Por: Atilio A.
Boron
www.rebelion.org/090115
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El atentado terrorista perpetrado en las oficinas de Charlie Hebdo debe
ser condenado sin atenuantes. Es un acto brutal, criminal, que no tiene
justificación alguna. Es la expresión contemporánea de un fanatismo
religioso que -desde tiempos inmemoriales y en casi todas las religiones
conocidas- ha plagado a la humanidad con muertes y sufrimientos indecibles. La
barbarie perpetrada en París concitó el repudio universal. Pero parafraseando a
un enorme intelectual judío del siglo XVII, Baruch Spinoza, ante tragedias como
esta no basta con llorar, es preciso comprender. ¿Cómo dar cuenta de lo sucedido?
La respuesta no
puede ser simple porque son múltiples los factores que se amalgamaron para
producir tan infame masacre. Descartemos de antemano la hipótesis de que fue la
obra de un comando de fanáticos que, en un inexplicable rapto de locura
religiosa, decidió aplicar un escarmiento ejemplar a un semanario que se
permitía criticar ciertas manifestaciones del Islam y también de otras
confesiones religiosas. Que son fanáticos no cabe ninguna duda. Creyentes
ultraortodoxos abundan en muchas partes, sobre todo en Estados Unidos e Israel.
Pero, ¿cómo llegaron
los de París al extremo de cometer un acto tan execrable y cobarde como el que
estamos comentando? Se impone distinguir los elementos que actuaron como
precipitantes o desencadenantes –por ejemplo, las caricaturas publicadas por el
Charlie Hebdo, blasfemas para la fe del Islam- de las causas estructurales o de
larga duración que se encuentran en la base de una conducta tan aberrante. En
otras palabras, es preciso ir más allá
del acontecimiento, por doloroso que sea, y bucear en sus determinantes más
profundos.
A partir de esta
premisa metodológica hay un factor que merece especial consideración. Nuestra hipótesis es que lo sucedido es un
lúgubre síntoma de lo que ha sido la política de Estados Unidos y sus aliados
en Medio Oriente desde fines de la Segunda Guerra Mundial. Es el resultado
paradojal –pero previsible, para quienes están atentos al movimiento dialéctico
de la historia- del apoyo que la Casa Blanca le brindó al radicalismo islámico
desde el momento en que, producida la
invasión soviética a Afganistán en Diciembre de 1979, la CIA determinó que la
mejor manera de repelerla era combinar la guerra de guerrillas librada por los mujaidines
con la estigmatización de la Unión Soviética por su ateísmo, convirtiéndola
así en una sacrílega excrecencia que debía ser eliminada de la faz de la
tierra.
En términos
concretos esto se tradujo en un apoyo militar, político y económico a los supuestos
“combatientes por la libertad” y en la exaltación del fundamentalismo islamista
del talibán que, entre otras cosas, veía la incorporación de las niñas a las
escuelas afganas dispuesta por el gobierno prosoviético de Kabul como una
intolerable apostasía.
Al Qaeda y Osama bin Laden son hijos de esta política. En esos
aciagos años de Reagan, Thatcher y Juan Pablo II, la CIA era dirigida por William Casey, un católico ultramontano,
caballero de la Orden de Malta cuyo celo religioso y su visceral anticomunismo
le hicieron creer que, aparte de las armas, el fomento de la religiosidad
popular en Afganistán sería lo que acabaría con el sacrílego “imperio del mal”
que desde Moscú extendía sus tentáculos sobre el Asia Central. Y la política seguida por Washington fue esa:
potenciar el fervor islamista, sin medir sus predecibles consecuencias a
mediano plazo.
Horrorizado por la
monstruosidad del genio que se le escapó de la botella y produjo los confusos
atentados del 11 de Septiembre (confusos porque las dudas acerca de la autoría
del hecho son muchas más que las certidumbres) Washington proclamó una nueva
doctrina de seguridad nacional: la “guerra infinita” o la “guerra contra el
terrorismo”, que convirtió a las tres cuartas partes de la humanidad en una tenebrosa
conspiración de terroristas (o cómplices de ellos) enloquecidos por su afán de
destruir a Estados Unidos y el “modo americano de vida” y estimuló el
surgimiento de una corriente mundial de la “islamofobia”.
Tan vaga y laxa ha sido la definición oficial del terrorismo que en la
práctica este y el Islam pasaron a ser sinónimos, y el sayo le cabe
a quienquiera que sea un crítico del imperialismo norteamericano. Para calmar a
la opinión pública, aterrorizada ante los atentados, los asesores de la Casa
Blanca recurrieron al viejo método de buscar un chivo expiatorio, alguien a
quien culpar, como a Lee Oswald, el inverosímil asesino de John F. Kennedy.
