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/ noviembre 2019
¿Cómo
interpretar lo ocurrido en Bolivia? El movimiento que culminó con la renuncia
de Evo Morales y la polémica proclamación de Jeanine Añez como presidenta
interina fue producto de diversas dinámicas y anuncia un giro
político-ideológico en un sentido conservador. No obstante, el escenario
boliviano no está cerrado.
El presidente boliviano Evo Morales fue
derrocado. Para varios países, miles de observadores extranjeros y muchos
bolivianos, fue obra de un golpe de Estado. Los motivos que tienen para pensar
así son diversos, pero entre ellos sobresale la secuencia de los
acontecimientos del pasado 10 de noviembre. Poco antes de que Morales leyera su
renuncia en la televisión estatal, compareció ante la prensa el alto mando
militar, y su jefe, el general Williams Kaliman, «sugirió» al presidente que
dimitiera. «Post hoc ergo propter hoc»: como un hecho sucede a otro, se supone
que es causado por este.
Esto no considera, entre otras muchas
cosas, que también la Central Obrera Boliviana (COB), liderada por un dirigente
cercano al oficialista Movimiento al Socialismo (MAS), el minero Juan Huarachi,
pidió que Morales renunciara. ¿Por qué Huarachi, insospechable de ser
«proimperialista», hizo algo así? Porque en la movilización contra Morales
actuaron mineros de Potosí, una región que hasta 2015 fuera un bastión del MAS
y luego se volcó en contra de él, a causa de lo que sus dirigentes llamaron el
«ninguneo» de la región.
Por otro lado, otros muchos bolivianos
consideran que el proceso que derrocó a Morales fue una revolución libertadora
contra un «dictador». Una idea que no considera cuestiones como las siguientes:
¿por qué esta «dictadura» no intentó echar mano de los militares para defender
su poder? ¿Por qué no trató de acallar a los medios de comunicación en los que,
durante los 18 días que duró la movilización, los dirigentes de los comités
cívicos llamaron insistentemente a empujar al presidente fuera de su cargo? Y
las preguntas siguen.
La verdad no está en las interpretaciones
ideológicas. Sin embargo, seguramente el debate doctrinal sobre los sucesos
bolivianos –golpe o revolución libertadora– será tan interminable como
irreconciliable. Este artículo, lejos de intentar cerrar la discusión, quiere
abrirla, proporcionando nuevas perspectivas. Veamos.
La primera causa de la caída de Morales
fue un levantamiento masivo de los sectores urbanos y de clase media de la
población, que paralizó todas las ciudades del país, con la excepción de La Paz
y El Alto, y logró trabar el funcionamiento normal del país. Este levantamiento
comenzó luego de que el Tribunal Electoral anunciara que el resultado de las
elecciones del 20 de octubre había sido la victoria en primera vuelta de
Morales –resultado que la auditoría de las elecciones de la Organización de
Estados Americanos (OEA), solicitada por el gobierno boliviano, consideraría
posteriormente ilegítimo–. Sin embargo, las motivaciones de la gente para
actuar iban más allá de la «indignación por el fraude». La clase media «tradicional» nunca aceptó del todo a Morales. Las
razones eran varias: desde su condición de indio, que siempre fue un factor
importante de rechazo, hasta la devaluación, en su gobierno, de los capitales
educativos respecto de otro tipo de «capitales» (ser dirigente social era más
importante para obtener un puesto público que tener un doctorado), lo que
perjudicaba sus aspiraciones.
Ahora bien, esta oposición más o menos
constante de una clase a un gobierno que le quitó poder simbólico y político se
radicalizó y amplió a las clases populares por dos causas:
a) la decepción general por la maniobra
que Morales ejecutó para poder ser reelegido una vez más, pese a haber perdido
el referéndum de 2016, convocado para eliminar la prohibición constitucional
que se lo impedía;
b) las múltiples irregularidades y
contradicciones del proceso electoral del 20 de octubre de 2019 y la ineptitud
de los conductores del Tribunal Electoral.
La complicada y trabada aplicación
institucional del primer factor vació al Tribunal Electoral de capacidades
técnicas y de credibilidad social. También generó, entre bolivianos de diversas
clases sociales, la creencia de que el gobierno era capaz de toda clase de
triquiñuelas (de aplicar la vernácula «viveza criolla») para permanecer en el
poder.
