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Octubre de 2013.
Jaureguiberry, un balneario uruguayo de 500 habitantes. El funcionario
abre la carpeta y saca un folio con el orden del día. En torno a la mesa están
sentados los once miembros de la liga de fomento de esta localidad, situada a
80 kilómetros de Montevideo.
Temas a tratar: luminaria, limpieza, caminería,
escuela. El funcionario comienza por el último de estos puntos, la construcción
de una nueva escuela, por la que esta comunidad lleva 25 años esperando. El
diálogo se produce sin preludios formales:
— Y, ¿ya saben dónde van a construir la escuela
rara?
— ¿Escuela rara?– dicen los vecinos,
sorprendidos.
— Sí, la escuela rara– insiste el funcionario.
La escuela inteligente.
— ¿Escuela inteligente?– replican los vecinos.
El empleado municipal saca entonces un papel donde
figuraba el plano del proyecto, que definitivamente se parece a cualquier cosa
menos al plano de una escuela. ¿Qué hacen tantos neumáticos en medio de
aquellas paredes curvas? Toda una rareza que pilla desprevenido al vecindario.
Rafael Muñiz, presidente de la liga de fomento, recuerda que por fortuna en uno
de los márgenes de aquel boceto estaba escrito el número de teléfono de un tal
Martín. “Y bueno, lo llamamos y apareció él, con un grupo de gurises”,
recuerda Muñiz.
El tal Martín y los gurises —como se
denomina aquí a los chavales— era un grupo de cinco amigos veinteañeros
que un par de años antes se había reunido en un café montevideano para
configurar las piezas de un plan: levantar una escuela sostenible, pública y
rural —replicando uno de los modelos de bioarquitectura concebido por
el estadounidense Michael Reynolds— a partir de materiales desechables.
“No son desechos”, corrige Jairo, de 12 años, a
este reportero. “Es material reutilizable, que es distinto. No son desechos”,
añade con tono solemne. A continuación, Jairo se explica: “Esta escuela está
hecha con neumáticos viejos, botellas, latas y cartones, que ya fueron usados y
nosotros los volvimos a usar. La escuela se alimenta sola. Usa la energía
solar —agrega al tiempo que señala las placas fotovoltaicas colocadas en
el techo— y el agua de la lluvia. La escuela nos cuida, pero nosotros
tenemos que cuidarla también”. Maru, otra interlocutora de 9 años y alumna de
la escuela como Jairo, nos acompaña hasta la galería cerrada que precede a las
tres aulas y alberga un huerto orgánico con las frutas y hortalizas que
abastecen al comedor escolar, habilitado en un predio comunitario contiguo a la
escuela.
Ambos aprendieron en diversos talleres que la misma
agua que riega este huerto en la escuela se emplea cuatro veces, en distintas
fases. “Es agua de lluvia”, aclara Maru. Gracias a la inclinación del techo, el
líquido se desplaza hasta los tres tanques ubicados en la parte posterior del
edificio, con capacidad para 30.000 litros. Tras un proceso de filtración, los
niños pueden beberla, lavarse las manos o regar el huerto. El agua sobrante
llena las cisternas de los lavabos, la misma que luego de pasar por dos cámaras
sépticas completa su ciclo al frente del edificio, soterradamente, regando las
plantas y arbustos autóctonos que conforman un humedal.
La “escuela rara” ha llamado la atención de miles
de visitantes desde su inauguración, en marzo pasado. Hace unas semanas, en
pleno invierno uruguayo, se celebró una ajetreada jornada de puertas abiertas.
“Hace un frío que pela”, rezongaba un señor antes de entrar al edificio, con el
mate y el termo bajo el brazo. Un “frío que pela” es un combo de una
temperatura de 6 ºC, con llovizna antojadiza y gélido viento oceánico que no
deja pájaro a la vista. Pero dentro le esperaba una sorpresa: una temperatura
de 20 ºC, sin aparato de aire acondicionado.
He aquí otra de las claves de la escuela, la
orientación (hacia el norte) con el fin de absorber el poco o mucho calor del
sol. Y otra más: el grosor de las paredes, auténticas masas térmicas que
mantienen la temperatura interior, durante todo el año, entre 18ºC y 22ºC.
