Eric Nepomuceno
www.jornada.unam.mx / 191117
La verdad es que, a estas alturas, cada
vez reconozco menos a mi país. Y cada vez reconozco menos a mi ciudad, Río de
Janeiro.
Desde el golpe institucional que se
consolidó a fines de agosto de 2016 e instaló en el gobierno a una pandilla de
corruptos encabezada por Michel Temer, la realidad se hizo avasalladora. El
espeluznante retroceso que se ve en la economía, en las políticas sociales, en
la casi desaparición del país en el escenario internacional, en la destrucción
de derechos laborales, sólo es comparable al asombroso volumen de denuncias y
escándalos que alcanzan al presidente y sus principales cómplices.
Lo más aterrador es que las denuncias son
frenadas por la cobarde omisión del Supremo Tribunal Federal, supuesta corte
máxima de justicia, y por la aberrante complicidad de la mayoría absoluta de
los integrantes del Congreso Nacional, que ostenta la muy dudosa gloria de ser
la legislatura de peor nivel ético desde la retomada de la democracia, en 1985.
La deprimente rutina de denuncias que
siquiera rasguñan la impunidad del presidente, sus ministros y los aliados en
la Cámara de Diputados y en el Senado corre pareja con la entrega, a las
voraces trasnacionales del petróleo descubierto gracias a las tecnologías
desarrolladas, al precio de miles de millones de dólares, por Petrobras. Y
pareja a la ruina de la estructura de salud pública en todos los niveles
(nacional, estatal, municipal): es que el ministro de Salud nombrado por Temer
es un poderosísimo aliado de las empresas privadas de seguro de salud, que
financian sus campañas, bien como las de un nutrido grupo de aliados, a
diputado nacional.
La reforma laboral llevada a cabo por
el gobierno de Temer y sus aliados creó la espantosa contratación de trabajo
intermitente, es decir, el patrón convoca al obrero para un determinado número
de horas, al precio de dólar y medio cada hora. Ya hay propuestas de jornadas
de cinco horas los sábados y domingos, a un precio total de 15 dólares. Suena
degradante. Y lo es.
Pese a que constitucionalmente Brasil es
un país laico, la Corte Suprema autorizó la enseñanza religiosa obligatoria en
las escuelas. Victoria de la llamada bancada evangélica en el Congreso. La
Comisión de Constitución y Justicia de la Cámara de Diputados, a su vez, aprobó
una propuesta de enmienda constitucional que condena el aborto en caso de
estupro, de fetos que sean detectados con anencefalia, es decir, sin formación
del cerebro, o de embarazos que pongan en riesgo la salud de la madre. La
comisión, ¿cómo no?, está integrada por 18 diputados, casi todos integrantes de
confesiones evangélicas, y una solitaria diputada, autora del único voto
contrario. La decisión ahora va al pleno de la Cámara.
Vale recordar que la legislación brasileña
sobre aborto es más bien conservadora: solo admite la práctica en esos tres
casos.
El gobierno lanza una campaña publicitaria
para convencer a la opinión pública que todo camina bien, que estamos en plena
recuperación, mientras el déficit fiscal este año rondará los 50 mil millones
de dólares, falta trabajo a 27 millones de brasileños –equivalente a nueve
Uruguay, dos Cuba y media, poco más de media Argentina– y el porcentaje de la población
que vuelve poco a poco al mapa mundial del hambre aumenta.
Crece, a velocidad aterradora, el peso de
la extrema derecha, con los ojos puestos en las elecciones generales del año
que viene. Esa sacrosanta, invisible y poderosísima entidad llamada mercado busca,
ansiosa, alguna alternativa a Lula da Silva para 2018.
Frente a la falta absoluta de piezas de
repuesto en el repertorio habitual, examina el diputado y precandidato Jair
Bolsonaro. capitán retirado, Bolsonaro no sólo defiende a hierro y fuego a la
dictadura militar (1964-1985) como suele homenajear, en el pleno de la Cámara,
a un notorio torturador. Entre otras de sus joyas está el comentario lanzado a
una diputada: No te estupro porque no mereces ser estuprada.
Las encuestan revelan que Lula da Silva
sigue como favorito (42 por ciento de las intenciones declaradas de voto), y
que el único que crece es Jair Bolsonaro (tenía 16 por ciento, ahora tiene 18
por ciento).
Los candidatos habituales de la derecha
estancaron en entre 7 y 8 por ciento.
Otro fenómeno inédito, entre tantos
desastres, es el cinismo que se instaló serenamente entre los partidos
políticos brasileños. Luego que el Supremo Tribunal Federal se acobardó,
dejando a los senadores la decisión de suspender o no las actividades de Aécio
Neves, derrotado por Dilma Rousseff en 2014 y mentor del golpe que la destituyó
el año pasado, por haber sido grabado mientras extorsionaba a un empresario
corrupto, los efectos de la medida se extendieron a las asambleas legislativas
estatales.
Los colegas del senador corrupto lo
mantuvieron en su escaño. Y ahora, hace dos días, los diputados estatales de
Río de Janeiro mandaron sacar de la cárcel al presidente de la asamblea y otros
dos colegas, presos por integrar una pandilla que desde hace más de 20 años
vive de la corrupción propiciada por las empresas de transporte urbano.
Brasil es, hoy por hoy, un país rumbo al
naufragio, y Río de Janeiro – tanto la ciudad como el estado– están al borde
del colapso.
Yo me siento a la deriva en un océano que
ya no reconozco. Ojalá 2018 nos traiga a buen puerto.