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El delegado de
Xochimilco, Avelino Méndez, puso pies en polvorosa en el pueblo de San
Gregorio. El pasado 21 de septiembre, una multitud enfurecida lo corrió de ese
barrio a patadas, golpes, piedras y mentadas de madre. Le reclamaba la falta de
atención a los damnificados y el sólo irse a tomar la foto. Protegido por un
grupo de colaboradores, el funcionario logró escapar trepando a un camión en
movimiento.
Días antes, el 12
de septiembre, en Juchitán, Oaxaca, un grupo enfurecido de padres de familia,
abuchearon, gritaron y reclamaron al secretario de Educación, Aurelio Nuño, la
escasa ayuda del gobierno federal a los damnificados por el sismo. Impotente,
el funcionario demandó: Déjenme hablar. Déjenme decir a lo que vengo. Fue
inútil. Los gritos en su contra arreciaron y debió de pasarle el micrófono al
gobernador de Oaxaca para que lo rescatara.
No corrió con
mejor suerte el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong. Cuando el
20 de septiembre se presentó en mangas de camisa a las ruinas de la fábrica
derrumbada en Chimalpopoca y Bolívar, fue increpado por los rescatistas del
barrio, en su mayoría albañiles y obreros, que habían trabajado con picos y
palas en remover escombros más de 24 horas seguidas. Rodeado de granaderos, el
funcionario trató de abrirse paso infructuosamente entre los voluntarios,
mientras recibía un alud de insultos y proyectiles improvisados. ¡Fuera,
fuera!, le gritaban, mientras pedía calma.
El 22 de
septiembre, decenas de enfurecidos integrantes de organizaciones
sociales tomaron el centro de acopio del DIF estatal en Morelos,
abrieron tres tráileres de ayuda humanitaria sin descargar y vaciaron la bodega
llena de víveres sin distribuir, secuestrados por el gobierno de Graco Ramírez.
Los indignados decidieron distribuir por su cuenta varias toneladas de apoyos a
quienes los necesitaban. El enojo les nació de la pretensión del mandatario
estatal (es un decir) de monopolizar la distribución de las ayudas.
Todos estos casos
de explosiones de encono popular contra autoridades gubernamentales distan de
ser hechos aislados. Son parte de un clima general de inconformidad que se
incuba en muchas partes del país.
Muchos rescatistas
tienen los ánimos crispados. Convencidos de que están en la primera línea del
desastre para tratar de salvar vidas, chocan con quienes fueron enviados allí
para recibir órdenes. Cuando menos se han suscitado tres enfrentamientos a
golpes entre voluntarios y policías (en Chimalpopoca, Tlalpan y Álvaro
Obregón); los pleitos con funcionarios delegacionales, a los que se acusa de
agandallarse la ayuda y entorpecer los rescates, han sido incontables y, con
harta frecuencia, se han producido jaloneos con marinos y soldados.
Los sismos de
septiembre abrieron una enorme cuarteadura en el edificio institucional de la
democracia representativa. Lejos de apaciguarse con el paso de los días, la ira
de rescatistas y ciudadanos hacia políticos, partidos e instituciones
electorales crece. La exigencia de destinar a la reconstrucción recursos para
el financiamiento de campañas electorales y partidos políticos se ha convertido
en una bola de nieve, que rueda impulsada por una profunda indignación.
La rabia crece
también al evidenciarse las huellas de la rapiña inmobiliaria y la corrupción
detrás de los 40 edificios que colapsaron y los casi 4 mil que tienen severos
daños estructurales en ciudad de México. Miguel Ángel Mancera abrió de par en
par la puerta de los negocios salvajes a los especuladores de bienes raíces.
Las licencias de construcción se repartieron como billetes de lotería. El
resultado está a la vista: edificios nuevos que se desplomaron como castillos
de naipes y antiguas construcciones dañadas por los sismos de 1985 que, en
lugar de ser derruidas fueron remozadas.
Miguel Ángel
Velázquez, puso el dedo en la llaga en una crónica en La Jornada publicada
el 20 de septiembre: Pero, ¿quién le dio permiso a la muerte? De alguna manera
alguien puso la firma en un papel que permitió que la ambición del o los dueños
del inmueble abriera la puerta a esta desgracia que ya había sido pronosticada.
Parte de esta
tragedia fue alimentada por un claro conflicto de interés entre quienes
edifican y quienes deben vigilar que se haga de acuerdo con las normas
establecidas. El 22 de septiembre, la investigadora en educación Alma Maldonado
denunció: Uno de los mayores problemas de las constructoras es que tienen su
propia supervisión para hacer porquerías. Dos días después, The New York
Times explicó cómo la inspección de obras ha sido concesionada a
ingenieros que son contratados y pagados por los mismos desarrolladores
inmobiliarios. Son juez y parte. Por ello, con frecuencia la misma persona es
empleada por una sola empresa para supervisar diversas obras y muchos
inspectores ni siquiera están presentes en todas las fases de la construcción.
El enojo ciudadano
crece también con la burla y manipulación informativa de Televisa y Semar en
casos como el de Frida Sofía. Aunque nunca ha dejado de estar allí, con esta
cobertura el Canal de las Estrellas se metió de lleno en la era de la
posverdad, en la conversión de la realidad en telenovela para promover la
candidatura de Aurelio Nuño, en la trasmutación de la tragedia en espectáculo
para el rating. Los alquimistas de la comunicación, que creyeron encontrar
en el show del rescate de la niña inexistente su nuevo flogisto
mediático, ofendieron a las víctimas y faltaron el respeto a la audiencia.
Con furia, hace
hoy justo tres años, la desaparición forzada de 43 normalistas rurales de
Ayotzinapa sacudió la conciencia de una nueva generación y la lanzó a la calle
para exigir al Estado la presentación con vida de los estudiantes. Ira sobre
ira, los sismos de septiembre han vuelto a convocar a los jóvenes
a tomar las calles, ahora para organizar el rescate de los
sobrevivientes, remover escombros y alimentar a los damnificados. Lo han hecho
con generosidad, valentía, tenacidad e inteligencia. Dueños de su destino sin
intermediario político alguno, su solidaridad y cooperación son simiente para
un otro México.