Aniversario
34 de la Revolución:
34
años de olvido culpable, 23 de interesada memoria
“Yo no considero a nuestra memoria como algo
que retiene una cosa por mero azar y pierde otra por casualidad, sino como una
fuerza que ordena a sabiendas y excluye con juicio”. Esta
frase de Stefan Zweig en su libro “El mundo de ayer” zarandeó mi memoria y guió
mi pluma, al escribir en un nuevo aniversario de la Revolución.
José Luis Rocha
Tachando en rojo el 25 de febrero de 1990, el día
de la primera derrota electoral del FSLN, señalándolo como parteaguas
histórico, la oposición de raíces sandinistas ha construido el mito de un
proceso de conversión satánica del FSLN, desde un pasado beatífico hasta un
presente colmado de perversidad y encono. Algunos trazan la línea divisoria el
19 de julio de 1979: ¡el poder absoluto los corrompió absolutamente! Otros
eligen fechas menos sonoras.
Todos coinciden en que hubo
un punto de inflexión a partir del cual la mística empezó a disiparse y el FSLN
pasó a estar más poseído por “el dios de la furia” -y los ángeles de la
codicia- que por “el demonio de la ternura”. Los cuatro altos dirigentes sandinistas que
hicieron de las memorias de su vida una remembranza de la revolución -Fernando
y Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez y Gioconda Belli- han contribuido a
apuntalar este mito. No incluyo aquí las también interesantes memorias de Hugo
Torres, que se limitan a la etapa previa al triunfo revolucionario.
Tres exigencias ante el
mito que construimos
El mito de un antes y un
después radicalmente opuestos en el FSLN emprende una suerte de maniqueísmo
auto-exculpatorio que falsea el sentido de lo que sucedió, no ayuda a dar
sentido a lo que sucede ni logrará procesar adecuadamente nuestra
responsabilidad histórica. Es
decir, no cumple con la finalidad de los
mitos: reconciliar los polos para mitigar nuestra angustia. Es un mito fallido contra el que se
levantan tres exigencias.
La primera y más urgente: rescatar
la experiencia de las víctimas de las masacres, del hambre por las malas
políticas, de la represión, de las confiscaciones abusivas, del control y el
espionaje de la Seguridad del Estado, de las extorsiones de los poderosos, etc.
El historiador alemán Reinhardt Koselleck encuentra muy pertinente el vínculo
historia-derecho y las metáforas que la expresan porque en historia deben
ser interrogados los mejores testigos, sus testimonios deben ser contrastados,
también debe oírse a la parte contraria para obtener un fiel conocimiento de
los hechos.
Prestar oído a esa “parte contraria” fue algo que,
quienes fundamentalmente simpatizamos o colaboramos con la Revolución, hicimos
poco, de mala gana y con un a priori que las descalificaba y concedía
sobreseimiento definitivo a los dirigentes sandinistas.
Segunda exigencia: reconocer que
hubo y hay otra Nicaragua -dentro y fuera del sandinismo- que ahora “lee” o
“relee” la Revolución -en parte o enteramente- como tragedia. Contra la
perspectiva posmoderna de múltiples interpretaciones de validez semejante,
propongo buscar una lectura que reconozca las luces y sombras de los procesos,
organizaciones y personajes.
Deberíamos apuntar hacia
una perspectiva que incorpore en un todo consistente los diversos puntos de
vista. Aunque no sea posible ni
deseable una sola narración, sería terrible que las futuras generaciones
estudiaran la historia de Nicaragua en textos escritos de espaldas a la
Revolución, o que sólo contengan elogios o diatribas al FSLN. El saldo a la
fecha es una yuxtaposición de narrativas que se dividen en la Revolución como
“la noche oscura” o como “el amanecer que dejó de ser una tentación”.
La solución actual de crear una escisión histórica -el FSLN bueno de antes y el
FSLN malo de ahora- no hace justicia a quienes vivieron los años 80 como drama
horrendo y crea una falsa conciencia que encubre los engranajes de los
poderosos para abusar desde la impunidad.
Tarea del momento: releer,
rescatar la memoria de las víctimas. No para producir una verdad absoluta y sí para
eliminar -hasta donde sea posible- la falsa conciencia, en espera de nuevas
lecturas, esclarecimientos y atalayas del conocimiento que permitan una visión
con perspectivas más panorámicas.
¿Qué abusos conoció y cómo
los justificó?
Nuestra época no tiene dudas de que la historia
universal debe ser reescrita de cuando en cuando, escribió Goethe sintetizando
la aspiración historiográfica de modificar todo pasado desde la perspectiva de
cada presente, beneficiándose de la distancia ganada y los conocimientos
adquiridos.
En 1953 le preguntaron al primer ministro chino
Zhou Enlai qué pensaba de la revolución francesa. Respondió tajante: “Todavía es muy pronto para decirlo”.
Mucho más prematuro es lanzar juicios sobre la Revolución sandinista y sus
protagonistas. Pero no lo es para lanzar el reto, acopiar información y
denunciar los sesgos interesados y los monumentales silencios de las
narraciones actuales.
La tercera exigencia que tenemos
pendiente proviene de la necesidad de interpretar mejor lo que nos está
sucediendo en Nicaragua. Si no esclarecemos los mecanismos de dominación que
ayer operaban mediante la introyección de varios discursos generadores de
justificación de lo injustificable, no entenderemos el arrastre que el FSLN
sigue ejerciendo y cómo se crea el vacío moral en el que sus abusos se
expanden.
Para tantear un terreno tan pantanoso, lancé dos preguntas -sobre todo, aunque
no exclusivamente- a ex-funcionarios del gobierno sandinista y a miembros “de
la base”, esa cantera sin la cual la maza no es más que un amasijo de cuerdas y
tendones. Pregunté qué abusos conoció en los 80 y cómo los justificó.
