José M. Castillo S.
www.religiondigital.com / 21-08-18
El papa Francisco acaba de publicar una
carta, dirigida al "pueblo de Dios", en la que denuncia los abusos
sexuales que no pocos clérigos vienen cometiendo contra menores de edad desde
hace ya bastantes años. "Un crimen que genera hondas heridas de
dolor" sobre todo en las víctimas, dice el papa.
Este asunto es gravísimo, como bien
sabemos. Grave para las víctimas. Grave para quienes lo cometen. Grave para la
sociedad y para la Iglesia. Por eso se han escritos cientos de artículos y no
pocos libros alertando del peligro que todo esto entraña. Y ofreciendo
soluciones de todo tipo. No voy a ponerme ahora a discutir quién tiene razón -y
quién no la tiene- en el análisis y solución de este enorme problema. ¿Quién
soy yo para eso?
Sólo creo que puedo (y debo) decir algo
que me parece fundamental. El papa Francisco no duda en decir que el
"crimen", que son los mencionados abusos sexuales, ha sido cometido
"por un notable número de clérigos y personas consagradas". Pero,
cuando se refiere a las consecuencias, el mismo papa dice que "el
clericalismo, sea favorecido por los propios sacerdotes como por los laicos,
genera una escisión en el cuerpo eclesial". Es decir, el clericalismo ha
roto la Iglesia, la tiene destrozada. Y una Iglesia rota, termina rompiendo
hasta las conciencias de los culpables y la vida de los más débiles.
No es lo mismo hablar de "clero"
que de "clericalismo". El diccionario de la Rae dice que "clericalismo"
es la "intervención excesiva del clero en la vida de la Iglesia, que
impide el ejercicio de los derechos de los demás miembros del pueblo de
Dios". El papa hace bien en responsabilizar, no tanto al
"clero", sino más propiamente al "clericalismo". Y digo que
el papa hace bien, al utilizar esta distinción lingüística, porque de sobra
sabemos que, si hablamos del "clero", no se puede generalizar. Por
todo el mundo, hay "hombres de Iglesia" (clérigos) que son sencillamente
ejemplares y hasta heroicos.
Otra cosa es si hablamos de
"clericalismo". Porque la teología y el derecho eclesiástico están
pensados y gestionados de manera que "inevitablente" todo
"hombre de Iglesia", que no sea un santo o un héroe, termina
ejerciendo el más refinado y quizá brutal "clericalismo". Por la
sencilla razón de que, si cumple con lo que le impone la "teología" y
el "derecho" de la Iglesia, no tiene más remedio que "impedir el
ejercicio de los derechos de los demás". Por ejemplo, tiene que impedir
que las mujeres tengan los mismos derechos que los hombres. Y así, tantas y
tantas otras cosas.
¿Tiene esto solución? Claro que la tiene.
El
término "clero" significa "suerte", "herencia",
"beneficio". Según el Evangelio, Jesús no fundó ningún
"clero", en este sentido. Al contrario. Lo que les mandó a sus
apóstoles es que fueran los "servidores" de los demás. Hasta
prohibirles que, para difundir el Evangelio, llevaran dinero, alforja o
calderilla.
Tenían que ir por la vida lavando los pies
a los demás, como se sabe que hacían los esclavos. Hacerse cura no es hacer carrera, no es subir en la vida y en la
sociedad. Hacerse cura es vivir el Evangelio tal y como Jesús mismo lo vivió.
O sea, es asumir una forma de presencia en la sociedad, como la que asumió
Jesús. Una forma de vida que le costó perder la vida.
Entonces, ¿esto tiene arreglo? Claro que
lo tiene. Pero supone y exige dos pasos, que son (o serían) muy duros de asumir:
1º) Suprimir el clero, tal como ahora
mismo está organizado y gestionado.
2º) Recuperar las "ordenaciones"
"invitus" y "coactus" de la Iglesia antigua.
Estos dos términos latinos significan que eran
"ordenados" de ministros de la comunidad cristiana, no los que lo
deseaban o lo pedían, sino los que no
querían. Es decir, los que eran elegidos por el pueblo, en cada diócesis y
en cada parroquia.
Esto es lo que mandaban los sínodos y
concilios. Y fue una práctica que duró siglos. De forma que incluso los grandes
teólogos escolásticos de los siglos XII y XIII discutían todavía sobre este
asunto. Así lo demostró, con amplia y seria documentación, el profesor Y.
Congar (en Rev. Sc. Phil. et Theol., vol. 50 (1966)
161-197).
Termino ya. Pero no me puedo callar lo
siguiente. Mientras "hacerse cura" sea "hacer carrera", la
Iglesia seguirá estando rota. Y además seguirá también perdiendo presencia en
la sociedad. Y lo más grave: una Iglesia, en la que sus curas son hombres que
buscan (quizá sin darse cuenta de lo que hacen) un "estatus social"
de buen nivel y, sobre todo, buscan tener una sólida "seguridad
económica", la Iglesia seguirá rota, en ella se seguirán cometiendo abusos
(no sólo sexuales) y, para colmo, el clericalismo inevitable continuará
ocultando el mundo oscuro del clero que, como el que los curas y maestros de la
ley del tiempo de Jesús, seguirá viviendo en la "hipocresía" que tan
duramente denunció el mismo Jesús de Nazaret.