José María
Castillo Sánchez
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/ 260917
Frontera es la
línea que separa y divide una nación de otra, un país de otro y, con
frecuencia, también una cultura de otra. Por eso, las fronteras nos separan,
quizá nos dividen y con frecuencia nos alejan a unos de otros. De ahí que,
tantas veces, las fronteras nos enfrentan a los unos con los otros. Es
inevitable.
Me dirán que estoy
exagerando lo negativo. Es posible. Pero nadie me puede negar que la historia
está repleta de peripecias y desgracias relacionadas con lo que acabo de
apuntar.
Dicho esto, por
formación (o deformación) profesional, cuando veo un problema o una situación,
como la que estamos viviendo ahora mismo, en España, en Europa y en el mundo,
echo mano del Evangelio y me pregunto: ¿me
enseña Jesús de Nazaret algo que me sirva para orientarme en lo que está
pasando?
Jesús dio señales
de nacionalista. Cuando envió a sus apóstoles a anunciar la llegada del reino
de Dios, lo primero que les dijo es que no fueran a los paganos, ni a ciudades
de samaritanos (Mt 10, 5, par). Y a la mujer cananea, que le pedía la salud
para su hija enferma, le dijo que él había venido sólo para las ovejas
descarriadas de Israel (Mt 15, 24 par). Los estudiosos de estos relatos les
buscan explicaciones a estos episodios extraños. Porque, entre otras cosas,
sabemos de sobra que Jesús apreció en extremo a los samaritanos (Lc 9, 51-56;
10, 30-35; 17, 11-19; Jn 4). Y es que, según parece, en la mentalidad de Jesús,
las "ovejas descarriadas" estaban precisamente en su pueblo, en
Israel. De ahí, su insistencia en que los apóstoles atendieran, ante todo, a
quienes vivían extraviados y perdidos. Lo de Jesús, no era una mentalidad
nacionalista. Nada de eso. Era una mentalidad humanitaria.
Por eso, llama la
atención que la primera vez que, según el evangelio de Lucas, Jesús fue a su
pueblo (Nazaret), le pidieron que hiciera la lectura en la sinagoga. Y no se le
ocurrió otra cosa que, al leer un texto del profeta Isaías (61, 1-2), hizo
mención sólo del "año de la gracia" y se saltó lo del "día del
desquite". Lo que produjo el enfrentamiento (según la traducción más
correcta. J. Jeremias) de la gente (Lc 4, 22). Y lo peor fue que, en vez de
tranquilizar a sus conciudadanos, les vino a decir que Dios prefiere a los
extranjeros (una viuda de Sarepta y un político de Siria) (Lc 4, 24-27), antes
que a los vecinos de Nazaret. Esto puso furiosa a la gente y no lo despeñaron
por un tajo, de verdadero milagro (Lc 4, 28-30). Jesús odiaba las fronteras
hasta el punto de jugarse la vida, por dejar claro que no soporta fronteras que
nos separan y nos dividen.
Pero no es esto lo
más llamativo. Una de las cosas que más sorprenden, en los evangelios, es que
los tres elogios más notables, que hizo Jesús sobre la fe, no se los hizo ni a
sus apóstoles, ni a sus compatriotas, ni a sus amigos. Se los hizo: a un
centurión romano (Mt 8, 10 par), a una mujer cananea (Mt 15, 28 par) y a un
leproso samaritano, que vino a dar las gracias a Jesús, frente a los nueve
leprosos judíos que se dieron por satisfechos con el cumplimiento de "su
ley" (Lc 17, 11-19).
Jesús, al morir,
"entregó el espíritu" (Jn 19, 30). ¿Se fue de esta vida? Eso, por
supuesto. Pero algo mucho más profundo: "entregó"
("paradídomi") el "Espíritu". Para el IV evangelio, Pascua,
Ascensión, Pentecostés, todo aconteció en aquel instante (H. U. Weidemann). Y
desde aquel instante, que cambió la historia, se acabó el mito de la torre de
Babel, las muchas lenguas, las divisiones e incapacidades para entendernos y
convivir unidos y en paz. Es la cumbre del Evangelio.
Y si es que lo de
Dios sirve para algo, ¿de qué nos sirve a nosotros, si cada día que pasa, se
nos hace más insoportable convivir unidos? ¿Es que España o Catalunya son más
importantes que el Evangelio de Jesús? Por lo que estamos viendo, para muchos
cristianos y no pocos curas, así es. O ésa es la impresión que dan.