Entre el mutismo de muchos, las reservas de algunos y la generosa franqueza de
otros, tropecé con dos objeciones. La primera converge en esta pregunta: ¿Para
qué revolver la podredumbre y propugnar una exhibición de lo que todos ya
sabemos? Estoy de acuerdo: Nada más ocioso que demostrar que los dirigentes del
FSLN eran tan -o incluso más- pérfidos en los años 80 que en la actualidad.
Pero no se trata de volver la vista a un siempre incompleto catálogo de sus
abusos para quedar atónitos ante el abismo de podredumbre, sino para
preguntarnos: ¿Qué nos hizo otorgarles
patente de corso a una vanguardia cuya dirigencia desde siempre dio muestras de
poca o nula solvencia moral? Hay que desentrañar lo que Jacob Burckhardt
identificó como la extraña dispensa de las leyes morales habituales que
la conciencia otorga a las grandes personalidades. En este sentido, importan
los abusos, pero importan más nuestras justificaciones. En ellas reside la
clave de los mecanismos de la dominación.
El carácter excepcional de
las revoluciones
Un segundo grupo de objetores a quienes pregunté
dijo al unísono: Tu planteamiento es interesante… pero este tema debe recibir
otro tratamiento… pero ese enfoque no es adecuado… pero habría que estudiar el
contexto en que sucedieron los abusos… pero las revoluciones son siempre
procesos convulsos. Este conjunto de “peros” apunta a que una revolución es un
estado excepcional que suspende las garantías y, por ende, las
responsabilidades que se consideran indiscutibles en tiempo ordinario.
Esta posición remite a la escisión elemental que la
fenomenología de las religiones establece entre el tiempo profano y el tiempo
sagrado. Mircea Eliade dice que una piedra sagrada sigue siendo una piedra;
aparentemente (con más exactitud: desde un punto de vista profano) nada la
distingue de las demás piedras. Para quienes aquella piedra se revela como
sagrada, su realidad inmediata se transmuta, por el contrario, en realidad
sobrenatural. Y ello se debe a que “para el “primitivo” un acto tal no es nunca
simplemente fisiológico; es, o puede llegar a serlo, un “sacramento”, una
comunión con lo sagrado. El lector se dará cuenta en seguida de que lo sagrado
y lo profano constituyen dos modalidades de estar en el mundo, dos situaciones
existenciales asumidas por el hombre a lo largo de su historia”.
La revolución sería así un tiempo sagrado cuya cabal interpretación reclama
otros baremos. Quienes cuelgan una etiqueta especial sobre la década de los 80
tienen razón en parte: hubo una lógica especial y unas corrientes ideológicas
que distinguen esa etapa de otras. La Revolución sólo es concebible e
inteligible en el marco de cierto Zeitgeist, de un determinado espíritu
de la época. Pero esa delimitación ideológica no implica una suspensión
especial que obligue a una exculpación de lo fáctico, donde acciones, leyes,
decretos, políticas y conflictos aparezcan como los únicos concebibles y
portadores en sí mismos de las únicas interpretaciones posibles.
Todo pasado está condenado a ser reescrito a la luz -y a las tinieblas- de cada
nuevo presente. Será sometido a los parámetros de cada nuevo Zeitgeist. Y
esto supone un sometimiento a requerimientos morales de las concepciones
históricas del momento, lo cual supone preguntarse por las encrucijadas del
pasado desde la privilegiada atalaya de quienes disfrutan la ventaja de conocer
el final -aparente- de un episodio de la historia.
¿Los eximimos a ellos de
responsabilidad? ¿Nos eximimos nosotros?
Si todo acontecimiento histórico o acción política
los atribuimos a la fuerza compulsiva del proceso social, no habría nunca lugar
para la responsabilidad personal. La Revolución fue un proceso de complejidad enorme.
De acuerdo. ¿Y no lo son otros momentos? ¿No lo es cuanto hoy vivimos? Tomemos
el caso de la transición del gobierno sandinista al gobierno de doña Violeta
Barrios. Fue una verdadera revolución de las oportunidades para que la vieja y
la nueva élite se repartieran con la cuchara grande: indemnizaciones, dobles
indemnizaciones, privatizaciones a precios de ganga…
¿Se vale decir que esa pandilla de ladrones no puede ser considerada como tal y
tampoco denunciada debido a la complejidad del proceso de transición?
Apliquemos en su descargo la misma lógica que exime de responsabilidad durante
las revoluciones: la transición de una economía planificada a una de mercado,
que desencadena “forzosamente” una acumulación originaria de capitales, el
salto hacia un nuevo sistema lleno de incertidumbres, los fondos de ayuda
externa vertidos a cantaradas…
Demasiadas compulsiones hacia el lucro fácil en una
economía necesitada de nuevos pulmones económicos situados en el sector
privado. En fin, una serie de condicionantes que a ningún jurista en su sano
juicio se le ocurriría esgrimir como circunstancias atenuantes que invitaban al
lucro fácil.
El problema es que a la Revolución se le concede un estatus sacro y una
temporalidad especial que sólo tienen sentido dentro de cierta visión religiosa
de la política, planteamiento que no tiene un ápice de consistencia y que sólo
sirve para eximir de responsabilidades individuales, un intento por lo demás
vano, al menos desde que Karl Jaspers acuñara el concepto de “culpa política” y
después de las punzantes reflexiones de Hannah Arendt sobre la responsabilidad
personal en regímenes que moldean agresivamente conciencias para producir
ciertas conductas.