George W. Bush lo
encontró en la figura de un antiguo aliado, Saddam Hussein, que había sido
encumbrado a la jefatura del estado en Irak para guerrear contra Irán luego del
triunfo de la Revolución Islámica en 1979, privando a la Casa Blanca de uno de
sus más valiosos peones regionales.
Hussein, como
Gadaffi años después, pensó que habiendo prestado sus servicios al imperio
tendría las manos libres para actuar a voluntad en su entorno geográfico
inmediato. Se equivocó al creer que Washington lo recompensaría tolerando la
anexión de Kuwait a Irak, ignorando que tal cosa era inaceptable en función de
los proyectos estadounidenses en la región. El castigo fue brutal: la primera
Guerra del Golfo (agosto 1990-febrero 1991), un bloqueo de más de diez años que
aniquiló a más de un millón de personas (la mayoría niños) y un país
destrozado.
Contando con la complicidad
de la dirigencia política y la prensa “libre, objetiva e independiente” dentro
y fuera de Estados Unidos la Casa Blanca montó una patraña ridícula e increíble
por la cual se acusaba a Hussein de poseer armas de destrucción masiva y de
haber forjado una alianza con su archienemigo, Osama bin Laden, para atacar a
los Estados Unidos. Ni tenía esas armas, cosa que era archisabida; ni podía
aliarse con un fanático sunita como el jefe de Al Qaeda, siendo él un ecléctico
en cuestiones religiosas y jefe de un estado laico.
Impertérrito ante
estas realidades, en marzo del 2003 George W. Bush dio inicio a la campaña
militar para escarmentar a Hussein: invade el país, destruye sus fabulosos
tesoros culturales y lo poco que quedaba en pie luego de años de bloqueo,
depone a sus autoridades, monta un simulacro de juicio donde a Hussein lo
sentencian a la pena capital y muere en la horca.
Pero la ocupación
norteamericana, que dura ocho años, no logra estabilizar económica y
políticamente al país, acosada por la tenaz resistencia de los patriotas
iraquíes. Cuando las tropas de Estados Unidos se retiran se comprueba su
humillante derrota: el gobierno queda en manos de los chiítas, aliados del
enemigo público número uno de Washington en la región, Irán, e irreconciliablemente
enfrentados con la otra principal rama del Islam, los sunitas.
A los efectos de
disimular el fracaso de la guerra y debilitar a una Bagdad si no enemiga por lo
menos inamistosa -y, de paso, controlar el avispero iraquí- la Casa Blanca no
tuvo mejor idea que replicar la política seguida en Afganistán en los años
ochentas: fomentar el fundamentalismo sunita y atizar la hoguera de los
clivajes religiosos y las guerras sectarias dentro del turbulento mundo del
Islam. Para ello contó con la activa colaboración de las reaccionarias
monarquías del Golfo, y muy especialmente de la troglodita teocracia de Arabia
Saudita, enemiga mortal de los chiítas y, por lo tanto, de Irán, Siria y de los
gobernantes chiítas de Irak.
Claro está que el
objetivo global de la política estadounidense y, por extensión, de sus clientes
europeos, no se limita tan sólo a Irak o Siria. Es de más largo aliento pues
procura concretar el rediseño del mapa de Medio Oriente mediante la
desmembración de los países artificialmente creados por las potencias
triunfantes luego de las dos guerras mundiales.
La balcanización de
la región dejaría un archipiélago de sectas, milicias, tribus y clanes que, por
su desunión y rivalidades mutuas no podrían ofrecer resistencia alguna al
principal designio del “humanitario” Occidente: apoderarse de las riquezas
petroleras de la región.
El caso de Libia
luego de la destrucción del régimen de Gadaffi lo prueba con elocuencia y
anticipó la fragmentación territorial en curso en Siria e Irak, para nombrar
los casos más importantes. Ese es el
verdadero, casi único, objetivo: desmembrar a los países y quedarse con el
petróleo de Medio Oriente. ¿Promoción de la democracia, los derechos
humanos, la libertad, la tolerancia? Esos son cuentos de niños, o para consumo
de los espíritus neocolonizados y de la prensa títere del imperio para
disimular lo inconfesable: el saqueo petrolero.
