Por: Guillermo Castro H.
El Foro Económico
Mundial, reunido durante esta semana en Davos, Suiza, escogió como tema central
en sus deliberaciones la creación de un futuro común en un mundo fragmentado.
Esa selección resalta la gravedad creciente de los efectos de la crisis global
sobre el sistema mundial en su capacidad para gestionar los problemas que ha
ido generando su propio desarrollo de la década de 1980 a nuestros días.
En aquel entonces, cuando
la globalización apenas se insinuaba, emergía el problema de los costos
ambientales de un crecimiento económico sostenido, y la respuesta fue proponer
el paso hacia un desarrollo sostenible. Sin embargo, en la década de 1990 se
fue haciendo evidente el vínculo entre los problemas ambientales y el
incremento de la inequidad en el acceso de grandes sectores de la población del
mundo a los frutos de ese crecimiento. Y a esto se agregaron dos problemas
nuevos: el de la sobre explotación de los recursos naturales del planeta –
agua, fertilidad, biodiversidad, minerales -, y el del incremento de la
variabilidad climática, que altera las condiciones en que ha tenido lugar el
desarrollo de la especie humana a lo largo de los últimos diez mil años.
En esta circunstancia, la
sostenibilidad deja de ser un objetivo de mejoramiento de lo existente, y debe
ser asumida como el programa de transformación de la realidad que ha originado
la crisis. Esto va mucho más allá del debate político entre convencidos y
escépticos en relación con el cambio climático, con las virtudes de la economía
de mercado y con otros temas de orden general. Lo que se debate hoy es la
necesidad de formas nuevas de asociación global entre Estados nacionales,
corporaciones transnacionales, y organizaciones de la sociedad civil, para conducir
al sistema mundial hacia una etapa enteramente nueva en su historia.
Ese debate expresa el
reconocimiento de hechos puntuales. Uno es el de que las corporaciones
transnacionales disponen hoy de un poder, una capacidad de gestión y una
influencia superiores a los de la mayoría de los Estados, y deben asumir las
responsabilidades correspondientes a ese poder. Otro, el de que la
representación política de los 7 mil millones de habitantes del Planeta está a
cargo de Estados que van resultando demasiado grandes para atender los
problemas pequeños, y demasiado pequeños para atender los grandes problemas de
su población. Y otro más consiste en la creciente capacidad de movilización y
debate de las organizaciones internacionales y nacional de la sociedad civil en
todo el mundo.
El equilibrio entre esas
tres partes es precario, sin embargo, y sólo puede ser así en el estado del
orden vigente. En ese sentido, iniciativas como la de los Objetivos de
Desarrollo Sostenible 2030 constituyen, en realidad, parte de un proceso mucho
más amplio y complejo de búsqueda de un orden distinto.
Esta circunstancia tiene
además una característica singular. Los cambios en curso en el sistema mundial
llevan a todas y cada una de sus sociedades hacia un momento de transformación.
Los resultados de esa transformación no pueden ser previstos de antemano, pues
dependen en cada caso de las condiciones creadas en cada sociedad por sus
propios ciudadanos. Para la Ciudad, esas transformaciones tienen la mayor
importancia, pues incidirán en su entorno operativo, en los intereses y
expectativas de sus clientes, en sus relaciones con su propia sociedad y en las
decisiones que deba tomar ante las disyuntivas que le presente este proceso,
del que ella también forma parte.
Ese es el marco histórico
mayor en que cabe comprender la razón de ser de la Ciudad. El mundo – como un
todo y en cada una de sus sociedades – necesita de entidades innovadoras en su
capacidad para asumir los nuevos desafíos, traerlos a debate y facilitar la
creación de estrategias de innovación para el cambio social en todos los campos
de la actividad humana, y en todas las regiones del Planeta.
Así de rica, trascendente
y promisoria es nuestra misión. Así, también, nuestra responsabilidad.
Ciudad del Saber, Panamá,
26 de enero de 2018.