Sergio Ramírez
www.jornada.unam.mx / 270717
Hace medio siglo, en 1967, Miguel
Ángel Asturias recibió el Premio Nobel de Literatura, cinco años antes que su
íntimo amigo Pablo Neruda, por sus logros literarios vivos, fuertemente
arraigados en los rasgos nacionales y las tradiciones de los pueblos indígenas
de América Latina.
Tras tanto tiempo pasado, y mucha
agua corrido bajo el puente de la literatura hispanoamericana, hay preguntas
que no dejan de flotar en el aire: el mundo imaginativo y verbal de Asturias,
¿está aún vigente? ¿El lenguaje que buscó inventar, sobrevive? ¿Es capaz de
transmitirnos, en una relectura, algo nuevo? Los clásicos, dice Ítalo Calvino,
son aquellos que admiten sucesivas lecturas, de una generación a otra, y
siempre tienen algo nuevo que decirnos.
Invitado a hablar en el acto de
inauguración de la Feria Internacional del Libro de Guatemala, dedicada a
Asturias con motivo del aniversario del premio, cumplí con el ejercicio previo
de releerlo, y de nuevo me sentí seducido por ese mundo asfixiante y cerrado de
El señor Presidente, por la pirotecnia verbal de Hombres de maíz, y la gracia
picaresca de Mulata de Tal.
Su afán de crear un universo verbal
distinto del verdadero, aparece como una herencia del surrealismo que conoció
durante su primera temporada en Francia en la década de los 20, cuando fue a
encontrarse en la Sorbona con los secretos del mundo maya que, paradójicamente,
había dejado atrás en Guatemala. Un doble descubrimiento.
Asturias arrastró hasta el final
esa doble cauda, como el alquimista que envejece recordando sus primeras
cábalas y sus primeros asombros. Vuelve a sus instrumentos primeros de Leyendas
de Guatemala, celebrada por Paul Valéry; y quién duda que a partir de entonces
la visión europea del Caribe, y sobre todo la francesa, sería definida por ese
pequeño primer libro, un reinado que habría de durar hasta la aparición de Cien
años de soledad casi 40 años después.
Lejos de convertirse en una abstracción,
el lenguaje en Asturias busca transformar las cosas concretas que va tocando;
no sólo las evocaciones de la tradición indígena, y el acervo de mitos
sagrados, historias y leyendas, sino lo que está en sus recuerdos visuales del
país, paisajes, montes, cabildos, plazas, portales, cantinas, iglesias, y
procura hacerlas brillar con deslumbres distintos.
Mano a mano con Alejo Carpentier
hizo surgir en aquellos años de París esa aura que se llamó primero real
maravilloso, y luego realismo mágico, y que está muy lejos de su ciclo político
antimperialista de la trilogía del banano: El Papa Verde, Los ojos de los
enterrados, y Viento fuerte.
En esa trilogía pone énfasis en la
denuncia de la explotación y de la dominación, y del compromiso social con los
oprimidos. Pero no es allí donde se encuentra su fortaleza narrativa, sino
cuando sus personajes ganan complejidad y su escritura entra tanto debajo de la
piel de los mestizos como de los indígenas enfrentados por la tierra.
El señor Presidente es una novela
sobre el poder absoluto del caudillo, la peor de las herencias que reflejan
nuestra realidad rural, que está en nuestros orígenes y que sigue dominando
nuestra historia. Pero Hombres de maíz no refleja esa realidad rural, sino que
lo encarna. Es su esencia y a la vez su escenario. Un mundo rural que no es
exclusivamente indígena.
La Guatemala que entra en sus
páginas es arcaica, y eso incluye, además de lo indígena, lo ladino. Su visión
es la del ladino, lo que le permite explorar, recrear y reconstruir el mundo
indígena desde el lenguaje. O reinventarlo.
Ladinos e indígenas están
arraigados en el territorio rural que comparten, y en el que chocan en un fuego
cruzado de lenguas, pero quien entra a narrar ese territorio no puede excluir
ni a los unos ni a los otros sin cometer un acto de mutilación.
El mundo rural de Asturias es un
mundo derrotado, pero vivo, con todos sus rasgos del pasado que van
acumulándose hasta dejarle encima una pátina de antigüedad, una costra de lodo,
una capa de polvo, sobre las que luego se impregnará la sangre que aún hoy no
se seca.
Este es el territorio cultural
donde se encuentran los textos sagrados maya quichés, las lenguas indígenas en
sus infinitas variantes, la lengua colonial de los cronistas, las tradiciones verbales,
los cuentos de camino, los romances memorizados, el bullicio sonoro de las
plazas y los mercados que también es verbal, junto a la vasta realidad de
desamparo, atraso y miseria, segregación y opresión, y luego rebeliones, aldeas
exterminadas, cementerios clandestinos.
Un escritor que busca entrar en
este mundo para vivir en él, es por fuerza un mago callejero que bajo el sol
crudo de la plaza en feria va sacando sorpresas del sombrero, una tras otra,
sin amago ni pausas. El lector, al final de la experiencia, queda exhausto de
invenciones, magias y sorpresas.
Asturias nos enseña que hay que
contar la historia, aunque sea en sus crudezas, como los cuentos que se oyen de
boca de los peones a la luz de la lumbre en las haciendas, o en las tardes de ocio
en las barberías de los pueblos centroamericanos, en boca de los léperos
irreverentes que recogen una historia inventada y la vuelven a inventar en un
proceso sin fin.
Mulata de Tal es una fiesta verbal,
que hunde sus raíces dichosas en la picaresca del siglo de oro. ¿Qué otra cosa
puede decirse de una novela que empieza con la entrada de su protagonista,
Celestino Yumí, a la iglesia de San Martín Chile Verde con la bragueta abierta,
en plena misa mayor de fiesta patronal cantada por tres curas gordos, porque
así se lo ha ordenado al diablo Tazol, con quien anda en pactos?
Y ése es el mejor embrujo y la
mejor magia, la de los demonios burladores, brujos concupiscentes, compadres
envidiosos, mulatas encandiladas, curas malandrines y sacristanes redomados,
urdida en palabras que chisporrotean sollamando los cielos tal si el mundo
fuera a acabarse en encantamientos.
Lima, julio 2017