Pablo Ferri / entrevista a
Yásnaya Aguilar
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/ 080919
Yásnaya Aguilar cuenta que no supo que era
indígena hasta que llegó a vivir a la ciudad. Hasta entonces nunca se lo había
planteado porque desconocía el mundo en que ellos, su pueblo, Ayutla Mixe, en Oaxaca, en el sur de
México, era considerado como tal. “Siento que hay una relación compleja con la
palabra indígena”, cuenta Aguilar, lingüista, ensayista y uno de los secretos
mejor guardados de las letras mexicanas. “Tiene mucha carga, aunque es verdad
que la palabra indio tiene más. Indígena es la versión políticamente correcta
de indio. La incomodidad tiene que ver con el hecho de ser categorizado como
indígena por los Estados nacionales”.
Es ese extrañamiento de ser nombrada por
el otro, de existir en cuanto a un otro hasta entonces prácticamente desconocido,
lo que empezó a despertar en ella una sensación molesta. De fraude. “Como
lingüista me puse a ver si había equivalencias a la palabra ‘indígena’ en las
lenguas de México. Y me di cuenta de que en la mayoría no existe. En mixe, por
ejemplo, akäts significa no mixe, que puedes ser tú, un japonés o un
canadiense”. Es decir, que no hay concepto que nombre al hombre blanco. Está el
mixe, están los demás.
Y otra incomodidad. Mujer, indígena y
feminista, la autora sostiene que “hay una relación compleja entre las mujeres
indígenas y el feminismo. La relación con las organizaciones”, dice, “repite a
veces patrones colonialistas”. Aguilar no se declara feminista sin
antes plantear varios cruces históricos. “El feminismo tendría que plantearse
la reflexión colonial, que muchas veces no sucede. En el momento en que se
establece el colonialismo, las mujeres, blancas e indígenas, son racializadas.
Es decir, si bien antes del contacto las mujeres eran mujeres, con la
colonización se convierten en mujeres blancas [y las indígenas]. Y si bien las
blancas mantienen una relación de opresión con el hombre blanco, también hay un
pacto racial. Eso debe estar claro”.
Aguilar se ha erigido en portavoz de su
pueblo en un conflicto que dura ya más de dos años. En junio de 2017, un grupo
armado secuestró el manantial que surtía de agua a Ayutla. Desde entonces la
traen en camiones cisterna. Varios medios en México han apuntado los intereses
económicos de grupos como este, ligados al cultivo de amapola. Pero de momento
no hay solución. Lo último, en agosto, fue que este grupo dinamitó el sistema
hidráulico que transportaba el agua a Ayutla.
Hay varias cosas molestas en el secuestro
de un manantial. La falta de agua es la más evidente, pero la condescendencia y
el racismo de los políticos, dice Aguilar, es peor. No hacen nada, cuenta,
porque de puertas hacia afuera el conflicto se vende como un problema entre
salvajes. Tal cual. Los pueblos indígenas funcionan de reclamo turístico, pero
cuando se meten en política para solucionar sus problemas las cosas cambian.
“Pocas veces se nos ve como agentes políticos. Somos usados como una reserva
folklórica que justifica cultural y espiritualmente al Estado mexicano”, critica
la autora. “Los pueblos indígenas no
somos la raíz de México, somos su negación constante. Esto de ser las raíces de
México es despolitizarnos, usarnos para justificar algo en lo que nunca
participamos, es decir, crear el Estado. Por eso somos una negación”.
El año pasado escribió dos ensayos muy
celebrados. Bastaba ver estos días a decenas de jóvenes, hombres y mujeres,
vitoreándola en las conferencias en que ha participado en el Hay Festival de
Querétaro. Uno de los ensayos forma parte de un libro, Tsunami,
que recoge las voces de varias narradoras alrededor de la nueva ola feminista,
de lo que significa ser mujer en el siglo XXI. El de Aguilar se titula La
sangre, la lengua y el apellido. Ahí escribe: “Todas las mujeres indígenas
pertenecemos a naciones sin Estado, es el rasgo que nos agrupa bajo la
categoría indígena, pero cada Estado determina el modo en que ejerce esta
categoría y actualiza la opresión”.
La pregunta es evidente, ¿cómo oprimen los
Estados? Aguilar, 37 años y una voz velocísima, contesta que de muchas formas.
Relata que, en Canadá, por ejemplo, las indígenas buscan pareja de acuerdo a la
sangre. Cuanto más pura sea, más puros serán los hijos y mayores beneficios
obtienen del Estado. En México, la indigeneidad se mide por la lengua,
la capacidad personal de hablar náhuatl, mixe, zapoteco, maya…
“México oprime a partir del mestizaje. Y
el mestizaje implica desindigenización de este país”, argumenta. “Se narra como
una política racial, lo que es insostenible: ya ahora todas las personas en el
mundo somos mestizos. Y si mestizos no es una categoría racial debe ser otra
cosa: un proyecto político del Estado mexicano. La lengua es el criterio que
más ha usado el Estado para clasificar quién es indígena y quién no. Si tú ves
los cálculos, te das cuenta de que, en 1820, alrededor del 70% de la población
mexicana hablaba una lengua indígena. O sea, esta era la situación después de
300 años de colonialismo español. Con esto no quiero relativizar los estragos
del colonialismo, pero el Estado mexicano redujo esa cifra hasta el 6% en poco
más de 200 años”.
Para la autora, los Estados nacionales
actuales están construidos bajo la idea de “homogeneidad lingüística”. Sobre
todo, después de la Revolución Mexicana, “hubo esfuerzos coordinados para
castellanizar forzosamente. Ha sido la política más exitosa del país”. ¿Qué
pasó, esa población desapareció? “No, fue adscrita, sobre todo por la escuela,
a la ideología nacionalista del mestizaje. Decimos que tú no eres mestiza, eres
desindigenizada por el Estado. La opresión opera en este mecanismo. Para el Estado, el éxito es que todos nos
identifiquemos como mestizos”.