El resto es historia
conocida: reclutados, armados y apoyados diplomática y financieramente por
Estados Unidos y sus aliados, a poco andar los fundamentalistas sunitas
exaltados como “combatientes por la libertad” y utilizados como fuerzas
mercenarias para desestabilizar a Siria hicieron lo que en su tiempo Maquiavelo
profetizó que harían todos los mercenarios: independizarse de sus mandantes,
como antes lo hicieran Al Qaeda y bin Laden, y dar vida a un proyecto propio:
el Estado Islámico.
Llevados a Siria para montar desde afuera una infame “guerra civil”
urdida desde Washington para producir el anhelado “cambio de régimen” en ese
país, los fanáticos terminaron ocupando parte del territorio sirio, se
apropiaron de un sector de Irak, pusieron en funcionamiento los campos
petroleros de esa zona y en connivencia con las multinacionales del sector y
los bancos occidentales se dedican a vender el petróleo robado a precio
vil y convertirse en la guerrilla más adinerada del planeta, con ingresos
estimados de 2.000 millones de dólares anuales para financiar sus crímenes en
cualquier país del mundo.
Para dar muestras de
su fervor religioso las milicias jihadistas degüellan, decapitan y asesinan
infieles a diestra y siniestra, no importa si musulmanes de otra secta,
cristianos, judíos o agnósticos, árabes o no, todo en abierta profanación de
los valores del Islam.
Al haber avivado las
llamas del sectarismo religioso era cuestión de tiempo que la violencia
desatada por esa estúpida y criminal política de Occidente tocara las puertas
de Europa o Estados Unidos. Ahora fue en París, pero ya antes Madrid y Londres
habían cosechado de manos de los ardientes islamistas lo que sus propios
gobernantes habían sembrado inescrupulosamente.
De lo anterior se
desprende con claridad cuál es la génesis oculta de la tragedia del Charlie
Hebdo. Quienes fogonearon el radicalismo sectario mal podrían ahora
sorprenderse y mucho menos proclamar su falta de responsabilidad por lo
ocurrido, como si el asesinato de los periodistas parisinos no tuviera relación
alguna con sus políticas. Sus pupilos de antaño responden con las armas y los
argumentos que les fueron inescrupulosamente cedidos desde los años de Reagan
hasta hoy. Más tarde, los horrores perpetrados durante la ocupación
norteamericana en Irak los endurecieron e inflamaron su celo religioso.
Otro tanto ocurrió
con las diversas formas de “terrorismo de estado” que las democracias
capitalistas practicaron, o condonaron, en el mundo árabe: las torturas,
vejaciones y humillaciones cometidas en Abu Ghraib, Guantánamo y las cárceles
secretas de la CIA; las matanzas consumadas en Libia y en Egipto; el indiscriminado
asesinato que a diario cometen los drones estadounidenses en Pakistán y
Afganistán, en donde sólo dos de cada cien víctimas alcanzadas por sus misiles
son terroristas; el “ejemplarizador” linchamiento de Gadaffi (cuya noticia
provocó la repugnante carcajada de Hillary Clinton); el interminable genocidio
al que son periódicamente sometidos los palestinos por Israel, con la anuencia
y la protección de Estados Unidos y los gobiernos europeos, crímenes, todos
estos, de lesa humanidad que sin embargo no conmueven la supuesta conciencia
democrática y humanista de Occidente.
Repetimos: nada,
absolutamente nada, justifica el crimen cometido contra el semanario parisino.
Pero como recomendaba Spinoza hay que comprender las causas que hicieron que
los jihadistas decidieran pagarle a Occidente con su misma sangrienta moneda.
Nos provoca náuseas tener que narrar tanta inmoralidad e hipocresía de parte de
los portavoces de gobiernos supuestamente democráticos que no son otra cosa que
sórdidas plutocracias.
Hubo quienes, en
Estados Unidos y Europa, condenaron lo ocurrido con los colegas de Charlie
Hebdo por ser, además, un atentado a la libertad de expresión. Efectivamente,
una masacre como esa lo es, y en grado sumo. Pero carecen de autoridad moral quienes condenan lo ocurrido en París y nada
dicen acerca de la absoluta falta de libertad de expresión en Arabia Saudita,
en donde la prensa, la radio, la televisión, la Internet y cualquier medio de
comunicación está sometido a una durísima censura.
Hipocresía descarada también de quienes ahora se rasgan las vestiduras
pero no hicieron absolutamente nada para detener el genocidio perpetrado por
Israel hace pocos meses en Gaza. Claro, Israel es uno de los nuestros, dirán
entre sí y, además, dos mil palestinos, varios centenares de ellos niños, no
valen lo mismo que la vida de doce franceses. La cara oculta de la hipocresía es el más desenfrenado racismo.