María López Vigil
Agenda Latinoamericana 2018
Recuerdo perfectamente dónde estaba
hace unos diez años cuando abrí un boletín de noticias del Concilio Mundial de
Iglesias que recibía periódicamente y leí aquel titular “Donde Dios es varón, los varones se creen dioses”.
No sólo cae uno de un caballo y de
camino a Damasco… En aquel momento no me caí de la silla y seguí en el lugar de
siempre, pero ese titular fue como una revelación. Me hizo caer en la cuenta de
algo esencial. Agarrada de esa idea inicié un camino que desde entonces no he
dejado de recorrer.
Bajo ese título venían las palabras
de la ministra protestante Judith Van Osdol en un encuentro regional de mujeres
celebrado en Buenos Aires.
“Las iglesias que imaginan o
representan a Dios como un varón tienen que hacerse cargo de esta imagen creada
como herejía. Porque donde Dios es varón, el varón es Dios…”
Cuando leí esas dos frases sentí
que estaba tocando las raíces más antiguas de la discriminación, del menosprecio,
del desprecio, de la violencia contra las mujeres…
He seguido reflexionando desde
entonces, escudriñando cómo se tejió esa antiquísima raíz.
Si toda religión consiste en hacer
visible en palabras, en narraciones, en imágenes, al Dios a quien nadie vio
jamás, es evidente que la religión cristiana, de matriz judía, ha empleado oraciones,
alabanzas, pinturas, cantos, esculturas y símbolos, todos masculinos, para
hacer “visible” a Dios. Apenas unas cuantas referencias bíblicas tienen un
matiz femenino. También se ha incorporado hoy al lenguaje litúrgico llamarle
“Dios Padre y Madre”… ¿Bastará eso?
Partiendo de nuestra herencia
cultural podemos afirmar que, aunque Dios no tiene sexo, desde hace miles de
años sí tiene género: el género masculino.
Sabemos que el sexo es una
característica biológica y el género una construcción cultural. Por eso, aunque
en Dios está presente tanto lo femenino como lo masculino como expresiones de
la Vida, en la cultura judeocristiana, en la cultura bíblica, en la tradición
cristiana, católica, ortodoxa o protestante, en los textos de cuatro mil años
de escritura, en la literatura del judaísmo, en la de dos mil años de cristianismo,
también en el islam, Dios tiene género y su género es masculino. Eso significa
que Dios es imaginado, pensado, concebido, rezado, cantado, alabado o
rechazado… como un varón. ¿Cómo no pensar entonces que esa milenaria
identificación genérica, cultural, de Dios con lo masculino no tenga
consecuencias en la sociedad humana?
Por ser el género una construcción
cultural, también que se puede cambiar. Porque todo lo que se construye se
puede de-construir para reconstruirlo de nuevo. Creo que de eso se trata: de
reconstruir el rostro de Dios también en femenino, una tarea que no es
sencilla, pero, ¿cómo no pensar que eso tendría consecuencias importantes en la
ética, en la espiritualidad?
Por la antropología cultural,
sabemos que, al principio Dios “nació” en la mente humana en femenino, que la idea
de Dios nació vinculada a lo femenino. Durante milenios, la humanidad,
asombrada ante la capacidad de la mujer de generar en su cuerpo el milagro de
la vida, veneró a la Diosa Madre, viendo en el cuerpo de la mujer la imagen
divina. Durante milenios, todos los pueblos de la Tierra pensaron a Dios como
una madre.
Muchos milenios después, la
revolución agrícola trajo acumulación de granos, de tierras y de animales… y trajo
también la necesidad de defender con armas, graneros, tierras y ganado. En esta
etapa, y poco a poco, la Diosa Madre fue quedando relegada y dioses masculinos
y guerreros, que decretaban guerras y exigían sacrificios sangrientos, se fueron
imponiendo en todos los pueblos de la Tierra. Los dioses masculinos dominaron
las culturas del mundo antiguo y desde entonces se impusieron en todas las
religiones que hoy conocemos. También en la Biblia suplantaron a la Diosa Madre
y finalmente, Yahvéh, el Dios de la Biblia se impuso en la imaginación del
pueblo hebreo. Es el origen de lo que hoy llamamos “cultura religiosa
patriarcal”.
