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/ 090919
En un mundo inestable, sacudido por
conflictos violentos e invasiones imperiales, en que se violan implacablemente
todas las normas, ¿tenía Cachemira realmente la posibilidad de ser libre?
Cuando se extienden los disturbios, India, la supuesta mayor democracia del
mundo, ha impuesto un bloqueo total de las comunicaciones. Cachemira está
aislada del mundo. Incluso los líderes políticos más conciliadores y
colaboracionistas se hallan ahora bajo arresto domiciliario, así que cabe temer
lo peor para el resto de la población de la región.
Durante casi medio siglo, Cachemira ha
sido gobernada desde Delhi con la máxima brutalidad. En 2009, el descubrimiento
de unas 2.700 tumbas anónimas en tan solo tres de los 22 distritos de la región
confirmó lo que se sospechaba desde hacía tiempo: una historia de decenios de
desapariciones y asesinatos extrajudiciales. Ha habido noticias de torturas y
violaciones de mujeres y hombres, pero puesto que el ejército indio está
efectivamente por encima de la ley, sus soldados gozan de impunidad al
perpetrar estas atrocidades y nadie puede ser imputado por crímenes de guerra.
A modo de contraste, en el lejano Estado
nororiental indio de Manipur, las mujeres del lugar, sometidas a continuas
violaciones por parte del personal militar indio, reaccionaron en 2004 con una
de las manifestaciones públicas más asombrosas y memorables: un grupo de
mujeres y niñas, de ocho a ochenta años de edad, se desnudaron delante del
cuartel local del ejército indio y mostraron letreros con el lema sarcástico y
burlón de “Venid y violadnos”. Protestaban por la mutilación y ejecución,
después de su supuesta violación múltiple, de la activista Thangjam Manorama,
de 32 años de edad, por paramilitares del 17º regimiento de fusileros de Assam.
Sus homólogas cachemires, sometidas a abusos similares y peores, han tenido
demasiado miedo para hacer lo mismo.
Muchas mujeres de Cachemira ni siquiera se
atreven a contar a sus propias familias las vejaciones que sufren a manos del
ejército indio, por temor a las represalias patriarcales en casa en nombre del
honor. Angana Chatterji, que entonces era profesora de antropología social y
cultural del Instituto de Estudios Integrales de California (y que ahora es
codirectora de programa en la universidad de Berkeley), ha descrito un episodio
espeluznante que destapó durante su trabajo de campo de 2006 a 2011 sobre los
abusos de los derechos humanos en Cachemira:
Muchas han sido forzadas a presenciar la
violación de mujeres y niñas de la propia familia. Una madre que al parecer fue
obligada a presenciar la violación de su hija por personal militar rogó que
liberaran a su hija. Se negaron. Entonces pidió que no la obligaran a estar
presente y que le dejaran salir de la habitación o la mataran. Un soldado le
puso el cañón de la pistola en la frente, diciendo que ella lo había querido, y
la mató antes de que procedieran a violar a su hija.
Desde la década de 1980, India ha
mantenido una ocupación militar de tipo colonial, trufada de sobornos,
amenazas, terrorismo de Estado, desapariciones, etc. Sin duda, de todo ello es
responsable del gobierno indio, pero Delhi pudo ampararse en la estupidez
indecible de los generales paquistaníes y su agencia de espionaje ISI a finales
de la década de 1980 y comienzos de la de 1990. Confundieron lo que era de
hecho un triunfo de la guerra fría de EEUU contra los soviéticos en Afganistán,
en la que utilizaron a los paquistaníes y los yihadistas como peones, pero les
hicieron creer que en realidad era su victoria. Los grupos yihadistas
responsables, entonces llamados muyahidines, habían sido calificados por Reagan
y Thatcher –por no hablar de los medios liberales de Occidente– de combatientes
por la libertad. Este tipo de alabanza envalentonó a sus patronos del ISI, y
los generales paquistaníes supusieron que un ejercicio similar en Cachemira
podría proporcionarles otra victoria.
Así, Pakistán fue responsable de infiltrar
combatientes yihadistas después de su éxito en Afganistán. En Cachemira, el
resultado fue un desastre. Contribuyó a destruir el tejido social y cultural de
lo que hasta entonces había sido una cultura musulmana pacífica, muy influida
por varias formas de misticismo sufí, e hizo que muchos cachemires se
revolvieran contra ambos gobiernos. Miles se refugiaron en otras partes de India,
mientras que cientos de alumnos y sus familias cruzaron la frontera con la
parte de Cachemira controlada por Pakistán. Muchos de ellos optaron después por
recibir instrucción militar. La insurgencia armada de la década de 1990 fue
aplastada por la superioridad de las armas de India.