La evasión de la responsabilidad
personal se parapeta tras la complejidad o “amoralidad” de un proceso. Pero
mi indagación no se refiere a la Revolución, proceso complejo hasta embarullar
y rutilante hasta obnubilar. Indudablemente -por más que sea ya manido decirlo
en un somero balance- fue la peor y la mejor de las épocas, la más luminosa y
la más sombría de forma simultánea. La Revolución fue un proceso jalonado por
fuerzas contradictorias, y no sólo “una escuelita toda llena de lápices y
papeles”, como cantó uno de sus trovadores y muchos hubiéramos querido o creído
que fue.
No se sienta en el banquillo de los acusados a una época. No se juzga el
talante ético de un período histórico. Pero sobre la calidad moral de muchos
actos de militantes del FSLN no existe complejidad, embrollo ni rutilancia,
salvo la que de forma interesada fabriquemos para eximirnos de nuestra
responsabilidad ante la historia. Los
dirigentes sandinistas son sujetos de responsabilidad jurídica y moral. No lo
son las revoluciones ni cualquier otro proceso histórico.
“Nunca confíes en la
memoria”
Esta indagación busca ser una brevísima relectura
de algunos aspectos de una revolución que, siendo un proceso complejo, junto a
la mística heroica de algunos, los ideales de otros, el revanchismo de los
resentidos, las luchas de los conscientes, también incluye una revolución de
las oportunidades donde un grupo logra colocarse en la cúspide apropiándose de
la patente de corso extendida a la Revolución.
Y es que la visión que “reconcilie” en un fresco único los puntos de vista
disonantes sobre la Revolución -superando las narrativas yuxtapuestas o
contrapuestas- puede emanar de una perspectiva que rescate la complejidad del
proceso y lo relate como conducido por grupos dominantes que se sirven con la
cuchara grande, ante el silencio, la resistencia muda o la oposición de los
dominados, que pueden formar parte, procurar neutralidad u oponerse al
movimiento que lidera la Revolución, según se les abran o cierren oportunidades
de ascenso social en razón de las políticas, la configuración de la estructura
económica y los abusos sistemáticos u ocasionales.
Para quienes simpatizamos y colaboramos con la Revolución, penetrar en esos
meandros exige ver de frente los abusos y sus justificaciones. Demanda la
suspicacia ante la memoria de uno de los personajes de Luis Sepúlveda en “La
sombra de lo que fuimos”: Nunca confíes en la memoria, pues siempre está de
parte nuestra; adorna lo atroz, dulcifica lo amargo, pone luz donde sólo hubo
sombras. La memoria siempre tiende a la
ficción”.
La masacre de los miskitos:
el fin justifica los miedos
Más que dulcificado y adornado, lo más amargo
permaneció invisible para la mayor parte de las bases sandinistas: nada tan
atroz como las masacres y otros abusos contra las comunidades del pueblo
miskito.
Haciendo eco a un informe del Catholic Institute
por International Relations (CIIR) de Londres titulado “Right to Survive-Human
Rights in Nicaragua”, publicado a mediados de 1987, Envío registró que “en diciembre de 1981 un grupo de 17 mískitos
civiles fueron ametrallados en Leimus, Zelaya Norte, aparentemente como
represalia por un ataque contra un destacamento del ejército en el que murieron
varios soldados sandinistas”. Un segundo caso mencionado fue “el de 69 miskitos civiles detenidos por
fuerzas de la seguridad del ejército sandinista en la zona de Puerto Cabezas,
entre julio y septiembre de 1982, alegándose que después fueron ejecutados por
sus captores”.
Envío consignó los hechos narrados en el informe y añadió una suerte de
justificación del estado de emergencia en cuyo seno había tenido lugar la
masacre: “Porque un estado de emergencia
suspende importantes derechos humanos, el único argumento válido que puede
haber para declarar el estado de emergencia es que éste asegure la
sobrevivencia de la sociedad, y en este sentido, que defienda los derechos
humanos. Esto tiene que demostrarse en la práctica. El alegato de un gobierno
que declara el estado de emergencia adquiere muchísima más fuerza si puede
demostrar que su legitimidad se debe a unas elecciones auténticas llevadas a
cabo correctamente. Éste es el caso de Nicaragua”.
Este otro comentario estaba relacionado con el caso de los miskitos: “El estado de emergencia impuesto en Zelaya
norte en diciembre de 1981 fue la respuesta a una serie de ataques llevados a
cabo desde Honduras por la guerrilla anti-gubernamental de los miskitos aliados
a la FDN”. En este caso, Envío reprodujo, sin matices, la visión oficial
que el gobierno estaba difundiendo: los miskitos como etnia masivamente
vinculada a la contrarrevolución.
Ésta fue la misma explicación que obtuve en el testimonio de un miembro de las
tropas especiales Pablo Úbeda, participante en los operativos de represión a
los miskitos, que respondió a mis dos preguntas. “Los miskitos no colaboraron con el Frente Sandinista. Colaboró uno o
dos, como mucho, cosa que contrasta con lo que pasó con la contrarrevolución,
pues no hubo miskito que no estuviera en contra del Frente. Primero porque a
los del Pacífico los consideraban españoles y no parte de su raza, y segundo
porque suponían que con el tipo de gobierno sandinista les iban a quitar sus
tierras y hasta sus costumbres”.
“No hubo miskito que no
fuera nuestro enemigo”
La reacción de las tropas era implacable,
eliminando el agua miskita donde se movían los peces contrarrevolucionarios.