En la iconografía cristiana, en las
imágenes que hemos visto desde niños, Dios es un anciano con barbas. Es también
un rey con corona y cetro sentado en un trono. Es un juez inapelable, de
decisiones inescrutables. Es también el Dios de los ejércitos. Siempre es una
autoridad masculina. Los dogmas cristológicos nos dicen que ese Padre Dios tiene
un Hijo, también Dios, que "se hizo" hombre, lo que sugeriría que su
esencia anterior a ese "hacerse" era también masculina. La tercera
persona en esa "familia divina", es el Espíritu Santo. A pesar de que,
en hebreo, la palabra “espíritu” es una palabra femenina, es la “ruaj”, la
fuerza vital y creadora de Dios, la que lo pone todo en movimiento y anima
todas las cosas, nos enseñan que el Espíritu dejó embarazada a María, lo que
nos lleva a pensar que el Espíritu es un principio vital masculino.
Incluso en expresiones religiosas muy
posteriores, populares y liberadoras, como las que se expresan en la Misa
Campesina Nicaragüense, Dios es un hombre. Le cantamos como “artesano,
carpintero, albañil y armador”. Ningún oficio femenino tiene ese Dios. Y lo “vemos”
en las gasolineras chequeando las llantas de un camión, patroleando carreteras,
lustrando zapatos en el parque, siempre en trabajo de hombres. No lo vemos
lavando o cocinando o cosiendo, mucho menos dando de mamar. Es un Dios pobre y
popular, pero... es varón. El Dios de la Teología de la Liberación siguió
siendo un varón.
Jesús de Nazaret fue educado en la
religión de sus padres. En el judaísmo, Dios era imaginado y pensado siempre en
masculino. Jesús nos lo presentó como un Padre bondadoso y lo llamó “Abbá”, no
lo llamó “Immá”. Sin embargo, hay en las actitudes de Jesús un acercamiento a
las mujeres similar al que tuvo con los hombres, lo que contrariaba su
religión. Y hay en la propuesta ética de Jesús valores atribuidos por la
cultura a “lo femenino”: el cuidado, la pasión y la compasión, la no violencia,
la cercanía, la empatía, la intuición, la espontaneidad…
Y hay también una pista interesante
en algunas de sus parábolas. ¿Tal vez una intuición del hombre de Nazaret? Jesús
hizo protagonistas de sus comparaciones con Dios y con el actuar de Dios a las mujeres.
En la parábola de la levadura habló
de lo que sucede con el Reino de Dios: tan sólo una pizca de levadura fermenta toda
la masa y eran mujeres quienes hacían el pan, quienes ponían en marcha ese
proceso. Habló también del cuidado que tiene Dios con todos sus hijos,
comparando a Dios con un pastor que busca a costa de riesgos a una de sus cien
ovejas cuando se le perdió. Inmediatamente, el Maestro “feminizó” su
comparación y dijo que Dios se parece también a una mujer que busca
ansiosamente una de las diez monedas de su dote cuando se le perdió…
Esas comparaciones tuvieron que
resultar sorprendentes para su audiencia, educada en una cultura religiosa
donde Dios tenía género masculino y donde las mujeres eran discriminadas
totalmente en las prácticas, ritos y símbolos de la religión. Al comparar los
sentimientos de alegría de Dios con los del pastor que encuentra a su oveja y
con los de la mujer que encuentra su monedita, Jesús amplió la imagen de Dios,
habló de un Dios al que nunca nadie vio, pero al que tanto hombres como mujeres
revelan y manifiestan cuando cuidan la vida.
La imagen masculina de Dios, tan
arraigada en nuestra mente, tiene consecuencias. ¿No es la más obvia deducir
que si Dios es visto como varón, los varones se verán a sí mismos como dioses? ¿Y
si además Dios es visto como un varón que ordena, impone y juzga, los varones,
que se ven como dioses, no ordenarán, se impondrán y juzgarán? ¿No será ésta la
raíz más vieja y más oculta que justifica y legitima la inequidad entre hombres
y mujeres? ¿No estará también aquí una explicación, muy soterrada, de la
discriminación y la violencia de los hombres contra las mujeres? ¿No será que,
como esa raíz permanece tan escondida, lleva tanto tiempo intocada, y estamos
anestesiados todos, hombres y mujeres, ante sus consecuencias?
Toda nuestra cultura cristiana está
articulada a partir de la imagen de un Dios masculino que norma su creación
desde arriba y desde afuera. La Diosa Madre unificaba a todos los seres
vivientes, humanos, animales y plantas, desde dentro de todo lo creado. El
resultado del desequilibrio histórico que la sustituyó a Ella para imponerlo a
Él, que conflictuó lo masculino y lo femenino trasladando ese conflicto a la imagen
de Dios tiene consecuencias en la forma en que hemos construido el mundo y en
cómo vivimos en el mundo. ¿No será una urgente tarea indagarlas?