Explicado esto, un joven voluntario guía a los visitantes hasta el fondo de la
galería —mientras los niños tocan las plantas y descubren el olor de la
albahaca y el perejil— para enseñarles un pequeño trozo enmarcado de
pared, una especie de radiografía que deja al descubierto las entrañas del
edificio: neumáticos, latas, botellas de plástico, arena, pedregullo y algo de
cemento.
Para construir la escuela se utilizaron aproximadamente
2.000 neumáticos, 5.000 botellas de vidrio, 3.000 botellas de plástico y 14.000
latas de aluminio, además de cartón y nailon. Todo se juntó con la colaboración de empresas y
cooperativas de reciclaje, así como de “puntos verdes” que fueron colocados
en el balneario y también en Montevideo, aprovechando los festivales de música
y otros eventos.
El otro 40% de la obra fue cubierto con materiales
tradicionales, como arena, tierra, pedregullo, cemento, madera y los cristales
de la gran galería invernadero.
Siguiendo el método de Reynolds, los neumáticos se
rellenaron con arena o pedregullo y se colocaron en hileras de tres en la parte
inferior, dos en la media y una en la superior. Botellas, nailon, cartón y
latas sirvieron para rellenar todo hueco y luego el cemento cubrió el edificio
para evitar que el sol tome contacto con las gomas. La parte posterior de la
escuela sorprende a los visitantes con un gran terraplén que parece querer
tragársela, pero que funciona como un gran caparazón aislante y por donde
asoman las bocas de unos tubos que atraviesan el montículo y desembocan en las
aulas para refrescar el ambiente en verano. Cuando afuera es normal que haga
una temperatura de 38 ºC, dentro nunca supera los 22 ºC.
Se trata de la primera escuela sustentable de América Latina, nada menos, y así lo anuncia un gigantesco
cartel en plena Ruta Interbalnearia, camino de Punta del Este, el más exclusivo de
los balnearios uruguayos, por donde pasan cientos de miles de viajeros. El
recinto, que tiene un total de 270 metros cuadrados, abrió sus puertas en marzo
tras una maratoniana construcción (poco más de un mes), en una fiesta
transmitida en directo por todos los telediarios. Allá estaban los 40 alumnos
que tienen entre 3 y 12 años, los vecinos, los políticos y la ONG Tagma al
completo, integrada por Martín Espósito y sus amigos, aquellos muchachos que
una vez idearon este plan en un café montevideano.
Espósito recuerda que fue en 2011 cuando un amigo
le recomendó que viese un documental, El guerrero de la basura, sobre Reynolds, su concepción de la arquitectura,
su obsesión por reutilizar lo que el mundo descarta y su pacto irreductible con
la naturaleza. Espósito, vinculado al activismo medioambiental, reunió a sus
amigos para contagiarles la idea de construir una escuela pública, rural,
tomando como referencia el Modelo Global, adaptable a cualquier
clima, ideado por aquel arquitecto yanqui irreverente. Pero, ¿cómo convencer a
Reynolds? Espósito le escribió un correo electrónico y nada. Envió un segundo y
nada. El tercero tampoco tuvo respuesta. Un día llamó y le respondieron. Le
dijeron que sí, pero que primero juntara la plata.
No se trataba solo de dinero. Había que encontrar
el lugar y convencer a los gobernantes y a la comunidad, de las ventajas de
aquella rareza destinada a convertirse en centro escolar. Para eso tuvieron que
lidiar con la burocracia, tantas veces tosca y predispuesta a trabarlo todo. El
proceso, cual novela kafkiana, duró cinco años. Pero ya tenían el sí de
Reynolds. Así que crearon una ONG a la que llamaron Tagma. Luego
formalizaron el proyecto y carpeta en mano recorrieron más de 50 empresas,
hasta que una firma comercial local, Nevex, decidió cubrir la práctica
totalidad de los 300.000 euros que costó el edificio.
