Soledad Loaeza
www.jornada.unam.mx / 080918
Entre las ruinas de la revolución
sandinista se levanta hoy desafiante y temible, la figura de la esposa de
Daniel Ortega, Rosario Murillo, que es también vicepresidenta, cargo al que fue
elegida en 2016 cuando acompañó a su marido en la fórmula que ganó ese año las
elecciones presidenciales. La primera dama de Nicaragua es ahora el personaje
político más poderoso de su país con porcentajes de aprobación superiores a 70
por ciento, y ocupa una posición central en el gobierno. No sólo interviene con
pleno derecho en el proceso de toma de decisiones; es mejor oradora que su
marido al que suple frecuentemente en funciones de gobierno. Pero no se
descuida.
Viste de colores muy vivos; es tan
derrochadora como lo han sido otras esposas de dictador antes que ella; y
cuando interviene en público agita las manos cuajadas de anillos, como si
quisiera seducir a su auditorio con su pelo largo y rizado, y con el brillo de
la bisutería.
Al igual que Eva Perón o Eleanor
Roosevelt, Murillo ha asumido el papel de madre de los menesterosos, además de
serlo de ocho hijos. Suficiente para fundar una dinastía. Los requisitos del
liderazgo político son los mismos para hombres y mujeres, cuando se trata de
mujeres hay que añadir los recursos tradicionales de la coquetería femenina.
Thatcher no soltaba su collar de perlas de cuatro hilos y Teresa May insiste en
ponerse minifalda.
Es tan fuerte la presencia de Rosario
Murillo en los hogares nicaragüenses, en los que se instala por medio de la
radio y la televisión, que cada vez se la ve menos como la esposa de Ortega y
más como la mujer que muy probablemente será la próxima presidenta de
Nicaragua. Sin embargo, para su disgusto, los opositores no dejan de recordar
que es también la madre de Zoilamérica, la joven que denunció a su padrastro,
Ortega, de abusar sexualmente de ella durante 10 años, desde que entró a la
pubertad. También acusó a su madre de callar y condonar el abuso. La pareja
Murillo-Ortega declaró loca a Zoilamérica, y resistió unida el vendaval del
escándalo, por solidaridad o porque eran cómplices, lo cierto es que la hija
ultrajada tuvo que abandonar su país, la forzaron a irse.
Al igual que Eva Perón, Rosario Murillo no
se tienta el corazón cuando de sus adversarios se trata, y, me pregunto si no
está detrás de los asesinatos y de la represión que en los pasados meses han
convertido amplias zonas de Nicaragua en campos de batalla en los que han caído
más de 300 nicaragüenses. (Jon Lee Anderson,
Fake news and unrest in Nicaragua, The New Yorker, 3/9/18)
Murillo no es la primera esposa de
dictador que ejerce un poder paralelo. Elena Ceausescu, la esposa de Nicolai
Ceausescu, presidente de Rumania hasta 1989, pretendía ser una gran química.
Tanto así que se mandó a hacer una enciclopedia de más de 40 volúmenes que
presentaba como autora única. Pobre de aquél que pusiera en duda la autoría de
los trabajos de investigación que firmaba y que todos sabían que ella no había
escrito. Fue premiada y galardonada por los gobiernos de Filipinas, Portugal,
Italia, Irán y Argentina, pero ni siquiera todos esos premios despertaron en
ella compasión y generosidad para salvar a los niños huérfanos que crecieron
abandonados en condiciones miserables en orfanatorios del Estado, y se
volvieron locos o se murieron de hambre. En lugar de frenar la política
natalista de su dictador, sólo aspiraba al premio Nobel de Química. Hasta viajó
a Suecia con la esperanza de recibirlo, cuando ni el teléfono le contestaron,
empacó furiosa su maleta y se regresó a Bucarest. Madame Ceausescu fue juzgada
y sentenciada a muerte en 1989. Dicen que suscitaba tanto odio que el pelotón
de fusilamiento se amontonó para que cada uno de sus miembros tuviera la
satisfacción de haberle disparado. Recibió más de 100 tiros de fusil.
También podemos evocar a Imelda Marcos, a
Jian Qing, la cuarta esposa de Mao, asociada a la sanguinaria Banda de los
Cuatro. No todas las esposas de los dictadores son peores que ellos. Es cierto,
no sabemos si Eva Braun, la esposa-hija de Hitler, Carmen Polo de Franco o
Clara Petacci, la amante de Mussolini, le susurraban en las noches al oído al
dictador que amaban, a la manera aterradora de la Lady MacBeth de Shakespeare, nombres
de traidores, intrigas y sentencias de muerte. Tampoco sabemos si ellas sabían
de los crímenes de su amado, o si se los aconsejaban al mismo tiempo que les
prometían el perdón.
Y no va en esto misoginia, sino una simple
denuncia de los excesos del poder que atacan a dictadores y dictadoras por
igual.