Finalmente, después de que los atentados
del 11 de septiembre de 2001 mostraran la locura de recurrir a las fuerzas
yihadistas, EEUU obligó a Pakistán a desmantelar las redes extremistas que
había creado en Cachemira. Sin embargo, quedaron restos locales que sirvieron
al propósito de aislar a la provincia del apoyo potencial de otras partes del
país. Todo buen patriota miró para otro lado ante los desmanes que cometían el
gobierno indio (cualquiera que fuera su color) y el ejército en Cachemira.
El descontento político no cesó. El 11 de
junio de 2010, los paramilitares de la llamada Fuerza Central de Reserva de la
Policía (CRPF) atacaron con gases lacrimógenos a jóvenes manifestantes que
protestaban por unos asesinatos cometidos por fuerzas de seguridad respaldadas
por India. Uno de los proyectiles golpeó en la cabeza a un muchacho de 17 años,
Tufail Ahmed Mattoo, reventándole el cráneo. Periódicos de Cachemira publicaron
una fotografía del chico muerto en la calle, pero en el resto de India el
suceso pasó prácticamente desapercibido. Se desencadenó una revolución política
en que decenas de miles de personas desafiaron el toque de queda y se
manifestaron tras el cortejo fúnebre de Mattoo, reclamando venganza. En las
semanas siguientes, la represión segó la vida de más de un centenar de
estudiantes y jóvenes parados. El odio sentido por mucha gente hacia el
gobierno de Nueva Delhi unió a los cachemires de diversas tendencias políticas.
Sin embargo, las atrocidades se vuelven
rápidamente banales cuando el Estado responsable se considera un firme aliado.
Al igual que Israel, Arabia Saudí, Colombia, y Congo, India entra ya de lleno
en esta categoría. Los primeros ministros Benjamin Netanyahu y Narendra Modi,
por ejemplo, son ahora grandes amigos, y en los últimos años se han visto en
Cachemira asesores israelíes al amparo de una estrecha colaboración en materia
de espionaje y seguridad, iniciada a comienzos de la década de 2000. La
revocación del artículo 370, que protegía la demografía de Cachemira al limitar
la residencia exclusivamente a la ciudadanía cachemir y, en virtud de un
subapartado (el llamado artículo 35A), prohibía la venta de bienes inmuebles a
individuos no cachemires, y la división prevista de Cachemira en tres bantustanes
separados recuerda la ocupación de Palestina por parte de Israel.
La dinámica del apoyo incondicional de
EEUU es similar. Con respecto a Cachemira, Clinton, Bush, Obama y Trump han
mantenido todos, la misma línea: quitando hierro y pasando por alto los actos
de terrorismo de Estado en la región porque el Departamento de Estado considera
a India una aliada estratégica que ofrece ventajas económicas potenciales, la
proximidad a China y la cooperación en la guerra contra el terrorismo. Modi,
quien durante un tiempo tenía vedada la entrada en EE UU en represalia por la
masacre de musulmanes que tuvo lugar en 2002 bajo su supervisión como ministro
principal del Estado de Gujarat, es celebrado hoy como un hombre de Estado a
quien no le tiembla el pulso a la hora de tomar decisiones drásticas: una
mezcla india de Trump y Netanyahu.
*
El conflicto de Cachemira, que ha
provocado ya dos guerras entre India y Pakistán y una feroz represión en la
propia provincia, debe contemplarse desde la perspectiva histórica. La
partición de India en 1947 se produjo sobre la base de que en los territorios
del norte y del este de la India británica, provincias de gran extensión y con
poblaciones mixtas –Punyab y Bengala–, se dividirían según criterios
religiosos. El resultado fue un baño de sangre de violencia comunal que causó
la muerte de más de un millón de personas y enormes flujos de refugiados. En
otros lugares, el tratado de 1947 previó la creación colonial de Estados
principescos, gobernados sin ninguna pretensión democrática por funcionarios
británicos con sendos maharajás como gobernantes nominales. El plan de
partición estableció que en provincias en que el gobernante fuera musulmán,
pero el grueso de la población incluyera hindúes, el gobernante se adheriría a
India.
En Hyderabad, donde el nizam (el monarca
local) retrasó la adhesión, entró el ejército indio y resolvió la cuestión por
la fuerza. En Cachemira, donde el maharajá Hari Singh era hindú, pero el 80% de
la población era musulmana, se acordó que el gobernante firmaría los documentos
de adhesión y el Estado pasaría a formar parte de Pakistán. Pero Singh se hizo
el remolón.
