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Por una amplia mayoría, 128 países
miembros de las Naciones Unidas, de un total de 193, condenaron el 21 de
diciembre de 2017 el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel
declarado por el presidente de EE.UU. Donald Trump. El texto de la resolución
repetía, a grandes rasgos, un proyecto apoyado por 14 de los 15 miembros del
Consejo de Seguridad en el que Estados Unidos tuvo que utilizar su veto de
miembro permanente para impedir que se adoptara.
Con el fin de evitar esta condena masiva
de la comunidad internacional, previamente Washington multiplicó las amenazas y
las presiones. Así, 35 Estados se abstuvieron y 21 juzgaron prudente no tomar
parte en la votación. Entre los abstencionistas, la Casa Blanca pudo contar con
la «solidaridad pasiva» de algunos comparsas continentales: México, Argentina y
Canadá. Pero, por supuesto, fueron «siete grandes potencias» totalmente
alineadas con Washington y Tel Aviv las que llamaron la atención: las islas
Marshall, Micronesia, Nauru, Palau, Togo y, sobre todo, del tradicional patio
trasero, Honduras y Guatemala.
Nada sorprendente en el caso de Honduras,
donde Juan Orlando Hernández (JOH) acaba de autoproclamarse reelegido en una
elección presidencial en condiciones tan escandalosas que incluso la
Organización de los Estados Americanos (OEA) protestó por la irregularidad (1).
Trump por el contrario, y contra toda evidencia, reconoció la «victoria», se
entiende que «JOH» rivalizase en servilismo. Sin embargo, en el registro de
«alianzas dudosas y compromisos absolutos», su homólogo guatemalteco Jimmy
Morales lo hizo todavía mejor: el 24 de diciembre anunció su intención de
imitar a Washington trasladando su embajada de Herzliya (barrio de Tel-Aviv) a
Jerusalén, en desafío del voto de condena de la Asamblea General de las
Nacionales Unidas.
Al igual que Honduras, Guatemala se
encuentra en posición de gran debilidad frente al eventual mal humor de la Casa
Blanca y del Departamento de Estado. Aunque modesta y dirigida prioritariamente
a las fuerzas de seguridad y represión, la ayuda económica de Washington es
vital para esta nación abandonada. Además, el chantaje de la expulsión pende
sobre el millón de guatemaltecos que residen más o menos legalmente en
territorio estadounidense y permiten la supervivencia de sus compatriotas
gracias a las remesas. Casi 40.000 de esos emigrantes ya fueron repatriados manu
militari en 2017.
Finalmente, al igual que «JOH», Jimmy
Morales arrastra algunos escándalos que solo pueden incitarle a la más
pragmática de las sumisiones. Desde 2015, encargada por las Naciones Unidas y
Washington, una comisión internacional contra la impunidad en Guatemala (CICIG)
lleva en el país una «santa cruzada» contra la corrupción. Y no sin resultados:
en 2015 la comisión hizo destituir y encarcelar al presidente Otto Pérez Molina
y a la vicepresidenta Roxana Baldetti por malversación de fondos.
A su vez Jimmy Morales, tras acceder a la
cabeza del Estado, se ha señalado por algunas «fruslerías». En septiembre de
2017, por ejemplo, se descubrió que percibía todos los meses de las fuerzas
armadas, con total discreción, una presunta «prima de riesgo» de 7.300 dólares
(un incremento irregular de su salario del 33%) Después otra revelación agitó
la opinión pública: 800.000 dólares de fondos ilegales habrían irrigado la
campaña del Frente de Convergencia Nacional del que era el candidato.
La Procuradora General Thelma Aldana y la
CICIG demandaron que se levantara su impunidad y se permitiera juzgarle y
Morales (cuyo hermano y uno de sus hijos están encarcelados por emitir facturas
falsas), apoyado por la extrema derecha y antiguos militares, replicó
declarando persona non grata y pretendiendo expulsar al jurista
colombiano Iván Velásquez, jefe de la CICIG, decisión que provocó fuertes
reacciones nacionales e internacionales y que el Tribunal Constitucional
guatemalteco rechazó y anuló. En semejante contexto, atraerse la simpatía de
Trump no es nada secundario para el jefe del Estado centroamericano.
Pero la decisión de trasladar la embajada
guatemalteca a Jerusalén no responde solo a esa preocupación. Al hacer el
anuncio Jimmy Morales informó de una entrevista telefónica que mantuvo con el
primer ministro israelí Benjamín Netanyahu en el curso de la cual ambos
mandatarios señalaron las «excelentes relaciones» que existen entre ambos
países «desde que Guatemala apoyó la creación del Estado de Israel».
Recordemos brevemente ese episodio, que no
es el más importante (para los guatemaltecos, se entiende). El hecho es que ese
pequeño Estado de América central fue el segundo (¡Inmediatamente detrás de
Estados Unidos!) que reconoció la existencia de un «Estado judío» en territorio
palestino el 14 de mayo de 1948.
