Jose Arregi
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/ 301017
El martes se cumplen 500 años
desde aquel 31 de octubre de 1517 en que Martín Lutero, hombre de mente y de fe
iluminada, genio de la palabra y de la escritura, publicó sus célebres 95
tesis. Un texto breve, comedido y agudo. Un texto profético, que marcó el
comienzo de las reformas protestantes y de una nueva Europa.
No hay derecho –denunciaba
Lutero– a que el papa venda indulgencias. No hay derecho a que a pobres y ricos
–sobre todo a los pobres– les haga creer que después de la muerte podrán quedar
libres del terrible fuego del purgatorio a cambio de dinero. No hay derecho a
que amargue los gozos de la vida presente con la amenaza de castigos futuros.
No hay derecho a que utilice las creencias y los miedos de la gente para llenar
su bolsa y las arcas del Vaticano. Está en juego la fe, la vida, el Evangelio.
El papa declaró hereje a
Lutero, y le plantó ante la alternativa canónica: o retractación o excomunión.
“No puedo ni debo retractarme contra mi conciencia. Que Dios me ayude. Amén”,
dijo Lutero. Fue excomulgado. Y se convirtió en profeta hereje.
¿Un profeta hereje? No cabía
semejante idea en la teología que me enseñaron a los 20 años, pero luego aprendí
que todos los profetas, de un modo u otro, han sido herejes tanto en las
religiones como en la política, e incluso a veces en las ciencias. Que solo
quienes han cuestionado las verdades heredadas han empujado la historia hacia
adelante. Que solo los innovadores han impulsado la humanidad a un futuro
mejor, solo los que no se resignan a lo conocido, ni se detienen ni dicen: “Ya
está. Esto es”.
El
Evangelio me enseñó que también Jesús fue por excelencia un profeta hereje.
Prefirió la compasión activa a todas las creencias, ritos y normas religiosas.
No le importaron el pecado y la culpa, sino el sufrimiento y las heridas.
Tampoco la absolución de la culpa, sino la curación de las enfermedades y la
liberación de toda opresión. Nunca se ocupó de indulgencias para el más allá.
Anunció la transformación de este mundo, no premios y castigos divinos después
de la muerte. Puso primeros a los últimos, y últimos a los primeros. Revolucionó
valores, criterios y certezas.
La historia de la Iglesia me
enseñó que Santo Tomás de Aquino, que se convirtió luego y sigue siendo aún
para muchos el canon de la ortodoxia, fue primero condenado por el obispo de
París, y que al final de la vida quiso quemar su Suma Teológica, diciendo: “No
es esto, nada de esto”. Y que San Ignacio de Loyola, cuya Compañía se puso al
servicio de la Contrarreforma, fue procesado siete veces por la Inquisición a
causa de sus Ejercicios, porque en ellos ayuda al ejercitante a hacerse sujeto
libre y dueño de sí. Y que Santa Teresa de Ávila vivió siempre estrechamente
vigilada por la misma Inquisición porque era mujer, mística y libre. Y que San Juan
de la Cruz estuvo encarcelado durante ocho meses en la cárcel del convento de
Toledo por ser reformador y por no retractarse de sus ideas reformadoras, por
fiarse de su propia fuente, por dejarse guiar por la llama que ardía en su
interior, en lo más profundo de todo ser humano y de todas las criaturas. Y así
un larguísimo etcétera. No basta con ser hereje para ser profeta, pero nadie
puede ser profeta sin ser hereje de una forma u otra.
Lutero denunció y reformó el
rígido sistema dogmático y moralista, clerical y jerárquico, aliado de la
riqueza y del poder, en que se había convertido la iglesia itinerante de Jesús.
Fue profeta.
Y si algo se le debe
reprochar es que no lo fuera hasta el fin, que acabara haciendo de su propia
profecía herética una nueva ortodoxia y condenando a sus propios disidentes y
aliándose con los príncipes para sofocar la liberación de los campesinos.
A pesar de todo, fue y sigue
siendo testigo del Evangelio. Testigo de que es la confianza, no el dogma ni el
rito ni la moral, la que nos sana y transforma. Testigo de que es el Espíritu
viviente, no la sumisa repetición de la letra, lo que hemos de buscar en cualquier
texto del pasado. Testigo de que son la
libertad y la compasión de Jesús, no las viejas estructuras jerárquicas, las
que harán de la Iglesia hogar y sacramento de humanidad. Y, por sus propias
sombras, también es testigo de lo mucho que le faltó y nos falta todavía para
ser de verdad Iglesia evangélica, profética y reformadora.