Pedro Miguel
www.jornada.unam.mx / 071117
Los atentados del
11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington causaron 2 mil 873 muertos
y 24 desaparecidos, además de los 19 atacantes identificados por las
autoridades de Estados Unidos. Una repetición de ese acto de barbarie habría
sido casi imposible porque de inmediato el gobierno de George W. Bush impuso (y
le impuso al mundo) medidas de seguridad que dejaron en cero las posibilidades
de que un puñado de suicidas secuestrara en forma simultánea varias aeronaves
de pasajeros y las estrellara en edificios.
Las fallas de
inteligencia fueron subsanadas (por ejemplo, en el país vecino ya no es fácil
inscribirse a una academia de vuelo sólo para aprender las maniobras necesarias
para estrellar aviones), las puertas de las cabinas de las aeronaves comerciales
fueron dotadas de mecanismos que impedían su apertura desde el área de
pasajeros, las revisiones en los aeropuertos adquirieron un rigor semejante al
de las auscultaciones médicas, se obligó a las aerolíneas a entregar a
Washington las listas de sus clientes y éstas fueron cotejadas de manera
sistemática con los registros de enemigos reales o imaginarios de Estados
Unidos. Puede decirse que, aunque excesivas y abusivas en muchos casos, tales
medidas eran estrictamente defensivas.
En cambio, la invasión
de Afganistán emprendida por Bush y sus aliados unos meses más tarde, no fue un
acto de defensa sino de venganza. Para cobrar la afrenta del 11 de septiembre las
tropas de la superpotencia y de sus gobiernos amigos tuvieron más bajas fatales
que las sufridas en los atentados (3 mil 485 versus 2 mil 873), causaron la
muerte de 150 mil personas en el país invadido y en Pakistán la invasión llevó
al desplazamiento de un millón 200 mil personas. En 2003 la Casa Blanca no dejó
de esgrimir el 11-S como casus belli, a pesar de que Saddam Hussein,
independientemente de la clase de gobernante que hubiera sido, no tuvo nada que
ver con aquellos ataques. En esa aventura bélica la coalición encabezada por
Washington perdió a 7 mil 17 militares y contratistas y mató a unos 140 mil
iraquíes, entre soldados, milicianos y civiles. Esa guerra tampoco podría
calificarse de defensiva porque hacia 2003 el Irak de Saddam no representaba
amenaza alguna para Estados Unidos ni mantenía vínculos de ninguna clase con Al
Qaeda.
Auténticamente
defensivo sería que la clase política de Washington se pusiera de acuerdo de
una vez por todas para restringir el arsenal actualmente en poder de civiles
estadunidenses –se calcula en 300 millones de armas de fuego– que cada año causa 10 veces más muertes que los
atentados del 11-S. Pero no: cuando los sobrevivientes del tiroteo del 1º
de octubre en Las Vegas (60 víctimas mortales) aún no se reponían de la
pesadilla, y cuando los deudos del atropellamiento de hace una semana en
Manhattan aún no terminaban de enterrar a sus muertos, un militar despedido
mató a 26 personas en una iglesia del pequeño pueblo texano Sutherland Springs.
De inmediato, Donald Trump, de gira por Asia, salió a decir que no es una
situación imputable a las armas.
Tal vez haya algo
de cierto en sus palabras y el armamentismo ciudadano de Estados Unidos sea, en
última instancia, consecuencia de una cultura violenta, de relaciones sociales
proclives a la violencia y de los promontorios de poder más violentos del
mundo: los que él encabeza como jefe de Estado.
En países pequeños
sobre los que penden amenazas militares directas, algunos gobiernos han
repartido fusiles de asalto entre la población, con legítimos propósitos de
defensa y de seguridad nacional, pero los poseedores del armamento no matan a
sus conciudadanos por mera intolerancia a la frustración. O sea que la tenencia
de armas por parte de civiles no es necesariamente la raíz del problema.
La razón de estas
masacres parece ser más bien el ejemplo histórico que un Estado violento ha
infundido a una alarmante porción de sus gobernados. Década tras década, año
con año, mes tras mes y día tras día, la política exterior de Washington actúa
bajo la premisa de que los conflictos se resuelven a balazos, a cañonazos y a bombardeos.
La actuación de los cuerpos de policía indica la existencia de directivas de
disparar a matar en caso de leve sospecha. Ultimadamente, en el país vecino la
fuerza sustituye con excesiva frecuencia a la razón. Y es que ejercer la
primera es mucho más fácil (y menos frustrante) que afanarse en la segunda.