Carlos Dada
www.elfaro.net / 270118
En una ceremonia a la que no asistió
ningún mandatario extranjero, el presidente hondureño dio inicio este sábado a
su segundo periodo al frente del Ejecutivo. En las calles de una militarizada
Tegucigalpa, miles de manifestantes que acusan a Juan Orlando Hernández de
fraude chocaron contra policías y soldados. La ciudad se convirtió por horas en
un campo de batalla cubierto por nubes de gases lacrimógenos de fabricación
estadounidense.
Llegó el 27 de enero. El cielo gris asomó
por detrás del cerro Juana Laínez, poco después de las cinco de la mañana,
cerrando una noche de ambulancias, de cacerías policiales, de gases
lacrimógenos, de gritos y protestas y quemas de llantas y toma de calles y de
carreteras. La ondeante silueta de la bandera de Honduras se dibujó en la cima
del cerro, que corona Tegucigalpa. Una ciudad militarizada.
Llegó el 27 de enero, día inevitable en el
calendario de un país roto por las elecciones celebradas dos meses antes. Juan
Orlando Hernández, el presidente que maniobró de todas las formas posibles para
ser reelecto en un país cuya Constitución prohíbe la reelección, tomaba
posesión de su segundo periodo.
Se juramentó protegido por miles de
uniformados del Ejército, la Policía Militar, la Naval y la Policía Nacional.
Montaron tres cordones de seguridad alrededor del Estadio Nacional y
dispersaron a los manifestantes arrojando unas latitas del tamaño de una
granada denominadas MP-3-CS, fabricadas en un pueblito de Pennsylvania llamado
Homer City, made in USA, que liberan
gas lacrimógeno durante su vuelo y dejan una estela punzante, irritante,
vomitiva. Lanzaron tantas de esas latitas de Pennsylvania que una nube de humo
blanco espeso se alzó y se paseó por el centro de Tegucigalpa. Todos los ojos,
todas las gargantas sufrieron en el día para festejar la democracia.
A pocas cuadras del estadio, en la colonia
Miraflores, el candidato de la Alianza de Oposición a la Dictadura, Salvador
Nasralla, hombre de televisión, autoproclamado ganador y a quien al menos la
mitad de este país considera víctima de un fraude, encabezaba una de las
protestas contra la toma de posesión. Los militares lo obligaron a retroceder:
aventaron también latitas de Pennsylvania hacia donde él se encontraba, justo
bajo un puente vehicular.
Nasralla trotó, intentando mantener la
dignidad mientras se asfixiaba. Hay un video que él mismo tomó, convencido de
que la revolución será en Facebook Live. No detuvo nunca la grabación. Se miran
las latitas, la nube de humo, el pánico de quienes le acompañan, su carrera
hacia atrás. Nasralla boquea y tose. Saca la lengua. Mira a la cámara del
teléfono que sostiene con su mano izquierda, asegurándose de que está en el
campo visual. Es quien documenta y también el sujeto documentado. Alguien, en
la corrida, le entrega una boquilla. Camina, deja caer el brazo y con él la
cámara pierde su objetivo. Apenas capta sus piernas meciéndose, al ritmo de su
brazo. El candidato se retira gaseado, con los ojos rojos, la garganta seca,
agredido directamente por los soldados que pretendió mandar, pero acuerpado,
auxiliado por sus seguidores. Fin del video, pero no de la jornada.
Mientras,
en el estadio
Adentro del estadio, acuerpado por los soldados
y en cadena nacional de radio y televisión, el presidente Hernández jura, con
la mano sobre una biblia, que todos los días de su segundo periodo pedirá a
Dios que lo ilumine para guiar a este, unos de los países más pobres del
continente. Promete educación, salud y trabajo. Junto a él, sonriente, el
hombre que le colocó la banda presidencial: el presidente del Congreso y
dirigente de su propio Partido Nacional, Mauricio Oliva, investigado por la
Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH),
sospechoso de formar parte de la red de enriquecimiento ilícito de diputados
que se apropiaron de fondos destinados para obras sociales.
El jefe de la MACCIH, el peruano Juan
Jiménez Mayor, no asistió a la toma de posesión en protesta por el descaro de
los congresistas afines al presidente que, una semana antes, pretendieron a
escondidas decretar una ley que prohíbe a ese organismo creado bajo el manto de
la Organización de Estados Americanos (OEA) y a la Fiscalía investigar a funcionarios
públicos. El Congreso se retractó solo después del reclamo de la Embajada de
Estados Unidos.
No hubo mandatarios que asistieran a la
ceremonia, salvo el propio Juan Orlando Hernández. Hace mucho tiempo que no se
veía en Centroamérica una juramentación presidencial a la que no asistiera
ningún jefe de Estado del istmo. Cancillería de El Salvador dijo que la
presidencia hondureña solo invitó al cuerpo diplomático acreditado en
Tegucigalpa. Pero la mayoría de las misiones diplomáticas ni siquiera fueron representadas
por los embajadores, sino por secretarios o encargados de negocios. Lo mismo la
Embajada de Estados Unidos, pero vale aclarar que su encargada de negocios,
Heidi Fulton, es desde hace meses la máxima representante en Honduras, pero que
es más influyente que todos los embajadores juntos.
