Juan Villoro
www.reforma.com / 06 Oct. 2017
"Todo país,
de alguna forma, deja de existir alguna vez", escribió Roberto Bolaño.
Ignoro si pensó que la frase se aplicaría a España y Cataluña, donde pasó buena
parte de su vida.
Escribo desde Barcelona, donde llegué el emblemático 2 de octubre, un día después de que la Guardia Civil reprimiera a la población que pretendía votar en el referéndum. "Es la guerra de las derechas", me dijo el crítico Ignacio Echevarría. El neofranquismo de Mariano Rajoy contra el nacionalismo reductor de Carles Puigdemont. En medio de estos polos hay una franja que piensa de muchas maneras diferentes, pero en este momento la duda y el matiz no gozan de privilegios.
Durante años mis amigos independentistas dieron la impresión de actuar con el astuto encanto de quienes desean separarse de España a condición de no lograrlo.
El tenso equilibrio entre dos culturas era parte de la tradición. Se necesita mucho esfuerzo para vulnerar la costumbre y dos líderes ínfimos, Puigdemont y Rajoy, lo han logrado. "Un fracaso no se improvisa", apuntó Joan Fuster.
Después de empeorar las condiciones de salud, empleo y educación, el[C1] govern catalán encontró un remedio de fantasía para su inoperancia: proponer otro país. No especificó cómo sería esa nación ni cuáles serán los costos para fundarla. La nueva patria apareció como una promesa de felicidad, un sentimiento que no admite otro análisis que los latidos del corazón.
Puigdemont ha
anunciado que se despedirá al llegar a la tierra prometida, cuando las palomas
de la independencia vuelen sobre su estatua sin mancharla. No aspira a
gestionar la realidad sino la ilusión. Serán otros los que asuman la tarea de
encontrar dinero para pagarles a los jubilados.
¿Cambiar de bandera es cambiar de país? Sin un proyecto social de renovación, Puigdemont apela a las fibras sensibles de sus paisanos, que no estarían tan necesitados de estímulos si no hubieran sido estafados con las negociaciones del Estatut hace pocos años. Cuando las vías legales para la autodeterminación se cerraron, surgió la idea de hacer un referéndum al margen de la Constitución. Hace unos años el independentismo habría fracasado en una votación. Su actual fuerza se debe al proselitismo del govern y a la cerrazón del gobierno del PP, que entiende la unidad de España como un matrimonio donde es preferible matar al cónyuge que separarse de él.
El referéndum propuesto por Puigdemont no era vinculante. Al carecer de consecuencias legales, equivalía a un sondeo. Este ejercicio demagógico, diseñado para distorsionar la voluntad real de los catalanes, merecía ser criticado pero no reprimido. Pero en un giro caricaturesco, Rajoy se convirtió en el paradójico aliado de su adversario: llegó al incendio con un bidón de gasolina. La Guardia Civil reprimió a una población indefensa que quería ejercer el voto y por cada golpe surgió un independentista. Este acto intolerable fue avalado de manera decepcionante por el rey Felipe, quien no tuvo una palabra de simpatía para las víctimas, culpó a Puigdemont de lo ocurrido y actuó como vocero del PP.
¿Qué sigue ahora? ¿La declaración unilateral de independencia y la consecuente ocupación militar de Cataluña? Si no se reconstruye el pacto social, no habrá salida negociada a la crisis. Para lograrlo, es imprescindible que Cataluña pueda decidir su propio destino.
Más allá del placer de estrenar una bandera con el gusto con que se estrena el uniforme del Barça para la nueva temporada, ¿la secesión es buena para Cataluña?
No hay una respuesta posible porque no se discute qué país se quiere. La independencia se presenta como un efecto mágico que hará que todos estén contentos y la butifarra sea más sabrosa. Un país de gente que canta en torno a una fogata. Este entusiasmo pasa por alto que la clase política que ha sido impugnada por corrupción y desprecio a las demandas sociales -la clase incapaz de gobernar este país-, es la que propone otro país.
Hay proyectos muy diferentes dentro de la comunidad catalana. La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, lleva a cabo transformaciones que el gobierno de la Generalitat es incapaz de hacer. Mientras tanto, dos líderes irresponsables compiten para precipitarse hacia el desastre.
El futuro está en otra parte: ni Rajoy es España ni Puigdemont es Cataluña.
[C1]Este no es propiamente el origen del problema, aunque sí tiene que
ver.