El ejército paquistaní estaba encabezado
en aquel entonces por el general británico Douglas Gracey, que vetó todo uso de
la fuerza. El gobierno paquistaní envió entonces a combatientes irregulares,
encuadrados por oficiales musulmanes del ejército y reclutados en gran parte
entre las tribus pashtunes, que además carecían de disciplina militar, por
decirlo suavemente. La demora de dos días en que se dedicaron al saqueo y a la
violación de la población local resultó fatal. Una fuerza mejor organizada
podría haber tomado el aeropuerto de Srinagar sin resistencia alguna y asunto
concluido. En vez de ello, en octubre de 1947, el gobierno de Nehru en Delhi,
respaldado por el comandante en jefe británico y con el apoyo del pacifista
Mahatma Gandhi, envió tropas indias aerotransportadas que presionaron al
maharajá para que se adhiriera a India, ocupando la mayor parte de la
provincia, “el seno nevado de los Himalayas”, según Nehru.
Estalló una guerra con Pakistán. Fue India
quien remitió el conflicto a Naciones Unidas, que exigió un alto el fuego
inmediato, seguido en breve de un referéndum sobre el estatuto futuro de la
región. En enero de 1949 se acordó una línea de alto el fuego, que supuso que
dos tercios de Cachemira se mantendrían bajo el control de India. A lo largo de
la década de 1950, dirigentes del Partido del Congreso, incluidos Nehru y
Krishna Menon, declararon públicamente que se comprometían a convocar el
plebiscito. Esto nunca ocurrió, pues se sentían políticamente en la cuerda
floja, tenían complejo de culpa y nunca estaban seguros de por qué lado se
inclinaría la gente, por el de India o el de Pakistán. La democracia tiene sus
problemas.
Conscientes de lo grotesco de la situación
que habían creado, los políticos de Delhi introdujeron en la constitución el
artículo 370, que junto con sus posteriores subapartados, garantizaba a
Cachemira un insólito grado de autonomía. Este estatuto especial prohibía a
todas las personas no cachemires adquirir el permiso de residencia y derechos
de propiedad en la región. Y, sobre todo, el gobierno indio se comprometía a
convocar un plebiscito, es decir, una votación sobre la concesión del derecho
de autodeterminación a la población cachemir a fin de solventar la fatídica
decisión del maharajá. Esta fue la zanahoria ofrecida al jeque Abdullah, el
popular líder cachemir, favorable al Partido del Congreso, quien formó un
gobierno provisional y aceptó la adhesión temporal a India.
Abdullah, hijo de un comerciante de
mantones, ya era una figura legendaria cuando se produjo la división de India.
Durante el periodo colonial había luchado por los derechos sociales y políticos
de su pueblo, citando a menudo una copla subversiva del poeta Iqbal: “En el
intenso frío de invierno tiembla su cuerpo desnudo / cuya destreza envuelve a
los ricos en majestuosos mantones.” Nehru comprendió muy pronto que sin el
apoyo del jeque Abdullah, quien era musulmán, no había nada que hacer en
Cachemira. Pero el conflicto entre ellos era inevitable.
Abdullah siguió reclamando el referéndum,
pero Nehru se negó obstinadamente. Riñeron y Abdullah entró y salió de la
cárcel, y Cachemira fue gobernada de hecho desde Delhi. Sin embargo, nunca se
puso en entredicho el artículo 370, excepto, por un lado, por parte de
Pakistán, que vio en la cláusula una base permanente para la ocupación india, y
por otra, por parte de la organización nacionalista hindú de extrema derecha,
Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), que ganó notoriedad mundial con su decisión
–que sigue defendiendo hoy– de asesinar a Gandhi en 1948.
En 1951, dirigentes de RSS crearon el
precursor del moderno Bharatiya Janata Party (BJP), que, siguiendo el ejemplo
de RSS, siempre hizo campaña por normalizar Cachemira. Hoy, el propio primer
ministro de India es un producto de la rama RSS-BJP, formado desde que era niño
como voluntario paramilitar. Hasta ahora, sin embargo, los sucesivos gobiernos
del BJP y, en este aspecto, del Partido del Congreso habían mantenido intacto
el artículo 370, pese a intensificar la represión en Cachemira y extender una
serie de cheques en blanco al ejército indio. Modi, cuyo partido ganó
recientemente la reelección frente a una oposición débil y dividida, ha
decidido ir hasta el final, celebrando la revocación del artículo 370 en un
tuit del 6 de agosto:
“Saludo a mis hermanas y hermanos de
Jammu, Cachemira y Ladaj [la nueva designación de tres territorios en la región
disputada] por su coraje y resiliencia. Durante años, grupos interesados que
creían en el chantaje emocional nunca se preocuparon de empoderar al pueblo.