“Lo que viene sorprenderá a propios y
extraños”, prometía el presidente en su discurso de posesión, después de
quitarse y volverse a poner la banda presidencial. El estadio, rellenado por
simpatizantes de su partido, políticos, empresarios y los representantes del
cuerpo diplomático, era ajeno a la batalla campal que ocurría en el resto de la
ciudad. Apenas lograban ver el sobrevuelo de los helicópteros militares que
desde el cielo daban instrucciones a la infantería para interceptar a los
manifestantes.
Afuera, cuando los gases y las detenciones
dispersaron a los manifestantes menos agresivos –adultos y niños–, grupos de
jóvenes encapuchados, armados con piedras y palos y con toda la disposición de
expresar su descontento aún a costa de enfrentamientos con la autoridad,
tomaron el relevo y marcharon por diversos puntos de la ciudad gritando “¡Fuera
JOH!”, el canto de la oposición desde los ya lejanos tiempos de campaña. A la
guía de los helicópteros respondieron con motociclistas que inspeccionaban el
terreno, un kilómetro adelante del núcleo de la marcha. Pero los policías
venían atrás.
Intercambiaron gases por piedras, se
convirtieron en protagonistas de una ciudad con las calles vacías que policías,
taxistas, periodistas, manifestantes, obreros y cuerpos de socorro han
aprendido a leer: el humo negro es quema de llantas. El blanco son gases
lacrimógenos. Dos días antes, escuché en la radio a un hombre decir: “Yo no sé
qué le han echado a este gas, que está más fuerte”.
Así lleva Honduras dos meses. Todos los
días. Desde que los hondureños fueron a las urnas a elegir presidente y los dos
principales candidatos –Nasralla y Hernández– se proclamaron vencedores. Uno,
Nasralla, porque llevaba una considerable ventaja con el recuento de casi el 70
% de los votos, justo cuando se cayó el sistema informático. Otro, Juan Orlando
Hernández, porque cuando volvió el sistema él ya había remontado. El proceso fue tan irregular que hasta la
OEA –¡la OEA!– dijo que no podía avalar ningún resultado y recomendó que las
elecciones se repitieran. Pero el Tribunal Supremo Electoral, controlado
por Hernández, lo declaró ganador. Nasralla gritó fraude y decenas de miles de
hondureños salieron a las calles a gritar lo mismo.
Desde entonces, casi cuarenta personas han
sido asesinadas y los organismos de derechos humanos denuncian detenciones
arbitrarias y operaciones dirigidas para acosar, capturar o golpear a sus
dirigentes; los periodistas nacionales e internacionales son acosados,
amenazados, detenidos o interrogados por policías y militares. El país
atraviesa una profunda crisis política generada por la reelección. Si el
segundo mandato de Hernández continúa como inicia, no podrá gobernar.
Esta crisis política marcará la historia
de Honduras como la marcó el golpe de Estado de 2009. Y mucho tienen en común:
las ambiciones de poder de dos presidentes; la determinación de la Fuerza
Armada para reprimir a quienes protestan; la intervención estadounidense para
determinar el estado de las cosas; y la infructuosa, inútil oposición de la OEA
a estas consecuencias: entonces un golpe de Estado, ahora un fraude electoral.
En Honduras, democracia es el nombre que reciben cosas que en otros lados se
conocen de otra forma: impunidad, corrupción, contubernio, violencia,
narcotráfico…
pobreza.
A la ceremonia en el estadio sólo se podía
asistir con invitación. Miles llegaron en buses contratados por los
organizadores, con un boleto que les daba derecho a un almuerzo. Salieron del
estadio antes que el presidente, a hacer cola junto a los camiones de comida,
para que les dieran la bolsita con el almuerzo donde les correspondía: los de
Olancho, El Paraíso y Danlí en este camión. Después, volvieron a sus pueblos
distantes, a seguir siendo pobres.
Por la tarde, las estrechas calles del
centro de Tegucigalpa se convirtieron en ratoneras. Las fuerzas de seguridad
cazaron a su antojo. Se escucharon otra vez las sirenas, los gritos, los
disparos. Se elevaron nuevas cortinas de humo. Humo blanco de Pennsylvania.
Uniformados capturaron a jóvenes y los sometieron a macanazos.
El reinstalado presidente Hernández no
perdió tiempo para demostrar sus intenciones: si en los últimos meses ha sido
desafiado por la calle, hoy la calle pagó. Cantaron durante meses la canción
que exige su salida, llamada “JOH, es pa’fuera que vas”, la más popular del
país. Pero JOH no se fue. Se quitó la banda presidencial sólo para volvérsela a
poner. Puede que hoy no tenga ni legitimidad política ni social. Puede que no
tenga gobernabilidad. Pero tiene el poder.
Al caer la noche, se escucharon nuevos
estruendos provenientes del cerro Juana Laínez. Desde las inmediaciones de la
bandera se elevaron hermosos fuegos artificiales que iluminaron el cielo de
Tegucigalpa durante varios minutos. Alguien gastó mucho dinero para celebrar la
renovación de la democracia. Se llegó el 27 de enero. JOH se quiere quedar
cuatro años más.