José Manuel Vidal
www.reflexionyliberacion.cl
/ 091017
Francisco sabe
que el éxito de su primavera eclesial depende, en gran parte, de los
sacerdotes, los clérigos que están directamente en contacto con el ‘pueblo de
Dios’. De ahí que aproveche todas las ocasiones que se le presentan para
ponerlos en actitud de ‘combate’, reafirmar la necesidad “determinante” de su
formación”, evitar el clericalismo y promover una espiritualidad sacerdotal sin
“el rumor de las ambiciones humanas” y con “el silencio de la oración”.
“La renovación de
la fe y el futuro de las vocaciones es posible solo si tenemos sacerdotes
bien formados“, afirmó el Pontífice durante un encuentro con participantes del
Congreso Internacional sobre la Ratio
Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, un documento reciente sobre la
formación sacerdotal.
El documento fue promovido por la Congregación del
Clero, y en la cita de este sábado Francisco se abocó a explicar cómo tiene que
ser un buen sacerdote.
“La formación
sacerdotal depende en primer lugar de la acción de Dios en nuestra vida y no de
nuestras actividades. Es una obra que requiere la valentía de dejarnos plasmar por
el Señor, para que transforme nuestro corazón y nuestra vida”.
Y luego recalcó
que, por tanto, la formación “no se resuelve con cualquiera actualización
cultural o cualquier iniciativa esporádica local” sino que “es Dios el
artesano paciente y misericordioso de nuestra formación sacerdotal” y
“este trabajo dura para toda la vida”.
“Cuando nos
despegamos de nuestras comodidades, de las durezas de nuestros esquemas y de la
presunción de haber llegado ya, y tenemos la valentía de ponernos en la
presencia del Señor, Él puede retomar su trabajo en nosotros, nos plasma y nos
transforma”.
Y luego denunció
que si uno no se deja “formar por el Señor” se convierte en “un sacerdote
apagado, que se deja arrastrar en el ministerio por inercia, sin entusiasmo por
el Evangelio ni pasión por el pueblo de Dios”.
Y al contrario,
planteó, aquél que “conserva en el tiempo el entusiasmo del corazón, acoge con
alegría la frescura del Evangelio, habla con palabras capaces de tocar la vida
de la gente; y sus manos, ungidas por el obispo en el día de la ordenación, son
capaces de ungir a su vez sus heridas, las esperas y las esperanzas del pueblo
de Dios”.
En la etapa de
formación sacerdotal, el Papa recomendó abandonar “el rumor de las
ambiciones humanas” y preferir “el silencio de la oración”. “Más que la
confianza en las propias obras, sabrá abandonarse en las manos del Señor y en
su providente creatividad; más que de esquemas preconstituidos, se dejará guiar
por una inquietud del corazón”, indicó a los asistentes.
“Más que la
soledad, buscará la amistad con los hermanos en el sacerdocio y con la propia
gente, sabiendo que su vocación nace de un encuentro de amor. El de Jesús y el
del pueblo de Dios”, amplió en directa recomendación al proceso de formación de
un sacerdote.
A los obispos y formadores les planteó que si no
colaboran con la obra de Dios “no habrá sacerdotes bien formados” y recordó el
valor de un buen “discernimiento como instrumento privilegiado”.
“La Iglesia
necesita sacerdotes capaces de anunciar el Evangelio con entusiasmo y
sabiduría, de encender la esperanza allá donde las cenizas han cubierto los
brazos de la vida, y de generar la fe en los desiertos de la historia”.
Y demandó no
olvidarse del pueblo, de la gente y ser cercanos a ellos. “Qué sacerdote deseo
ser”, invitó a preguntarse. Y les planteó las posibilidades con marcada
retórica: “un sacerdote de salón, uno tranquilo y con todo en orden, o un
discípulo misionero al cual le arde el corazón por el Maestro y por el pueblo
de Dios”.
E insistió con la marcada dicotomía: Un sacerdote
“tibio que prefiere el vivir tranquilo, o un profeta que despierta en el
corazón del hombre el deseo de Dios”.