J&K se ha liberado ahora de sus cadenas. ¡Nos espera un nuevo amanecer, un
mañana mejor!”
Esta delirante declaración revela su falta
de honestidad: omitió las palabras hindúes para calificar a las “hermanas y
hermanos”.
¿Qué ocurrirá ahora? El Partido del
Congreso y los partidos a su izquierda soltarán lágrimas de cocodrilo por el
artículo 370 y se negarán a admitir que han sido sus propias políticas y
silencios los que allanaron el camino a Modi y la imposición de las exigencias
de su partido. El temor y el oportunismo han silenciado a la India liberal,
inclusive las estrellas musulmanas de Bollywood, que se inclinan hacia atrás
para demostrar su lealtad a este gobierno, como ya hicieron con sus
predecesores del Partido del Congreso, sin darse cuenta de que en el
vocabulario de Modi no existen los buenos musulmanes. Lo mismo se puede decir
de la mayoría de columnistas de los medios indios y de los presentadores de
televisión, como se ha quejado el escritor Pankaj Mishra:
“Unos
pocos comentaristas indios han deplorado, de forma coherente y elocuente, el
historial indio de elecciones amañadas y atrocidades en el valle, si bien
hablan principalmente en términos de desactivar en vez de atender las
aspiraciones cachemires. Pero muchos más han solido ponerse nerviosos ante la
mención de la desafección en el Valle de Cachemira. “No voy a comentar aquí
este asunto espinoso”, escribe Amartya Sen en una nota al pie dedicada a
Cachemira en The Argumentative Indian.
En el contexto más resonante de un libro titulado Identity and Violence, Sen vuelve a relegar la cuestión a una nota
al pie de página.
Modi ha dicho que lo que él hace es la
única “solución cachemira” racional. Para él se trata de la solución política
definitiva, y si los musulmanes de Cachemira se oponen, los aplastarán y punto.
Empresarios no cachemires se frotan las manos anticipadamente, pues tienen
previsto abrir la última frontera, ya con todos los obstáculos apartados. Y unos
asquerosos tuits de bramanes (hindús de clase alta) celebran la idea de
asentarse allí y “casarse con chicas cachemires”, y cosas peores. En Pakistán,
el gobierno de Imran Khan ha decidido retirar a su embajador y expulsar a su
homólogo indio. Las medidas simbólicas y las palabras duras son igual de
ineficaces, pero, ¿consiste la alternativa en otra guerra no nuclear? Lo dudo
mucho. Ni EEUU ni China, estrechos aliados de ambos países, tolerarían
semejante iniciativa, y el FMI cancelaría de inmediato su préstamo punitivo a
Pakistán.
Los palestinos ya han sufrido una terrible
derrota histórica, pero cuentan con algún apoyo entre ciudadanos de otros
países, incluido el movimiento BDS [boicot, desinversión, sanciones]. Modi y
Netanyahu destacan que la normalización supone en gran medida una mejora
económica e imaginan, como indica el plan para Palestina del yerno y asesor del
presidente de EE UU, Jared Kushner, que las aspiraciones políticas y nacionales
del pueblo pueden hacerse olvidar a base de sobornos. Toda la historia de los
movimientos anticoloniales demuestra lo contrario, como ha sucedido también con
los intentos más recientes de recolonizar el mundo árabe.
El pasado fin de semana, un abogado
cachemir que trabaja en Londres me envió un texto: “Llevo seis días sin poder
ponerme en contacto con mi familia. Lo peor es que somos invisibles para el
mundo y no solo en Occidente… Mira la vergonzosa conducta de los gobiernos
árabes y el apoyo declarado que ha recibido Modi de los Emiratos Árabes
Unidos”.
A pesar del bloqueo informativo total
impuesto por India, ahora aparecen en YouTube algunas imágenes provenientes de
Cachemira. Una madre que llora en la sala de un hospital porque teme por la
vida de su hijo, gravemente herido por arma de fuego. Un tendero que explica
cómo los soldados penetraron en su local y abrieron fuego sin motivo alguno.
Imágenes de calles desiertas. Temo que el pueblo cachemir, aislado del mundo y
por el mundo, está oliendo el aire de la noche al borde del abismo.