada simplemente como una reacción normal a lo
dicho por el líder de la principal potencia mundial. Al volver a escuchar el
discurso que Trump dio en la Casa Blanca me di cuenta de que pude haberme
expresado incluso con mayor libertad. Lo dicho en el documento es loco,
descabellado, vergonzoso.
Adiós, Palestina. Adiós a la solución de
dos estados. Adiós a los palestinos. Porque esta nueva capital israelí no es
para ellos. Trump ni siquiera usó la palabra Palestina. Habló de Israel y los
palestinos: en otras palabras, de un Estado y aquellos que no merecen –y no
deben aspirar más– a un Estado.
No me sorprende haber recibido anoche la
llamada desde Beirut de una mujer palestina que acababa de escuchar a Trump
destruir el proceso de paz.
“¿Recuerdas El reino del paraíso?”, me
preguntó en referencia a la gran película de Ridley Scott sobre la caída de
Jerusalén en 1187. Bueno, pues ahora es el reino del infierno.
No es el reino del infierno. Los
palestinos han vivido en una especie de infierno durante 100 años, desde que en
la Declaración de Balfour, Gran Bretaña manifestó su apoyo a la patria judía en
Palestina con una sola frase –misma que le da tanto orgullo a nuestra amada
Theresa May– y que se volvió el libro de texto de los refugiados y de los
futuros árabes palestinos desposeídos de sus tierras.
Como siempre la respuesta árabe fue
repugnante, al advertir de los peligros de la decisión de Trump, que fue
injustificada e irresponsable, como dijo de manera insustancial el rey Salman,
de Arabia Saudita, el así llamado protector de uno de los dos lugares más
sagrados del islam (el tercero está en Jerusalén, pero no llegó a señalar este
hecho). Podemos estar seguros de que en los próximos días, instituciones árabes
y musulmanas formarán un comité de emergencia para enfrentar el peligro. Y como
bien sabemos, sus medidas no tendrán valor alguno.
Fue el análisis lingüístico de Noam
Chomsky que aprendí cuando estaba en la universidad –después él y yo nos
volvimos buenos amigos– el que apliqué al discurso de Trump. Lo primero que
noté, como mencioné antes, fue la ausencia de Palestina. Siempre pongo esta
palabra entre comillas porque no creo que jamás llegue a existir como Estado.
Vayan y vean las colonias judías en Cisjordania y les quedará claro que Israel
no tiene la intención de que éste exista en el futuro. Pero eso no es una
excusa para Trump. Está presente el espíritu de la Declaración de Balfour, que
se refiere a los judíos pero define a los árabes como comunidades no judías existentes
en Palestina. Trump disminuyó aún más el nivel de los árabes de Palestina al
llamarlos simplemente palestinos.
Desde el principio comienzan las
artimañas. Trump habló de una manera fresca de pensar y nuevos enfoques. Pero
no hay nada nuevo sobre Jerusalén como la capital de Israel, dado que los
israelíes han insistido en esto durante décadas. Lo que es nuevo es que, para
el beneficio de su partido, los cristianos evangélicos que afirman apoyar a
Israel desde Estados Unidos, Trump simplemente ha dado la espalda a cualquier
noción de justicia en las negociaciones de paz y echado a correr con la pelota
de Israel.
Presidentes anteriores han tomado medidas
para postergar la adopción de la Ley del Congreso para Jerusalén de 1995 no
porque retrasar el reconocimiento de Jerusalén promueva la causa de la paz,
sino porque tal reconocimiento debe ser otorgado a una ciudad como capital de
dos pueblos y dos estados, no sólo uno.
Luego Trump nos dice que su decisión es lo
mejor para los intereses de Estados Unidos. Sin embargo, no logra explicar cómo
al retirar a Estados Unidos de hecho de las futuras negociaciones de paz y
destruir la aseveración (que ahora es más dudosa que nunca) de que Estados
Unidos es un facilitador honesto de estas pláticas, puede beneficiar a
Washington.
Claramente no lo hará (aunque seguramente
ayudará al partido de Trump a recaudar fondos), pero disminuye el prestigio y
la posición de Estados Unidos en todo Medio Oriente. Además, asegura que, como
cualquier otra nación soberana, Israel tiene derecho a determinar cuál es su
capital. Hasta cierto punto, lord Copper. Cuando otro pueblo –los árabes más
que los judíos– también reclaman a dicha ciudad como su capital (al menos la
parte este de la misma), dicho derecho queda suspendido hasta que llega a
existir una paz final.
Israel podrá reclamar a Jerusalén como su
capital eterna y sin divisiones –de la misma manera en que Netayahu afirma que
Israel es el Estado judío a pesar de que más de 20 por ciento de su población
es de árabes musulmanes que viven dentro de sus fronteras– pero el
reconocimiento de Estados Unidos de esta aseveración implica que Jerusalén
jamás podrá ser capital de ninguna otra nación. Ahí está el punto de fricción.