En el origen de esta presencia en los
primeros tiempos de las convulsiones del lejano Oriente Próximo, se encuentra
un diplomático progresista (o al menos reformista), Jorge García Granados. Hijo
menor de un jefe de Estado encarcelado y torturado por la dictadura de Jorge
Ubico, exiliado en México, Granados combatió en el bando republicano de la
guerra civil española antes de unirse a la «Revolución de Octubre» que, en
1944, permitió a Juan José Arévalo convertirse en el primer presidente
democráticamente elegido de Guatemala.
Marcado por el control colonial de Londres
sobre la Honduras británica vecina (hoy Belice), un territorio históricamente
reivindicado por Guatemala, Granados, miembro del Comité Especial para Palestina
nombrado por las Naciones Unidas en mayo de 1947 (2), veía con buenos ojos el
fin del mandato británico sobre ese territorio y como la mayoría de los
miembros de la Comisión recomendó su partición entre un Estado árabe y un
Estado judío (que se convertiría en Israel unos meses después), con un estatuto
especial internacional para Jerusalén bajo la autoridad administrativa de las
Naciones Unidas (3). A pesar de lo que se pueda pensar a posteriori, nada que
ver con las ineptas iniciativas de Trump y después de Jimmy Morales que, a
finales de diciembre de 2017, han pisoteado los derechos más elementales de los
palestinos.
Tras las elecciones de 1944, Guatemala
vivió 10 años de «primavera democrática» bajo las presidencias de Juan José
Arévalo (1945-1951) y Jacobo Árbenz Guzmán (1951-1954). El derrocamiento
de este último por un golpe de Estado que organizaron la compañía bananera
americana United Fruit (UFCo), hostil a la reforma agraria, y su brazo armado,
la Central Intelligence Agency (CIA), marca el principio de una tragedia de la
cual Granados solo conoció el principio, puesto que murió en 1961.
Muy poco tiempo después, bajo el mandato
de Julio César Méndez Montenegro (1966-1970), el coronel Carlos Manuel Arana
Osorio –apodado «el chacal de Zacapa»– con el apoyo de los instructores y los
Boinas verdes estadounidenses, dirige una campaña de represión sin precedentes
contra las organizaciones de izquierda, refugiadas en la clandestinidad. Los
asesinatos políticos llegaron a la cifra de 8.000 entre 1966 y 1968. Convertido
en general y llegado al poder en 1970, Arana Osorio se declaró
decidido «si fuese necesario, a convertir el país en un cementerio para
restaurar la paz civil». Entre 1970 y 1978, 20.000 guatemaltecos pagaron con su
vida esa filosofía.
A pesar de la convergencia de los
intereses de la nueva oligarquía militar y las multinacionales estadounidenses
(Hanna Mining, Del Monte, Standard Brands –nueva rama de la UFCo-) la amplitud
y los métodos de la represión, las violaciones masivas y repetidas de los
derechos humanos -150 personas fueron asesinadas a sangre fría en 1977 en la
plaza de la ciudad de Panzós- llevaron al presidente James Carter a suspender
la ayuda militar de Estados Unidos. Desde entonces la «diplomacia del Uzi» (en
referencia al potente y célebre fusil de asalto israelí) va a desempeñar un
papel preponderante.
La asistencia militar israelí a Guatemala
había empezado oficialmente en 1971. Desde 1975 el Estado terrorista proporcionaba
los aviones Aravat y diversos tipos de armamento –cañones, armas individuales-
que Estados Unidos dejó de suministrar. Cuando en 1977 Carter interrumpió
totalmente la venta de armas, Tel Aviv tomó definitivamente el relevo.
El general Lucas García fue «elegido» en
1978, mediante un fraude descarado y con una tasa de abstención del 63,5%. Este
imposible regreso a la vía política provocó la aparición de las guerrillas. En
1975, en primer lugar, en la región del Ixcán, reaparece el Ejército
Guerrillero de los Pobres (EGP), cuyo núcleo inicial había participado en un
levantamiento precedente antes de replegarse a México. En 1979 surgió la
Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA).
El poderoso lobby guatemalteco «Asociación
de los Amigos del país» invirtió varios cientos de miles de dólares en el
Partido Republicano como contribución a la campaña electoral de Ronald Reagan.
Cuando este llegó a la Casa Blanca las relaciones se volvieron menos difíciles.
Aparte de los intereses estratégicos de Washington, el poder económico
adquirido por los militares guatemaltecos (el 33% de la región petrolera del
Petén les pertenecía) ofrecía ahora más oportunidades, además de las de la
oligarquía nacional tradicional, a las posibilidades de beneficio de las
empresas estadounidenses.
Cuando en el segundo semestre de 1981, el
general Benedicto Lucas lanzó una ofensiva general contra las guerrillas, la
represión, además de su aspecto militar, llegó a los sectores más moderados de la
sociedad, incluida la democracia cristiana. Una primera etapa de «pacificación»
se tradujo en masacres y la destrucción de más de 250 pueblos indígenas
considerados bases del apoyo a la insurrección armada. Este período de toma de
control total de la población se saldó con alrededor de 20.000 muertos, la
huida de aproximadamente 100.000 campesinos que se refugiaron mayoritariamente
en el sur de México, un millón de personas desplazadas y la militarización de
la administración del Estado.
