Luis Hernández Navarro
www.jornada.unam.mx / 051217
Mucho antes de ser candidato opositor a la
presidencia de Honduras, Salvador Nasralla Salum era un personaje ampliamente
conocido en su país. Apodado El señor de la televisión, ha sido, por más de 30
años, comentarista deportivo, conductor del certamen de belleza Miss Honduras y
presentador de programas de concurso, como Bailando por un sueño.
Nada en su biografía sugiere que sea un
hombre de izquierda. Nacido en el seno de una familia acomodada de origen
libanés en 1953, estudió ingeniería industrial en la Universidad Católica de
Chile, fue gerente de la Pepsi Cola y se casó recientemente con una Miss
Honduras, 38 años menor que él.
Nasralla incursionó en política en 2013,
como candidato a la presidencia de la República por el Partido Anti Corrupción
(PAC). En aquel entonces, el Partido Libertad y Refundación (Libre), del
derrocado presidente Manuel Mel Zelaya, dijo que la postulación de El señor de
la televisión era una maniobra para dividir el voto opositor y favorecer al
oficialista Juan Orlando Hernández.
Pero, más allá de ese pasado, hoy Nasralla
está al frente de una multitudinaria movilización popular que busca frenar el
fraude electoral en su contra y echar atrás el decreto de estado de sitio. El
conductor de televisión fue postulado como aspirante a la presidencia de
Honduras por un frente electoral bautizado como Alianza de Oposición contra la
Dictadura, en el que participan el Partido Innovación y Unidad (PINU), el
Partido Libre, de Mel Zelaya, y el PAC, con un amplio apoyo de movimientos
sociales. Y, según todas las evidencias, ganó las elecciones del domingo del 26
de noviembre.
El fraude contra Nasralla (un golpe de
Estado blando) pretende mantener en el cargo para un nuevo periodo al actual
presidente Juan Orlando Hernández, quien se presentó a las elecciones amparado
en una sentencia de la Corte Suprema de Justicia que avala la relección, a pesar de que, desde hace 35 años, la Constitución la
prohíbe.
El plan de gobierno de la alianza busca
ser una respuesta colectiva frente a la demanda de bienestar y cambios sociales
que históricamente los sectores conservadores le han negado al pueblo
hondureño. Llama a revertir las privatizaciones e impulsar un modelo económico
alternativo. Una de sus demandas centrales es la derogación de las zonas de
empleo y desarrollo económico (Zede), la principal promesa de campaña del
presidente Hernández.
El ofrecimiento de abrogar las Zede es una
de las razones centrales que animan el golpe blando. Nasralla no es la primera
personalidad en sufrir las consecuencias por rechazar esta iniciativa. Cuando
la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucional la Ley de Regiones
Especiales de Desarrollo, el ejército rodeó el Congreso, y el Legislativo
ordenó, con un pretexto absurdo, la destitución de cuatro de los seis
magistrados de la sala de lo constitucional que habían echado por tierra el
proyecto de las Ciudades Modelo.
El gran capital trasnacional ha impulsado
las Zede. Como lo muestra el esclarecedor reportaje de Carlos Dada publicado en
el portal digital salvadoreño El Faro (https://goo.gl/bGaVty ), las zonas están estrechamente ligadas
a un grupo de libertarios estadunidenses que buscan la concesión de zonas
territoriales, incluyendo su población, en las que los empresarios invierten en
un proyecto, crean su propia policía y no aplica la ley hondureña. A cambio, el
Estado les garantiza exenciones tributarias y la expropiación de las tierras
que necesiten. Su primer gran negocio es un megapuerto en el golfo de Fonseca.
Figura clave de esta iniciativa es el
consultor político yanqui Mark Klugman, asesor del presidente Juan Orlando
Hernández y parte del equipo que redactaba los discursos del presidente Ronald
Reagan, quien lleva décadas trabajando con la derecha centroamericana. Como
documenta Dada, Klugmann tiene autoridad legal para concesionar y autorizar
zonas enteras del territorio hondureño en las que no aplicará la ley, a
corporaciones que no pagarán los impuestos previstos para el resto del país.
Las Zede son zonas francas con
extraterritorialidad fiscal, con autonomía aduanera y jurisdiccional. Por medio
de ellas se cambia soberanía por inversiones y –supuestamente– creación de
empleo. Son áreas del territorio sujetas a un régimen especial en las que los
inversionistas están a cargo de la política fiscal, de seguridad y de
resolución de conflictos. Entre otras competencias deben establecer sus propios
órganos de seguridad interna con competencia exclusiva en la zona, incluyendo
su propia policía, órganos de investigación del delito, inteligencia,
persecución penal y sistema penitenciario; así como la vinculación con la
estrategia de seguridad del país.
Adicionalmente al papel que juega el
rechazo a las Zede, otros tres elementos explican el golpe blando en Honduras
contra la alianza contra la dictadura. El primero es la narcopolítica. Como
dijo a la BBC el analista Ismael Moreno, a propósito de las confesiones de Los
Cachiros ante la justicia estadunidense: “Lo que se confirma es que en los
últimos 20 años hemos ido pasando (…) a tener un Estado conducido por mafias
criminales, en el que los políticos se han convertido en lavadores de los
narcos” (https://goo.gl/jq3tvS).
La red de intereses articulada alrededor de Juan Orlando Hernández necesita que
el mandatario continúe en el puesto para garantizar impunidad y continuidad del
negocio.
Los otros dos, de carácter geopolítico,
han sido puestos sobre la mesa por Atilio Borón. Honduras, explica el analista
argentino, “limita con dos países como El Salvador y Nicaragua que tienen
gobiernos considerados como ‘enemigos’ de los intereses estadunidenses y la
base aérea Soto Cano, ubicada en Palmerola, tiene una de las tres mejores
pistas de aviación de toda Centroamérica y, además, es escala obligada para el
desplazamiento del Comando Sur hacia Sudamérica”.
El primer golpe de Estado auspiciado por
la United Fruit Company se dio en Honduras en 1912. Hoy, 105 años después, con
la modalidad de un golpe blando aunque con otros actores, la historia se
repite. Honduras sigue siendo una república bananera, a no ser que el pueblo
que está en las calles diga lo contrario.