“La escuela pública siempre ha sido el espacio
democrático por excelencia en Uruguay y estamos convencidos de que puede ser el
motor ideal para construir este cambio cultural”, sostienen desde Tagma. La
carpeta dio tumbos por varias oficinas públicas, llegó a manos de intendentes,
secretarios de intendentes, legisladores y secretarios de legisladores. Entre
varios noes se abrió paso el sí de las autoridades de la educación primaria y
el apoyo de la Facultad de Arquitectura de la universidad pública.
Se barajaron varios destinos, hasta llegar al
actual, Jaureguiberry, fundado en los años 30 del siglo pasado por un ingeniero
que soñó con convertir aquellos arenales en un parque natural. Cuentan que don
Miguel Jaureguiberry plantó pinos, acacias y eucaliptos, que atrajeron
benteveos, calandrias, horneros y pájaros carpinteros, primeros inmigrantes de esta
zona. Probablemente de ese “visionario”, como lo llaman los vecinos, provenga
la afianzada conciencia ambientalista de los lugareños reflejada en su
portal Jaurecológico.
“Lo que más hemos aprendido es que no te podés
sentar a esperar y que también hay que trabajar en varios frentes al mismo
tiempo", comenta Espósito. "Hay conservadurismo y miedo, porque al
final todo tiene un trasfondo político y en política los errores son difíciles de
subsanar”. Precisamente, el miedo del que habla Espósito fue lo que hizo que
algunos vecinos dudaran en un comienzo de la viabilidad del proyecto. Le pasó
al abuelo de Maru. "Él decía que esto iba a ser un desastre. Decía que no
y que no. Solo yo y mi mamá queríamos la escuela”, explica. Y ahora, ¿el abuelo
está contento? “Está calladito”, responde Maru.
Reynolds, el guerrero de la basura, llegó a Montevideo en mayo de 2015 para conocer a
la comunidad y ofrecer una conferencia sobre los pilares de Earthship
Biotecture, la empresa que fundó luego de superar los avatares del sistema
académico estadounidense, renuente —sobre todo 45 años atrás— a un
modelo tan poco convencional. Y según confesó, se enamoró del proyecto uruguayo
por tratarse de un atrevimiento de veinteañeros, una escuela pública y una
comunidad rural celosa del espacio que habita. Dejó entrever que está cansado
de toparse con magnates que se apuntan a tendencias pasajeras sin conciencia
alguna de la integración y el equilibrio que debe existir entre nosotros y el
espacio que habitamos.
En febrero, el arquitecto de melena incorregible se
plantó en Jaureguiberry con 23 técnicos de la academia Earthship. En total, la
construcción estuvo a cargo de 140 voluntarios, hombres y mujeres, de Uruguay y
otros 30 países, que combinaron clases teóricas con el trabajo físico. Mientras
una mitad estaba en la obra, la otra estudiaba el método de construcción de Earthship
en un local contiguo a la escuela. Los vecinos colaboraron en la búsqueda de
alojamiento para los voluntarios, además de participar desde 2014 en talleres
sobre medioambiente. “Cambiar la conciencia global de cualquier tema, sea bioconstrucción u
otra cosa, lleva tiempo. Duele deshacer patrones y ahí veo el valor de
Earthship: te hace parar y hacerte preguntas”, comenta Laryssa Toroshenko, de
29 años, voluntaria que llegó desde Canadá y es fiel seguidora del proyecto
desde 2013.
Cerca de Toroshenko, solícita y atenta a todo lo
que pasaba en el pueblo estuvo Sandra Coppes, que lleva 46 de sus 50 años
viviendo en Jaureguiberry y tiene tres nietas que asisten a la nueva
escuela. “Hace muchos años que soñaba con tener una escuela acá. Por eso
hice propio este proyecto. Ahora hay que cuidarla y mantenerla”, dice. Desde
muy joven, Coppes ha trabajado como empleada de hogar, con los altibajos que
ello supone en un balneario. Ahora sus planes cambiaron, decidió construir un
pequeño quiosco con botellas de plástico, arena, latas, madera y algunos
envases de vidrio. Experiencia no le falta. Y según ella misma explica,
Jaureguiberry no anda sobrado de tiendas de bebidas y alimentos. Así que,
probablemente, el nuevo emprendimiento de Sandra siga la buena estela que ha
dejado la escuela.