Relata este testigo: “Hubo dos misiones
importantes: la “Navidad Roja” y la “Salida sin Retorno”, donde la Contra atacó
con todo el güevo, con armas sofisticadas. El ejército junto con las tropas
nuestras respondió con todo tipo de artillería, con obuses, katiuskas y fuerza
aérea. Fue una guerra de grandes magnitudes, de mucho cansancio y pérdidas
humanas de ambos bandos. Hubo momentos en que la Contra casi ya nos tenía
asediados y el Frente utilizó una estrategia de ubicar a las familias
campesinas que eran parte de los colaboradores de la Contra para concentrarlos
en lugares donde estuviera el ejército controlándolos, como Wasminona,
Truslaya, Sumubila, Columbus, Sahsa y otros que estaban entre Las Minas y
Puerto Cabezas”.
“Como la Contra financiaba a los
campesinos miskitos para que sembraran arroz y frijoles -por ejemplo, en la
zona de Kiawa había un sector donde los campesinos tenían hasta 200 sacos de
arroz y frijoles-, las tropas nuestras tenían la orden de echarlo todo al río
para perderlo. El resto -cerdos,
gallinas, caballos o ganados- se les quitaba, pues eran gente que sostenía a la
Contra. Algunos regresaban escondidos a sus lugares de origen. Entonces, para
que no tuvieran dónde estar, se les quemaban las casas”.
“La gente de Kiawa fueron trasladados al
asentamiento de Columbus. Recuerdo que había un montón de cipotitos y todos
fueron montados en helicópteros. Las mamás se orinaban y se desmayaban, pues
antes de ser evacuadas ellas se llevaban a los niños. Una vez, persiguiendo a
los contras, pasamos por una casa donde estaba un viejito y le preguntamos ¿Y
su hijo? y él temblando con un bastón dijo: ‘No sé dónde está, se fue con la
Contra ese tal por cual’, y uno del ejército lo rafagueó. En ese mismo lugar
estaba una señora embarazada bastante joven. Se le hizo la misma pregunta y se
negó a responder. Entonces el mismo que rafagueó al viejito le metió un
bayonetazo en la barriga”.
“La Contra se
metía en los poblados o comunidades como La Tronquera, Coconwás, Waspam y otras
tantas comunidades en la refriega o más bien cuando se refugiaban en los
poblados. El ejército atacaba tratando de abatirlos. Centenares de personas
murieron en el fuego cruzado. Oí decir -porque yo no estuve en ese
enfrentamiento- que hubo una comunidad en que murieron más de cien personas y
donde habían quedado unos cuantos vivos. Entonces vino el ejército y mató a los
que habían quedado vivos, tratando de borrar cualquier evidencia. Esa gente fue
enterrada en zanjones. También oí decir que sancionaron al que andaba jefeando”.
“El derecho a poder vivir”
Sobre esta tragedia que en boca de un militar que
la presenció y protagonizó aparece de forma tan vívida, Envío (octubre 1987)
sentenció con un comentario penetrante, pero muy al uso de la época y,
definitivamente, de finalidad exculpatoria: “El mayor violador de los derechos humanos en Nicaragua no son los
sandinistas ni son los contras. Es el gobierno de Estados Unidos”.
“Barricada” y “El Nuevo Diario” callaban o
presentaban versiones oficiales de los hechos. Los inmensos silencios de éstos
y otros medios de comunicación generaron una nebulosa de opacidad propicia a la
continuidad de los atropellos. La versión de las víctimas miskitas masacradas o
desplazadas no tuvo espacio en esos medios. Los padecimientos de los hombres y
mujeres concretos no tenían cabida o se despachaban con una frase retórica que
depositaba, en el altar de la Revolución, cualquier tipo de víctima
propiciatoria, simpatizante o no.
Este desprecio por las tragedias personales lo formuló Franz Hinkelammert de
forma inmejorable cuando señaló que la sociedad occidental desprecia los
elementos simples de la vida humana -alimentación, vivienda, salud, diversión-
porque aspira a metas más importantes:
Habla siempre de un hombre tan infinitamente digno
que, en pos de él y de su libertad, el hombre concreto tiene que ser destruido.
Que el hombre conozca a Cristo, que salve su alma, que tenga libertad o
democracia, que construya el comunismo, son tales fines en nombre de los cuales
se han borrado los derechos más simples del hombre concreto. Desde la
perspectiva de estos pretendidos valores, estos derechos parecen simplemente
fines mediocres, metas materialistas en pugna con las altas ideas de la
sociedad. Evidentemente, no se trata de renunciar a ninguno de estos fines. De
lo que se trata es de arraigarlos en lo simple e inmediato, que es el derecho
de todos los hombres a poder vivir.
“Pensaron que como éramos
indios...”
La perspectiva de una muchacha miskita que me dio
su testimonio tiene otra tónica muy distinta de la subsunción de los abusos
cometidos entre los daños colaterales que el FSLN podía costearse y todos
debíamos permitirle:
“Viví en
carne propia el desplazamiento forzado de nuestra comunidad en Waspam. Yo
obviamente era pequeña y no comprendía entonces la intensidad de la violación.
Ahora como adulta lo comprendo como una violación hacia el pueblo miskito a
permanecer en su lugar de origen en nombre de la ‘seguridad personal’ y la
seguridad de la nación. Mi familia paterna quedó de los dos lados del río. A
los que quedaron en el lado norte, los acusaron de contras. Y los que se
quedaron del lado sur en Tasbapri, un asentamiento creado ad hoc, tuvieron que
hacer lo que el Frente decía. Ya te imaginás lo que eso significó para mi
abuela.
Mi padre, que tuvo que
adaptarse a trabajar para el gobierno sandinista, nunca estuvo satisfecho con
el tratamiento que recibió su pueblo. Trabajar en
Tasbapri entiendo que nunca fue de su total agrado. Tuvo que explicarle a su
gente por qué era necesario estar ahí, en un lugar muy diferente. Supongo que
el gobierno sandinista pensó que, como éramos indios, podían meternos en
cualquier parte de la selva”.