Por estas razones, no solo la oposición
estaba ya predispuesta a denunciar fraude antes de la misma realización de las
elecciones, como denunció el MAS, sino que su denuncia caló y pudo ser creída
por amplias capas de la población. La desconfianza de la gente respecto del
gobierno fue determinante en la dinámica de radicalización de la protesta, pese
a las concesiones realizadas por el presidente, y también fue clave en la
adhesión de ciertos sectores populares e indígenas a las demostraciones de las
zonas del país y las clases más cerradamente antievistas. ¿Y qué provocó esta
desconfianza? No otra cosa que la actitud reeleccionista de Morales, que
chocaba con la cultura política boliviana, tradicionalmente favorable a la
alternancia.
El factor básico de la caída de Morales
fue la sublevación de las ciudades junto a algunos sectores de trabajadores.
Pero el factor desencadenante fue el motín de la policía, que se debió a
razones enraizadas en la gestión gubernamental (con Morales, la Policía perdió
privilegios y recibió menos beneficios que los militares). Sin embargo, al
estar esta institución semimilitarizada, por fuerza su comportamiento tuvo que
ser precedido por un proceso previo de descomposición de la disciplina, que
ocurrió por la «presión social ambiente», como ocurre en todas las insurrecciones.
El pueblo abruma a los uniformados con sus
solicitudes y chantajes emocionales. Así lo retrataron clásicamente los grandes
teóricos de la toma violenta del poder. Con una anticipación de más de un
siglo, Lenin describió los sucesos de los últimos días y las últimas horas de
Morales, cuando dijo que una situación revolucionaria se caracterizaba por que
«los de arriba ya no pueden seguir mandando como lo hicieron hasta ese
momento».
En efecto, el resorte último del poder,
los cuerpos militares, inicialmente subordinados al gobierno, al cabo se
independizaron de este y comenzaron a actuar de manera errática, contradictoria
y, en suma, tan sediciosa como la de los manifestantes: la Policía, de forma
activa, al sumarse a estos; las Fuerzas Armadas, de manera pasiva, al negarse a
defender al presidente, primero, y al pedirle su renuncia, después.
Huelga general, paralización de la vida
urbana, organización espontánea de las masas a fin de administrar los servicios
básicos y los medios de transporte, desarrollo embrionario de órganos
coercitivos, toma de instituciones estatales, «poder dual» en amplias zonas del
territorio: todos estos fenómenos, que forman un cuadro familiar para la izquierda
porque fueron parte de insurrecciones espontáneas caras a su historia (por
ejemplo, la de 1905 y la de febrero de 1917, en Rusia), también se dieron en
Bolivia durante las más de dos semanas de duración de la crisis.
Ahora bien, «insurrección» solo es el
nombre de una forma, la más extrema, de alteración del orden social, cuando
este se resquebraja y cede a una presión incontenible proveniente desde abajo.
El concepto no dice nada acerca de la naturaleza de este orden ni de la
dirección de la fuerza ascendente que lo rompe.
Bolivia es un país de insurrecciones. René
Zavaleta decía que era la Francia de Sudamérica, donde la política se daba en
su aspecto clásico: por medio de revoluciones y contrarrevoluciones. Hace 16
años, otra sublevación parecida a la actual, pero de signo contrario, derrocó
al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. En junio de 2005, otra insurrección
terminó con el gobierno de Carlos Mesa.
¿Qué orden se venía abajo en aquellos
tiempos? El orden democrático elitista neoliberal. ¿Cuál era el sentido de la
fuerza ascendente que lo echó abajo? Progresista, democrático-comunitarista y
antielitista. Al triunfar, esta fuerza consumó una revolución política (y no
social, según la célebre diferenciación marxista) de carácter antielitista, izquierdista,
nacional-popular e indigenista. Por una serie de contingencias, esta pudo ser
contenida por el marco democrático-liberal. Dadas sus características, esta
revolución, en el plano geopolítico, impuso al norte (más indígena e
indigenista) sobre el sureste del país (más blanco y conservador); es decir, a
La Paz y El Alto sobre Santa Cruz-Sucre-Tarija.
Ahora bien, ¿cuál era el orden que cayó
con Morales? El democrático, corporativo, reeleccionista y plurinacional. ¿Y
cuál es el sentido de la fuerza ascendente que lo derribó? No lo sabemos
todavía del todo, aunque ya existen algunos indicios:
- una fuerza dirigida por representantes
de las clases altas pero populista, capaz de dirigirse a la población en
general e interesada en influir sobre todas las capas sociales;
- una alianza entre dos sectores sociales:
uno predominantemente blanco y urbano, con exiguos nexos con los sectores
indígenas, y otro popular e indígena, sobre todo en Potosí;
- una fuerza que viene desde el sureste
del país y logra una adhesión precaria de La Paz, El Alto y Cochabamba, pero
que aún no está consolidada en estas ciudades;
- una fuerza antagónica al modelo
económico y político de Evo Morales. Por tanto, antiestatista (¿hasta qué
punto?) y opuesta (¿hasta dónde?) al Estado Plurinacional o Estado con derechos
especiales para los indígenas. En este sentido, es importante lo que pasó con
la bandera indígena o wiphala. Durante toda la movilización, fue signo del MAS
y quien la portaba se delataba como simpatizante de ese partido y como enemigo.
