Miguel Antonio Bernal
Lo más grave de los múltiples casos de
corrupción de servidores públicos -que no han cesado de aparecer los últimos
años en Panamá-, es la ausencia de voluntad de investigación, procesamiento y
sanción. El caso Odebrecht, es solo la punta del tempano.
Ello evidencia una actitud y un comportamiento de
complicidad y encubrimiento de parte del Ministerio Público y de las
autoridades competentes, que van más allá del flagelo social que caracteriza a
la corrupción y a su inseparable pareja: la impunidad.
La ausencia de una decidida reacción ciudadana para
contener el daño, aplicar correctivos y regenerar la función pública, sirve de
abono y nutriente para que los factores reales de poder, que controlan los
Órganos del Estado, consideren que pueden seguir sembrando vientos si, pero
cosecharán tempestades, o sea: violencia. “Deber de estadistas, analistas y
polemistas, es estar atentos a los factores que puedan producirla y sugerir
medios para prevenirla antes de que desbarate con su vorágine a personas
inocentes, como ocurrió en Panamá a principios del siglo XX”, ha dicho con
muchísima razón Carlos Guevara Mann recientemente (ver: Julio Cruento-año
32/julio/2017)
Hace mucho ya
que, bien
común, la defensa del interés general y el servicio a los conciudadanos parecen
haber sido expulsados de la función pública y debemos actuar al unísono para
reintegrarlo, para mejorar de verdad nuestras pautas sociales, de lo contrario
nos encontraremos sin instituciones públicas y, hay que decirlo, sin los
recursos humanos para ser sociedad.
La transmutación de roles entre los "políticos" y los funcionarios ha
ido generando un travestismo institucional, entendido como la transmutación de
roles entre los políticos y los funcionarios. O sea, "políticos que en la
práctica se ocupan más de prácticas y competencias funcionariales y
funcionarios que atienden más a prácticas y competencias de carácter
político". En Panamá, esta absurda inversión de roles no tiene nombre y es
mortal.