Los auto-llamados revolucionarios no vimos lo que teníamos ante nuestras
narices: un conflicto de dominador/dominados en una región donde, de acuerdo al
antropólogo estadounidense Philippe Bourgois, las divisiones étnicas coincidían
con una estructura de clases que situaba a miskitos, sumos y ramas en una
situación subalterna de casi apartheid.
El FSLN tomó partido en una dominación de siglos,
sentándose cómodamente en el trono de los ladinos dominantes. Y desde ahí
recetó ataques y reasentamientos. Desde sus mullidos sillones capitalinos, los
burócratas revolucionarios pergeñaron políticas para una realidad que desconocían
y sobre la que habían diseñado una ecuación simple que equiparaba indígenas a
enemigos de la revolución. La licencia para matar era el ipegüe no totalmente imprevisible.
El caso cisneros: todo vale
Las masacres a los mískitos fueron los abusos más
trágicos. Pero hubo otros sonoros episodios donde se machacó a hombres y
mujeres concretos.
El caso Cisneros es muy elocuente. El 14 de mayo de
1985, el comandante Lenín Cerna, entonces director de la Seguridad del Estado y
Viceministro del Interior, mandó a aprehender -con gran aparato de fuerza para
que se notara en todo el vecindario- a Sofonías Cisneros, Presidente de una
asociación de padres de familia de colegios cristianos. Se le acusaba de
despotricar contra los programas del Ministerio de Educación, que a su juicio
promovían un adoctrinamiento marxista-leninista y, según Tomás Borge reveló al
periodista de “The New York Times” Stephen Kinzer, de haber blasfemado contra
Carlos Fonseca Amador y Luis Alfonso Velázquez Flores llamando a uno mariguanero
y al otro vagabundo.
“Don Sofo”, un ingeniero civil, tenía a la sazón 60 años. Fue trasladado
directamente a las lóbregas celdas de El Chipote, donde, de acuerdo a su
testimonio, fue personalmente torturado por Lenín Cerna durante largas horas,
golpeado, amenazado y después abandonado desnudo en una solitaria esquina de la
capital a las 3 de la madrugada. Igual que otros detenidos, Cisneros denunció
haber recibido amenazas de que sería ejecutado y de que a sus familiares se les
diría que se suicidó.
Quizás a estas hábiles técnicas se refería Lenín Cerna durante una entrevista
concedida a Danilo Aguirre y Ernesto Aburto en 1999: “Cuando después caían presos, también lo confesaban todo espontáneamente
sin que nadie les hubiera tocado una sola pulgada de su piel. La clave estaba
en dos factores fundamentales: un interrogatorio hábil, verdaderamente
inteligente, y un acopio abrumador de pruebas, de evidencias”.
Yo me tragué el cuento
En entrevista a “Der Spiegel” en abril de 1986,
Daniel Ortega se pronunció sobre el caso con su ambigua vaguedad habitual: “Hemos oído hablar de este caso e incluso
hemos pedido a la Cruz Roja que lo examine. Los señores de la Comisión
Permanente de Derechos Humanos, que hicieron la denuncia, son activistas
políticos que están en contra de la revolución del pueblo nicaragüense, pero
pueden vivir libremente en Nicaragua. Ellos traen estas acusaciones sin pruebas
de la presunta tortura... Cisneros sólo quiere calumniar a la Revolución“.
“El papá de Sofonías fue secuestrado por
la Seguridad del Estado y abandonado en pelota en una calle”, decían
algunos de mis compañeros de clase. Yo estudiaba en el mismo colegio y había
participado en la Campaña de Alfabetización en la misma escuadra que un hijo
homónimo del capturado Sofonías Cisneros. El rumor me pareció totalmente
inverosímil. Pero recuerdo compañeros de clase de la Juventud Sandinista que
saltando jubilosos lo daban por cierto.
Esa asociación de padres de familia de colegios
cristianos era una piedra dentro del zapato de la Revolución y su portavoz un
contrarrevolucionario de tomo y lomo. Aun así, este abuso y la burla de los más
elementales procedimientos legales no podía ser más que otra más de las miles
de calumnias “orquestadas por el
imperialismo yanqui y sus esbirros internos”. Opté por tragarme el cuento:
Cisneros sólo quería perjudicar a la Revolución con una denuncia disparatada.
Años después, el mismo Cerna pronunció un mea culpa reconociendo el atropello a
la dignidad de la persona que hubo en el caso Cisneros, aunque sin especificar
el grado de su involucramiento directo.
Tomás Borge, juez expedito
Hubo casos menos conocidos, pero nada secretos para
muchos de quienes hoy se rasgan las vestiduras ante el malo FSLN de hoy y su
desmantelamiento de la institucionalidad.
Le debo esta espantosa revelación al penetrante académico Andrés
Pérez-Baltodano: “Puedo mencionar varios
abusos serios. Me limito al más grave, ocurrido entre agosto y diciembre de
1979: la orden de ejecución dada por el entonces Ministro del Interior, Tomás
Borge, en una reunión ‘de los martes’ a la que asistían los responsables de
cada programa del ministerio. Mi presencia en esas reuniones tiene una
explicación novelesca. Fui nombrado ‘Asesor Administrativo’ del Ministerio del
Interior cuando Tomás Borge desesperadamente buscaba quién les ayudara a
organizar el ministerio y Alfredo Alaniz, entonces gerente del Banco Central,
me envió en calidad de ‘experto en administración no contaminado con técnicas
capitalistas’”.