No tenemos ni la más mínima idea de las verdaderas fronteras de esta capital.
Trump de hecho ha admitido esto en una frase que fue casi del todo ignorada,
cuando dijo: “no estamos tomando una posición (…) sobre las fronteras
específicas de la soberanía israelí sobre Jerusalén”. En otras palabras,
reconoció la soberanía de un país sobre toda Jerusalén sin saber exactamente la
delimitación de dicha ciudad.
De hecho, no tenemos la menor idea de
dónde está la frontera este de Jerusalén. ¿Está acaso a lo largo de la vieja
línea fronteriza que dividía a Jerusalén? ¿Se encuentra a unos dos kilómetros
de distancia al este de Jerusalén oriental? ¿O está a lo largo del río Jordán?
En ese caso, adiós a Palestina. Trump le ha otorgado a Israel el derecho sobre
toda la ciudad como su capital sin tener la más pálida idea de dónde está la
frontera este del país, ya no digamos la frontera de Jerusalén.
El mundo estuvo contento de aceptar a Tel
Aviv como capital temporal de la misma forma en que se hizo como que Jericó o
Ramalá eran la capital de la Autoridad Nacional Palestina después de que Arafat
llegó ahí. Pero no se iba a reconocer Jerusalén como capital israelí aunque
Israel la reclamara como tal.
Entonces, cuando Trump comenzó su más
exitosa democracia, afirmó que la gente de todas las creencias es libre de
vivir y venerar según su conciencia. Confío en que no vaya a decirle eso a los
2 millones y medio de palestinos de Cisjordania que no son libres de entrar a Jerusalén
para ejercer su religión sin un pase especial, o a la sitiada de Gaza que ni
siquiera tienen esperanzas de llegar a la ciudad santa.
Pese a todo, Trump proclama que su
decisión no es más que reconocer la realidad. Supongo que su embajador en Tel
Aviv –quien presumiblemente se mudará a Jerusalén, aunque sea a una habitación
de hotel-, se cree esta patraña, porque fue él quien aseguró que Israel tiene
bajo ocupación sólo 2 por ciento de Cisjordania.
Esa nueva embajada, cuando se complete, se
convertirá en un magnífico tributo a la paz según Trump. Viendo los búnkers en
que se han convertido la mayoría de las embajadas estadunidenses en Medio
Oriente, será un lugar rodeado de rejas blindadas y paredes de concreto
reforzado en cuyo interior habrá pequeños búnkers para el personal diplomático.
Pero para entonces Trump ya se habrá ido (...) ¿o no?
Como de costumbre, nos enfrentamos a uno
de los revoltijos de Trump. Quiere un gran acuerdo para los israelíes y
palestinos, un acuerdo de paz que sea aceptable para ambas partes, pese a que
esto no es posible ahora que él le concedió la totalidad de Jerusalén a Israel
como su capital antes de que existieran las conversaciones sobre el estatus
final que el mundo aún tiene la esperanza de que ocurra entre ambas partes.
Pero si Jerusalén es uno de los temas más sensibles de estas pláticas, si iba a
haber desacuerdo y disenso sobre su anuncio –todo lo cual él admitió– entonces
¿para qué demonios tomó la decisión?
Para cuando cayó en la verbosidad estilo
Blair, diciendo que el futuro de la región se ha postergado por el
derramamiento de sangre, la ignorancia y el terror, el discurso de Trump se
volvió ya insoportable porque nadie tiene estómago para semejante cantidad de
mentiras.
Si se supone que la gente va a responder
al desacuerdo con un debate razonado y no con violencia, ¿cuál es el objetivo
de reconocer a Jerusalén como capital de Israel? ¿Promover un debate, por todos
los cielos? ¿Es eso lo que quiso decir cuando habló de “repensar viejas
suposiciones”?
Pero ya fue suficiente de estas tonterías.
¿Qué nueva temeridad se le puede ocurrir a este miserable para decir más
mentiras? ¿Qué pasaba por su mente confusa cuando tomó esta decisión? Claro:
quiere cumplir sus promesas de campaña. Pero ¿cómo es que puede cumplir su
promesa y no fue capaz, en abril pasado, de decir que la matanza masiva de
millón y medio de armenios en 1917 constituyó un acto de genocidio? Seguramente
porque temió molestar a los turcos, quienes niegan el primer holocausto
industrial del siglo XX. Bueno, pues los turcos están muy molestos ahora.
Quiero pensar que tomó eso en consideración.
Pero olvídenlo. El hombre está loco. Y le
va a tomar muchos años a su país recuperarse de su último acto de insensatez.