Pero luego de la renuncia presidencial y ante la violenta reacción de ciertos
grupos indígenas a la caída de Morales y, sobre todo, ante la quema y la falta
de respeto a la wiphala que se dio en la revuelta, los líderes de esta no se hicieron
problema e incorporaron esta divisa a su repertorio de agitación política;
- una fuerza conservadora, que busca
«regresar al Señor y la Biblia al Palacio», que aglutina seguidores y que
representa su movilización –en el sentido teatral de «representar»– con un
ceremonial religioso;
- una fuerza que se alinea bajo el signo
de la democracia liberal anticorporativa, que aún no sabemos si podrá
desplegarse en un marco democrático y si logrará o no formar un gobierno
plenamente legítimo.
En suma, podemos decir que el triunfo de
esta fuerza por medio de una insurrección es simétrico, pero inverso, al
triunfo insurreccional del ciclo nacional-popular (2006-2019). La historia
boliviana oscila pendularmente: un cambio de elites –una revolución política– se
despliega y prepara las condiciones para otro cambio de elites –otra revolución
política–, que entonces funciona respecto a la primera como una
contrarrevolución.
Se trata, insisto, del ya muchas veces
observado movimiento de péndulo de la historia boliviana, que va del proyecto
de las elites al proyecto contraelitario, y viceversa. Se trata, para decirlo
con otra figura, del «ciclo nacionalismo-privatismo-nacionalismo». O, para usar
términos famosos en el debate boliviano, se trata del «empate catastrófico»
entre dos bloques sociales, dos tipos de elites, dos áreas geográficas, dos
visiones del país que los dirigentes bolivianos, empeñados en juegos
ganar-ganar, hasta ahora no han sido capaces de conciliar y reconciliar. (Me parece un poco “robótica” esta conclusión)
Morales logró tener la hegemonía política
entre 2009 y 2014, pero no pudo conservarla porque no supo hacer la concesión
clave a la otra parcialidad: sacrificar su reelección, lo que le hubiera
permitido institucionalizar el poder del MAS. Por su parte, las fuerzas
ascendentes del momento tuvieron la oportunidad de pactar con Morales una
salida más ordenada de su gobierno, cuando, hacia el final, este pidió una
reunión para definir qué hacer con la crisis. Pero prefirieron no pactar y quitarle
todo el oxígeno al presidente, porque se engolosinaron con la posibilidad de
una victoria «final» sobre su gran rival de tantos años. El resultado ha sido
una victoria para ellas, pero una derrota dura para las fuerzas contrarias, y
por tanto una situación inestable y potencialmente explosiva, como se ha podido
ver en los primeros días del nuevo poder.
La falta de un sistema de pactos que
permita tramitar la «grieta» entre las elites plebeyas y las elites antiguas o
tradicionales: tal es la razón por la que el país no logra un «consenso
nacional» y se precipita en un círculo vicioso de revoluciones y
contrarrevoluciones.
Golpe de Estado, revolución y
contrarrevolución son tres formas de ruptura del flujo democrático; pueden dar
lugar, como en 2003-2005, a procesos políticos que luego se reinserten en tal
flujo, cumpliendo un requisito urgente en los tiempos que corren, y a procesos
que no lo logren, una falencia que, en estos mismos tiempos, conduce al fracaso
en el plano internacional. Cada una de estas categorías tiene implicaciones
preceptivas o de «deber ser». Se supone que «no se debe» ser golpe de Estado,
que se «debe» ser revolución, etc. De ahí que estos conceptos politológicos,
estos artefactos teóricos, se conviertan en instrumentos de la batalla
política.
Más allá de esta instrumentalización,
nosotros podemos recuperar el sentido «verdadero» del léxico. Descartaremos,
entonces, el concepto de «golpe de Estado», entendido en su sentido de putsch,
«blanquismo» o conspiración externa al proceso político concreto y, por tanto,
sin responsables: un producto exclusivo de la voluntad ajena, concepto que
absuelve al gobierno de Morales de todo error y que minimiza su desgaste de 14
años en el poder. Nos quedaremos, más bien, con este péndulo revolución-contrarrevolución,
como expresión de la fractura social que divide a la sociedad boliviana.
(No considera en ningún momento
todo lo que se pierde, todo lo que avanzó el gobierno de Morales. Me parece un
análisis manco y cojo, aunque tenga elementos interesantes)