A la reunión de ‘los martes’ asistía la
plana mayor del ministerio: el responsable del Sistema Nacional Penitenciario,
el jefe de la Policía Sandinista, el Director de Migración, el Viceministro y,
a veces, el responsable de la Seguridad del Estado. Yo llegaba como responsable
del Instituto Nicaragüense de Administración Pública, un instituto creado para
satisfacer las demandas de servicios administrativos del sector público.
En las reuniones, los
responsables de programa presentaban un informe de actividades y describían los
problemas principales que enfrentaban. En una ocasión, el responsable del
sistema penitenciario mencionó que un grupo de ‘presos somocistas’ estaban
dando problemas. Que reclamaban por el trato, la comida y otras cosas. El
representante del sistema penitenciario alegó que esto era peligroso y que los
presos parecían estarse organizando. Mencionó el nombre de uno de ellos y lo
señaló como el cabecilla. Yo estaba sentado a la par de Tomás, quien en ese
momento me pedía por señas un cigarrillo. En realidad, me estaba metiendo la
mano en la bolsa de mi camisa. El tipo era así de campechano. Sin verle la cara
al responsable del sistema penitenciario y mientras sacaba el paquete de
cigarros de mi bolsa, pronunció: ‘Matalo’.
Me gustaría decirte que
hubo un silencio dramático en la sala de reuniones, pero no fue así. Parecía
que el tipo hubiera dicho ‘Saquen una fotocopia’ o ‘Compren café’. Nadie se
inmutó. Alguien le dijo: ‘Debés de tener cuidado porque “La Prensa” anda sobre
nosotros’, o algo así. Tomás replicó: ‘Él sabe cómo hacer las cosas’,
refiriéndose al encargado del sistema penitenciario. Salí muy asustado de la
reunión. No me atreví a decirle nada a nadie. En esos días yo ya había
aceptado, estúpida y convenientemente, la idiota idea de que para hacer una omelette
es necesario quebrar los huevos... O la otra, igualmente idiota: todo parto
produce sangre”. Aquel preso fue, naturalmente, ejecutado”.
En nombre de la revolución
¿Cuántos supieron de ese caso u otros semejantes?
¿Cuántos supieron de los arreglos de la cúpula del FSLN con Pablo Escobar
Gaviria, hospedado con su familia durante meses junto a las embajadas de los
países socialistas y recibido en casas de importantes ministros para negociar
el derecho de piso que desde entonces el FSLN no ha dejado de cobrar al
narcotráfico?
¿Quién puede decir ahora que no supo de la
Diplotienda, el sinsentido de los sinsentidos, en un Estado que se presumía
socialista: un centro donde, para captar los siempre escurridizos dólares, se
premiaba la capacidad adquisitiva que el sistema negaba a todos los que
trabajaban honradamente? Mientras los hijos de los comandantes -después de
disfrutar en las playas de Varadero-, podían pasar comprándose una camiseta
Lacoste en “la Diplo”, al ciudadano de a pie le condicionaban los pasaportes,
como ahora rememora con rabia un ex-periodista de Barricada: “Obligaban a la gente a asistir a cursos de
politización, de vigilancia revolucionaria, milicias y reuniones de CDS para
concederles permisos de salida del país. Si querías pasaporte, debías demostrar
que asistías a las reuniones del CDS y llevar una carta del CDS a migración”.
El gobierno premiaba a los opulentos con artículos que escamoteaba al pueblo en
nombre del cual hacía la Revolución. Nada sorprendente: después de repartirse las
mansiones de los defenestrados somocistas, desde los primerititos días de la
Revolución varios comandantes tomaron a su servicio al sector menos favorecido
del pueblo, le pusieron el mandil y la cofia típicos “de las buenas familias”,
y los destinaron al trabajo doméstico, dejándolos tan maltrechos y sin derechos
laborales como habían estado bajo el somocismo. ¿Derechos laborales? Esa
expresión fue barrida del vocabulario revolucionario, junto a todo atisbo de
lucha sindical, las más de las veces considerada diversionismo.
Para la cúpula, todo: la casa de Jaime Morales Carazo -considerada una de las
viviendas más lujosas de Managua en su momento-, acumulación de las mejores
fincas y empresas -a la postre y como tal, el Ingenio Victoria de Julio, regalo
del gobierno cubano a Nicaragua-, viajes al exterior con abultados viáticos,
vehículos sin límite y todos los diploproductos, entre otras muchas prebendas.
Para el pueblo, medidas de austeridad que atenazaban con rigor extremo los
lánguidos bolsillos, como ocurrió en junio de 1988 con la devaluación del
córdoba en un 566% y el aumento del precio del combustible en más de un 1,000%
y el de transporte inter-urbano en más de un 600%, al tiempo que se mantenía un
control estricto sobre los salarios de los maestros, trabajadores de la salud y
del sector público en general, cuyo impacto negativo sobre la calidad de vida
denunció Envío (julio 1988).
¿Cómo explicarnos toda esta
crueldad?
Si todo este contraste y cúmulo de contradicciones
no hicieron clic en ninguna antena revolucionaria, es porque estaban embotadas
captando consignas y luego mascullándolas como nuevas jaculatorias.
Pero no hicieron ni clic ni mella en quienes trabajaban por convicción en un
proceso revolucionario y estaban siempre dispuestos a disculpar violaciones a
los derechos humanos como si fueran la secuela inevitable de una época
turbulenta.
De otra forma, ¿cómo podríamos explicar que las
palizas propinadas a los opositores -a manos y garrotes de las que Tomás Borge
bautizó como “turbas divinas”, que hoy reedita un nada original orteguismo-
fueran celebradas por tantos? No hubo una voz entre el sandinismo que se
levantara desde las páginas de opinión de “Barricada” y “El Nuevo Diario” para
censurar semejante barbarie y la complicidad policial. ¿Dónde quedaba el
humanitarismo que a tantos arrastró a buscar un cambio social?