Efectuando «un trabajo fantástico», según
el general Benedicto Lucas, decenas de asesores militares israelíes respaldaban
al servicio de inteligencia guatemalteco, el siniestro G-2, y pusieron en
marcha un sistema informático que permitía el fichaje sistemático del 80% de la
población. Gracias a los ordenadores fabricados en Israel, el ejército
guatemalteco descubre y destruye en 1981 veintisiete escondites de las
organizaciones revolucionarias a través de un análisis de los consumos
nocturnos de agua y electricidad en la ciudad de Guatemala. Además de la
construcción de una fábrica de armas en la provincia de la Alta Verapaz por la
Eagle Military Gear Overseas, la ayuda israelí se inscribe en el «programa de
pacificación rural» responsable de la muerte de miles de campesinos
pertenecientes a los pueblos mayas. Ese siniestro plan se inspira directamente,
según su responsable el coronel Eduardo Walhero, en el Nahal Program –«Jóvenes
pioneros combatientes»– destinado a formar a jóvenes soldados en técnicas
agrícolas para instalarlos en las zonas fronterizas del Estado israelí.
La imposición del general Aníbal Guevara,
ganador en 1982 de uno de los escrutinios más fraudulentos de la historia del
país, lleva al golpe de Estado del general Efraín Ríos Montt, especialista en la
contrainsurrección y candidato electo expulsado de la democracia cristiana
en 1974. Este relanza la ofensiva contra el movimiento armado, unificado
entonces en la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (UNRG). La estrategia
«tortilla, techo, trabajo» agrupa a las poblaciones de las aldeas estratégicas
bajo el modelo estadounidense utilizado en Vietnam, el reclutamiento forzoso de
los indios en patrullas civiles de autodefensa (PAC). Bajo el lema «Fusiles y
frijoles» esas patrullas servirían fundamentalmente de carne de cañón –solo el
5% de esos pseudovoluntarios estaban armados- y permitían vigilar
constantemente a «los 265.000 campesinos» que según el ejército «ayudan a la
guerrilla». Todo esto siempre con la atenta ayuda de Tel Aviv cuando, bajo el régimen
de Ríos Montt, 18.000 campesinos fueron masacrados, víctimas de las peores
atrocidades.
Cuando las luchas populares triunfaban en
la vecina Nicaragua, progresaban en El Salvador y en menor medida en Honduras,
Guatemala se convirtió en un centro de difusión regional, el 30% de las armas
israelíes recibidas se revendían en la zona –especialmente a los
contrarrevolucionarios nicaragüenses (la contra)-
«Nuestros dos países comparten los mismos
objetivos y las mismas cualidades, como el pluralismo, los derechos humanos, la
paz, la justicia social y el progreso económico», declaró finalmente (sin
reírse) Ronald Reagan, el 13 de enero de 1984, al recibir las credenciales del
nuevo embajador de Guatemala. Restablecida la ayuda militar de Washington esta se
añade a la de Tel Aviv, que no se interrumpe.
Cuando el conflicto acabó, en 1996, la
Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) puesta en marcha por las
Naciones Unidas reveló que se saldó con el desplazamiento de un millón y medio
de personas y la muerte de 200.000 –el 93% víctima de los grupos paramilitares
y el ejército- Aunque la tragedia se desarrolló a lo largo de más de tres
decenios, los picos más atroces de violencia provocados por la estrategia de
tierra quemada se desarrollaron entre 1980 y 1983, bajo los gobiernos militares
de Lucas García y Ríos Montt.
Atrapado por la justicia de su país en
2013, Ríos Montt fue condenado por «genocidio y crímenes contra la humanidad»
(aunque el Tribunal Constitucional guatemalteco se apresuró después a anular el
proceso). En 1982, es el mismo Ríos Montt quien declaraba al periódico español
ABC: «Nuestro éxito se debió a que nuestros soldados fueron entrenados por los
israelíes».
Doscientos mil muertos no se pueden
comparar con seis millones. Pero aun así… en pleno siglo XX, apenas algunos
años después de revelarse el crimen absoluto del Holocausto, un genocidio es un
genocidio. Una monstruosidad que según Jimmy Morales y Netanyahu permitió a los
gobernantes de ambos países, a lo largo de esos años sangrientos, mantener
«excelentes relaciones». Ahora para mayor desgracia de los palestinos.
Notas:
(1) Leer «Au Honduras, le coup d’Etat
permanent», Mémoire des Luttes, 5 décembre 2017, http://www.medelu.org/Au-Honduras-le-coup-d-Etat
(2) Nombrado por la ONU el 13 de mayo de
1947, el Comité Especial para Palestina de las Naciones Unidas (UNSCOP)
constaba de los representantes de once Estados (Australia, Canadá, Guatemala,
India, Irán, Países Bajos, Perú, Suecia, Checoslovaquia, Uruguay y Yugoslavia).
(3) Una vez proclamada la independencia
del Estado de Israel en 1948, Granados sería el primer diplomático que anunció
en las Naciones Unidas el reconocimiento de Israel por su país. A partir de
1956 fue el primer embajador de Guatemala.