Fernando Buen Abad Domínguez*
Hace rato que Disney se consolidó como una
de nuestras más grandes derrotas ideológicas en la política, la ética y la
estética. Como con otras muchas mercancías hiperventiladas publicitariamente,
un público masivo y mundial decidió sepultar toda razón crítica frente al
discurso Disney y le cedió territorios nodales haciéndolo carne de sus
ilusiones y de sus afectos. Los hijos como primeras víctimas.
Hasta los más recalcitrantes
socialdemócratas visten a sus niñas de princesitas. Y hay que oír las, no poco
irresponsables, justificaciones.
Hoy el imperio Disney ha dado pasos
enormes en su aventura monopolizadora del reino mediático global. Anuncia la
prensa monopólica, también, (como si fuese un logro moral) la compra que Disney
hace de un porcentaje de acciones a la empresa Fox: La compra por parte de
Disney de la división de entretenimiento de Fox por 52 mil 400 millones de
dólares vaticina un sacudón en el mundo del consumo digital y audiovisual. Pero
no todo es dinero para estos hombres de negocios. Ya lo decían Ariel Dorfman y
Armand Mattelart (1972) históricos analistas de Disney.
En el epicentro del problema que esto
implica para la humanidad, no sólo está el protagonismo descontrolado del
imperio económico anglosajón-israelí sobre los medios de comunicación y cultura
planetarios; no sólo está el peligro de la uniformación de los gustos y de los
consumos; no sólo está la cancelación de la diversidad y de la libertad de expresión
de los pueblos… está el colonialismo de la mentalidad belicista empeñado en
convencernos de aceptar la industria de las guerras como un hecho natural y
darwiniano ante cual sólo nos queda resignarnos, consumir y aplaudirles.
Y para que lo aceptemos mansamente, es
decir consumidoramente, ellos cuentan con sus noticieros, sus películas, sus
series televisivas, sus héroes, sus dibujos animados y sus valores mercantiles
farandulizados. Y también cuentan con las fiestas, los disfraces, la música,
las canciones y la navidad. Han infiltrado la propaganda sus bastiones
ideológicos con personajes emblemáticos hasta en las cunas de los bebés.
Dominación amplísima de los territorios
simbólicos. “Esta adquisición que antes habría sido impensable promete
transformar Hollywood y Silicon Valley. Es el contrataque más grande de una
compañía de medios tradicional en contra de los gigantes tecnológicos que se
han metido de forma agresiva en el negocio del entretenimiento, señaló en un
análisis el diario The New York Times…Ahora Disney tiene suficiente músculo
para convertirse en un verdadero competidor de Netflix, Apple, Amazon, Google y
Facebook en el mundo de acelerado crecimiento del video en línea.”[1]
El papel de Disney en la historia del
belicismo mundial no es nuevo ni es ingenuo. Jugó el rol de una agencia de
propaganda que fue capaz de seducir a chicos y grandes con los néctares de una
cursilería facilona, un razonamiento mercantilista linealizado al máximo y una
moral maniquea que se adueñó del reino del bien mientras se adueñaba de los
avances tecnológicos y comunicacionales de su tiempo.
“En cuanto a Disney, su participación de
este proyecto durante la guerra se tradujo en ganancias económicas y obviamente
en una consolidación empresarial, pero sobre todo en algo del todo impagable:
en la asociación de la marca Disney (y de Mickey Mouse por extensión) al
espíritu estadunidense de libertad dentro del imaginario colectivo de la
población de la época, pero que de hecho, llega hasta nuestros días.”[2]
En su base ideológica Disney contiene
todos los ingredientes nazi-fascistas que se han modernizado en el curso de los
años recientes. Se hacen evidentes no sólo en sus discursos explícitos sino en
el alma misma de sus modelos organizacionales como empresas monopólicas
trasnacionales. La gran emboscada radica en deslizar como inocentes las manías
burguesas más insoportables. Desde el Tío Rico hasta la más infernal andanada
de procacidades mercantiles y estereotipos conductuales que se despliegan
contra niños, adolescentes y adultos bajo el manto sagrado de Disney. Y
entonces se le perdona todo, incluso que sea uno de los aparatos de
concentración mediática más grandes y más peligrosos del planeta. ¿Cómo puede
ser tan maligno un consorcio que fabrica y vende personajes tan angelicales y tiernos?
Se preguntarán algunos.
Una de las armas de guerra ideológica más
poderosas actualmente es la industria mediática. El 96 por ciento de los medios
de comunicación del mundo están bajo el control de seis compañías. Bajo la
dirección de Robert A. Iger, empresario estadunidense de origen judío, director
de Disney desde el año 2000 ha radicado en su habilidad comercial y estratégica
en un mundo en el que las guerras son un gran negocio, en leer los contextos
para insertar sus productos, valores, ideologías y sensaciones de seguridad y
bienestar tan necesarias para que la burguesía invierta tranquilamente sus
ahorros en destruir o reprimir a la competencia comercial o a sus enemigos de
clase. Para eso sirve el potencial propagandístico inmenso capaz de operar
lavados de cerebro masivos utilizando todo tipo de inventos de guerra
sicológica.
La lista de los dueños de semejante
armamento ideológico es: Sumner Redstone (Murray Rothstein, Viacom, MTV),
Robert Iger (Disney), Roger Ailes (Fox), Stanley Gold (Shamrock ABC/Disney),
Barry Meyer (Warner Bross), Michael Eisner (Disney), Edward Adler (Time
Warner), Danny Goldberg-David Geffen (Dreamworks, Elektra /Asylum Records),
Jeffrey Katzenberg (Dreamworks, Disney), Jean-Bernard Levy (Vivendi, Francia),
Joe Roth, Steven Spielberg, Ron Meyer, Mark Zuckerberg (Facebook), Mortimer
Zuckerman, Leslie Moonves (CBS).
Pero hacer retratos del poder colonizador
es apenas una parte muy básica. Hace falta delinear el qué hacer. Tomar
recaudos y disponerse a crear las fuentes culturales y comunicacionales
transformadoras sin imitar los formatos hegemónicos, sin rendir pleitesía a sus
modos alienantes, si repetir sus vicios. Hace falta claridad política y
decisión organizada, hace falta que las luchas todas pongan en sus agendas la
batalla de las ideas y la batalla comunicacional en un escenario de disputa
simbólica en el que nos va la identidad, nos va la palabra, nos va la vida.
Nada menos.
[2] Raquel Crisóstomo Gálvez: https://www.academia.edu/1778128/