El poder llegó a hipnotizar y supeditar incluso el humanitarismo de los
sacerdotes que colaboraron con la revolución. Uno de ellos fue en una ocasión
invitado por los altos mandos del ejército para conocer a los feroces mastines
entrenados para lanzarse directamente a los testículos y la yugular de los
contrarrevolucionarios. Vio cómo un soldado, vestido con un grueso traje
protector, recibía las tarascadas en las zonas estratégicas. Contó la escena
muy impresionado, pero sin una palabra de censura. Viviendo bajo amenaza, todo
vale. Eran actos de defensa. Era la guerra contra el imperialismo. Pero los
huevos y pescuezos tronchados no eran los de Reagan y sus secuaces, sino los de
los miskitos, los campesinos de Wiwilí y los pescadores del río Coco.
Cómo se trataba a amigos y
a simpatizantes
Blandir palo, azuzar, perros y lanzar metralla
contra los enemigos no tiene nada de novedoso. Pero ¿qué trato se daba a los
amigos, colegas, colaboradores, militantes y afiliados? Lancemos de nuevo una
mirada escrutadora y desprejuiciada al pasado.
Onofre Guevara, histórico líder obrero, prolífico
columnista y una de las más luminosas plumas de análisis político en Nicaragua,
fue miembro del personal de “Barricada”, el diario oficial del gobierno
sandinista en los 80. Ganó el puesto con sus dotes de escritor y su trayectoria
revolucionaria. Ninguna le valió para ser tratado de acuerdo a su peso
histórico. Sus recuerdos ponen en evidencia la voluntad de la cúpula del FSLN
de organizar un país de subalternos.
Relata Onofre: “Una o dos noches, a
mediados de los años ochenta, cuando apenas había terminado mi trabajo en
“Barricada”, o estaba por terminarlo, aparecieron unos escoltas ordenándome que
me presentara en casa de Tomás Borge. Ni siquiera preguntaban si quería ir o si
tenía tiempo disponible. Ya en su casa, después de un breve saludo -frío,
distante, como el de un desconocido-, Tomás me señaló una máquina de escribir
-aún no usábamos computadora- y me pidió que escribiera párrafos sueltos sobre
un tema determinado, sin estructurarlo como un artículo. Y él desapareció.
Pasado un lapso de una o dos horas, ya casi a las diez de la noche, se apareció una empleada con la “cena”: pedacitos
de pipián cocido con queso encima”.
“Después no lo volvía a ver hasta cuando
le daba la gana “despedirme” con la misma frialdad. Días posteriores, en un
acto político en el César Augusto Silva -antes Country Club-, Tomás fue el
orador oficial. Mientras avanzaba en su discurso, yo iba reconociendo las ideas
que le había escrito en su casa. La estructura del discurso y sus acostumbradas
frases grandilocuentes eran suyas”.
“Ya en 1995, cuando llegó a “tomarse”
“Barricada” y a expulsar a Carlos Fernando Chamorro, uno de sus secuaces de
entonces ordenó que no se publicara mi último artículo del siguiente día, lo
que me impulsó a renunciar al periódico. Tomás, al darse cuenta, me envió
mensajeros (Lumberto Campbell y Mayra Reyes), para que me convencieran de que
me quedara, y como no les hice caso, Tomás me llamó a su oficina con el fin de
convencerme. Cuando lo vio imposible, me amenazó con impedir que yo trabajara
en cualquier otro medio”.
Yo mando, vos sos mi
empleado
Onofre Guevara fue uno de muchos “escritores
fantasmas” en aquellos años. Quizás la mayoría ni siquiera haya reflexionado
hasta qué punto su buena voluntad e ideales revolucionarios fueron puestos al
servicio de la vanidad y el hambre de poder de los dominantes de turno porque
no hay un límite nítido donde el servicio a la causa y la servidumbre a la
cúpula aparezcan en estado químicamente puro. El testimonio de Onofre desenmascara de manera emblemática la voluntad
de subordinar, enviando un mensaje muy claro: yo mando, vos sos mi empleado.
Ese mensaje fue enviado a muchos otros servidores de la Revolución y de los
nuevos patrones. El Grupo de Solidaridad-Arenal (Grudesa) de El Arenal,
Masatepe, aportó testimonios que ilustran otro nivel de subordinación: “Nos dimos cuenta de que los miembros más
pobres de nuestra comunidad fueron mandados a los lugares más peligrosos en la
guerra, mientras aquellos con más ‘conectes’ locales fueron mandados a lugares
menos peligrosos. Perdimos a tres muchachos de nuestra comunidad en la guerra.
Lo consideramos en ese entonces no como corrupción, sino simplemente como
nuestra participación en la defensa de la revolución. Ahorita entendemos mucho
mejor la injusticia de esa política”.
“Un joven se acuerda del miedo que él
sentía cuando las autoridades llegaron buscando a su hermano para que se
incorporara al ejército. Otros dos hermanos ya andaban en las montañas y su
mamá estaba hablando con autoridades locales -sin éxito- para que su tercer
hijo no tuviera que ir a la guerra. La familia era muy sandinista. Pero no
querían que todos los hijos fueran a la guerra. Ahora entienden la injusticia
de la política de ese entonces: múltiples reclutamientos de familias pobres,
dejando a muchos jóvenes de familias ‘de recursos y conectes’ en sus casas.
Parece que solamente la mamá entendió la injusticia”.
