Jose
Arregi
www.religiondigital.com / 160518
Dentro
de una semana es Pentecostés, que en griego significa cincuenta. En la liturgia
cristiana, es la fiesta del Espíritu o del aliento universal, alma de cuanto
es, energía originaria que crea y une, mueve y transmuta sin cesar todas las
formas. Todo, sin cesar. También las religiones, y a esto me referiré en
particular.
Cuenta
el libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por el año 80, que cincuenta
días después de la Pascua, estando las discípulas y discípulos de Jesús
encerrados en su cenáculo, de pronto irrumpió el Espíritu, ardió como llama de
fuego en sus corazones, disipó sus miedos, los lanzó afuera, “hasta el fin del
mundo”. Hablaron nuevas lenguas, rompieron los límites de su religión judía,
inventaron nuevas formas sin sujetarse a ellas, trascendieron fronteras, se
hicieron hermanas y hermanos de todos, con un mensaje simple y hondo: el
Evangelio de Jesús, liberador de opresiones, sanador de heridas.
Sin
embargo, no mucho tiempo después, los seguidores de Jesús se hicieron
“cristianos”, construyeron templos, erigieron sacerdocios y jerarquías,
definieron dogmas. El nuevo movimiento se volvió religión. Y así dos mil años
hasta hoy.
Pero
hoy vivimos, de nuevo, un tiempo singular y crítico. Un tiempo espiritual
postsecular y postreligioso a la vez. Un nuevo tiempo en el que el Espíritu
irrumpe y se postula más allá de las religiones, y éstas vuelven a revelarse
como meras formas contingentes y pasajeras del Espíritu. Lo viejo se desvanece
y lo nuevo no ha hallado aún su forma dinámica, mutante y transformadora, su
forma fecunda. Todo indica que, para una mayoría creciente, ya no será una
forma religiosa en el sentido tradicional: un sistema de creencias, ritos y
normas inmutables, fundadas en seres “sobrenaturales” y sometidas a una
autoridad sagrada, jerárquica, infundida de lo alto. Como nunca hasta hoy desde
el origen de las grandes culturas religiosas, se dibuja en el horizonte el
ocaso de este marco religioso tradicional que tomó cuerpo hace unos 8,000 años
en el valle del Nilo, en los oasis de Palestina y Siria, en las fértiles
llanuras del Tigris y del Éufrates en Irak, en los valles del Indo y del Ganges
en la India, y a orillas del Chang Jiang (“el río largo”) y del Hohangho (“el
río amarillo”) en China…
Es
propio de las religiones, como de todas las formas, aparecer, evolucionar y
pasar, dar paso –pascua– a otra forma que sostenga la vida, una forma que puede
ser o no ser religiosa. Las religiones desaparecen cuando, por múltiples
razones, fallan sus creencias, es decir, cuando sus credos y códigos pierden
credibilidad cultural.
A
lo largo de los últimos milenios, incontables religiones, grandes y pequeñas,
han desaparecido, a veces por evolución interna, a veces por asimilación, y no
pocas veces por represión violenta. Miremos, por ejemplo, la extinción masiva
de las religiones indígenas del continente americano en los últimos 500 años. Y
miremos el imparable proceso de desaparición que hoy mismo, desde hace 100 o
solo 50 años, ante nuestra mirada apenada y resignada, están padeciendo tantas
religiones tradicionales de América, África y Oceanía: ¿qué será muy pronto de
la religión de los aborígenes australianos, de los maoríes de Nueva Zelanda, de
los mapuches de la Araucanía chileno-argentina o de los rapanuis de la Isla de
Pascua con sus imponentes Moáis que miran al mar, al Infinito en su horizonte?
Y, más pronto que tarde, ¿qué será de la religión de los Akán de Ghana, Costa
de Marfil y Togo, los zulús de Sudáfrica, Mozambique, Zambia y Zimbabue, o los
masáis de Kenia y Tanzania?
Pero
miremos más cerca, a nuestro propio continente europeo. El cristianismo, por su
pujanza espiritual, por su creatividad cultural y por sus alianzas con el poder
político, absorbió y reemplazó las viejas religiones griegas, romanas, eslavas,
bálticas, escandinavas, germánicas, celtas y otras. Solo quedó el cristianismo.
Pero
hoy, a su vez, ¿no está quedándose el propio cristianismo solo y aislado,
disociado del marco de lo “creíble” y practicable, perdida su credibilidad
cultural? Stephen Bullivant, profesor de teología y sociología de la religión
de la Universidad de Saint Mary (Londres), ha publicado recientemente un libro
que describe la situación de la juventud europea en relación con la religión:
“Adultos jóvenes de Europa y Religión”. Los datos concretos se han difundido y
están a disposición de cualquiera en internet. Por ejemplo: solo el 2% de los
jóvenes adultos van semanalmente a misa en Bélgica, el 3% en Hungría y Austria,
el 6% en Alemania, si bien es verdad que en Polonia lo hace todavía el 47%,
(pero no nos engañemos: hace solo unas décadas eran mucho más). Lo vemos cada
domingo con nuestros propios ojos. Y no es solamente que no asista ningún joven
adulto, sino tampoco casi nadie por debajo de los 60-65 años. Una religión que
no se practica está moribunda. El declive se extiende rápidamente.
Pero,
dicen muchos sociólogos, eso sucede solo en Europa. Europa no es la regla,
añaden, sino la excepción de la secularización y del ocaso de las religiones. Y
aducen como prueba la situación de los Estados Unidos de América, una sociedad
puntera en el conocimiento y muy religiosa a la vez. Pero mírese bien: no solo
cada uno sigue allí libremente su propia religión, sino que cada uno la
entiende y la vive a su propia manera (hasta la grotesca caricatura de Donald
Trump, sedicente cristiano presbiteriano de no sé qué iglesia). Claro que la
“herejía”, es decir, la elección individual, es inevitable, y en buena medida
deseable, pero una vez que se llega a ese punto, cuando se pone en tela de
juicio el principio de la autoridad religiosa constituida, empieza justamente
la disolución de una religión sustentada en creencias y normas de conducta
controladas por una autoridad exterior. La libre decisión personal y la
individualización llevan derecho a la fragmentación y/o la disolución de la
religión como sistema.
Así
sucedió en Europa, y así sucederá, tarde o temprano, en América del Norte y del
Sur y en todos los continentes. La razón crítica, la difusión de las ciencias y
el principio de la libre decisión personal acarrean inevitablemente la superación
de todas las religiones tradicionales, incluido el cristianismo. En esta
situación nos hallamos. Ése es el horizonte que se abre ante nosotros. Pero no
es un desierto sin vida. Nuevos horizontes nos abren al Infinito.
En
esta situación planetaria, con tales horizontes abiertos, si no queremos
resignarnos a la alternativa destructiva de Donald Trump ni a ningún tipo de
fundamentalismo religioso igualmente destructivo, si aún queremos ser una
humanidad hermanada y feliz en la comunión de todos los seres, tendremos que
beber de la fuente interior universal, del Espíritu que nos une y nos hace
respirar, libres de todas las formas, dogmas y autoridades, pero hermanos de
todos los seres. El Espíritu es el ocaso
de las religiones, pero nada habremos ganado si no respiramos a fondo Espíritu
y Vida.