La instrumentalización
“revolucionaria”
El ejército sandinista no sólo preservó como
especie en extinción a los vástagos de las élites locales y nacionales. También
libró de las peores batallas a sus miembros permanentes -que se supone lo eran
por convicción- y envió a jugarse el pellejo a los miembros temporales y
forzados que prestaban su servicio militar. Y lo hacían a menudo con las uñas
porque algunos tenientes y capitanes vendían los pertrechos militares para su
beneficio particular en el pujante mercado paralelo y sustituían las mochilas
militares por pedestres sacos de cargar frijoles.
A la luz del respeto a la libertad de elección de las personas, obligar a
prestar un servicio militar a quienes no compartían los ideales revolucionarios
fue una imposición abusiva que desdeñaba las convicciones personales. Enviar a
los jóvenes sin los pertrechos apropiados y convertirlos en carne de cañón
sumaba al abuso el engaño, la estafa y el crimen. Partidarios, indiferentes y opositores
fueron objeto de la instrumentalización cotidiana de los hombres y mujeres
concretos.
La más palmaria de las instrumentalizaciones fue la
decisión de -tras muchas resistencias- decidirse finalmente a hacer la reforma
agraria para crear kibutz armados que sirvieran de barrera de amortiguamiento
al avance de la contrarrevolución, que desde hace años está siendo
revisualizada como una guerrilla campesina contra las políticas militares,
comerciales y de tierras del FSLN. Autoproclamado revolucionario, el FSLN no
sólo debía superar en esta materia a las democracias occidentales, especialmente
porque la instrumentalización es una denuncia que anida en el corazón de la
crítica de Marx al capitalismo.
Las víctimas de la lujuria
“revolucionaria”
La sexual, una de las peores instrumentalizaciones,
se presentó de mil maneras. Hacerse con las hijas de la rancia burguesía fue un
trofeo que muchos comandantes se regalaron y les regalaron: las mujeres como
oblea y artículo suntuario que proclamaba la nueva ubicación social de los
ganadores. Los abusos sexuales sobre subordinadas también granizaron en todos
los ministerios. Las mujeres de menor rango eran parte del merecido descanso
del guerrero.
Las víctimas de la lujuria de Tomás Borge son incontables. No menciono sus
nombres por respeto a ellas: internacionalistas, compas, subordinadas,
escritoras, hijas de escritoras, nietas de escritoras. Seducidas, engañadas,
extorsionadas, violadas. El sicalíptico comandante quiso aparearse con tres
generaciones a vista, paciencia y regodeo de sus escoltas, amigos y colegas.
Muchos lo supieron. Muchas lo temieron. Yo también lo supe. ¿Qué pensé
entonces? Que el susodicho comandante no tenía un ápice de calidad moral. Pero
¿quién iba a detenerlo? Y, por supuesto, él no era la Revolución, sino una
parte un tanto defectuosa del liderazgo.
El asunto es que esos silencios y esa carencia de derechos de las mujeres
tuvieron repercusiones sobre el manejo del tema y su práctica “en la base”. A
las mujeres víctimas de violencia machista se les exigía que se abstuvieran de
denunciar a sus compañeros porque desde su condición de revolucionarios eran
muy importantes para la revolución.
Las mujeres no debían “debilitar” la unidad en
defensa de la revolución. El amor a la Revolución puso sordina a toda queja y
cercenó las denuncias de raíz. Esta conculcación de derechos incluyó también
una cacería de lesbianas, sobre las que pesaba un interdicto tácito. Hay quien
menciona la obligación de denunciar a las que eran parte del FSLN porque representaban
un “peligro” para la Revolución. Decenas de sanciones fueron aplicadas por
interpósitas razones.
La deuda que tenemos todos
Esta pesquisa no busca lanzar una nube pestilente
sobre los logros de la Revolución, sino preguntarse por la moralidad de los
métodos político-militares del FSLN y los abusos de sus líderes. Se lo debemos
a las víctimas: a los miskitos masacrados y desplazados, a los interrogados por
la seguridad del Estado, los productores confiscados por vender en el mercado
paralelo, a los campesinos a quienes se expropiaron sus tierras, a los que no
accedían a la diplotienda...
Se lo debemos a la historia: porque
es peligroso avanzar sin chequear el retrovisor, porque no hay historiografía
posible sin puntos donde se entretejan los hilos de las narraciones
divergentes. Uno de esos puntos consiste en mostrar la dominación de una élite
que sometió, subordinó y cabalgó a lomo de amigos y de enemigos. Esta
dominación se hizo más patente desde el momento en que quienes negaron el comercio
libre y la propiedad privada a pequeños campesinos, luego se mostraron, en lo
que respecta a su personal peculio, muy devotos de la propiedad privada y del
espíritu empresarial. Se trata de una relectura donde no se sienta en el
banquillo a la Revolución, sino a los dominadores y a los que apuntalamos su
dominio.
Hoy, como ayer, tenemos el imperio de la ley de los dominantes. Sus abusos y su
arbitrariedad. Pero sin ideales. Con un simulacro de ideario. Es una enorme
diferencia desde un punto de vista que concede mucha importancia a los
elementos subjetivos. Pero un análisis donde el peso lo lleven los elementos
objetivos implica diseccionar cómo aquellos ideales de muchos allanaron el
camino a esta dominación y a su olvido de los hombres y mujeres concretos.
Para adentrarme en un análisis que urda elementos subjetivos y objetivos, me
ocuparé en un próximo texto de las justificaciones de los abusos como
mecanismos de dominación introyectados. Me centraré por eso, en las
racionalizaciones de las que echamos mano para explicar y justificar.
Continuará...
Miembro
del consejo editorial de Envío. Instituto de Sociología de la Universidad Philipps,
Marburg.