Sergio Ramírez M.
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Llegué a la Universidad de León en 1959, antes de cumplir los 17 años, y
en mi pueblo natal de Masatepe los únicos comunistas que había conocido eran
unos hermanos zapateros, que acabada la faena diaria dejaban sus ropas de
trabajo y se vestían de blanco impoluto, los zapatos siempre con una mano
reciente de albayalde, para instalarse en el parque central, donde predicaban
entre bromas, frente a una escasa concurrencia, más contra la religión católica
que contra explotación de la casa obrera. Lo único que aprendí de ellos es que
comunista era sinónimo de ateo.
En la
universidad supe más pronto de la acción que de la teoría marxista. Llegué a
las aulas pocos meses después del triunfo de la Revolución cubana, y en las
manifestaciones callejeras contra la dictadura de los Somoza, una de las cuales
fue reprimida a balazos con saldo de cuatro compañeros muertos, nos acompañaba
el fervor reverencial por los guerrilleros barbados y vestidos de verde olivo
que habían logrado derrocar a Batista.
Nunca faltaban
los gritos contra el imperialismo. Dictadura e imperialismo eran conceptos
indisolubles. Nicaragua había sufrido en el siglo dos intervenciones militares
de Estados Unidos, y al final de la última de ellas, en 1933, dejaron instalado
a la cabeza de la Guardia Nacional a Anastasio Somoza, fundador de la dinastía,
quien al año siguiente orquestó una conspiración para asesinar al general
Sandino, héroe de la resistencia de seis años en contra de la ocupación.
Más que en el
estudio de la teoría marxista, reducida a manuales, eran los agravios los que
marcaban las convicciones. Cuando el viejo Somoza fue baleado de muerte por el
poeta Rigoberto López Pérez en 1956, el presidente Dwight Eisenhower lo llamó
“campeón de la democracia”. El Caribe era una selva donde reinaban las panteras
engalonadas: Batista, Trujillo, Somoza, Pérez Jiménez, Castillo Armas.
En 1954 el
gobierno del coronel Jacobo Arbenz había sido derrocado en Guatemala, y la
obscenidad de los hechos resultaba hasta candorosa: Allen Dulles era jefe de la
CIA y a la vez miembro del consejo directivo de la United Fruit Company; y su
hermano, John Foster Dulles, secretario de Estado, era abogado de la compañía,
a la que Arbenz había expropiado unas tierras ociosas para su programa de
reforma agraria, que a la postre resultó más moderado que el que el presidente
Kennedy propuso a comienzos de los sesenta en su Alianza para el Progreso.
Todos los
males, opresión, atraso y miseria, desigualdad social, falta de instituciones
democráticas, entrega de los recursos naturales a las potencias extranjeras,
eran atribuibles al imperialismo que, al amparo de la Guerra Fría, sostenía a
las dictaduras de derecha. No había nadie más a quien culpar. Hasta el triunfo
de la Revolución cubana la izquierda había estado ausente del poder, salvo por
el caso de Guatemala, y el de Bolivia, con la Revolución Nacional de 1952. Y la
única otra revolución había sido la mexicana a comienzos del siglo, y que,
comida por la polilla, distaba de ser vista ahora como una referencia.
El Frente
Sandinista de Liberación Nacional, fundado en 1961, nació del fermento de
izquierda en las aulas universitarias, y quien sería su fundador, Carlos
Fonseca, había dejado la escuela de derecho poco tiempo atrás de mi llegada,
para pasar a la clandestinidad. Y al bautizar como sandinista a la organización
guerrillera creó un vínculo con la historia de lucha antiimperialista en
Nicaragua; y a la par se creó otro con la Revolución cubana que acogía y
entrenaba a los movimientos guerrilleros del continente.
Carlos Fonseca
cayó en las montañas del norte de Nicaragua en 1976, a menos de tres años del
triunfo de la revolución, el cual no hubiera sido posible sin un cambio
fundamental de rumbo. El FSLN se dividió en tres tendencias, y la estrategia
guevarista del foco guerrillero en la montaña fue superada a partir de 1977,
cuando se crea la tendencia insurreccional, por la de una ofensiva generalizada
contra las tropas de Somoza, junto a la articulación de una alianza política
con todas las fuerzas antisomocistas.
El Grupo de los
Doce, formado en 1977 por empresarios, sacerdotes, profesionales e
intelectuales, fue esencial para el cambio de percepción que la sociedad tenía
del FSLN como un grupo de guerrilleros valientes y sacrificados pero sin
consenso social ni posibilidades de alcanzar el poder político. Y el asesinato
del periodista Pedro Joaquín Chamorro en enero de 1978, catapultó la lucha.
El triunfo de
la revolución en julio de 1979 fue el fruto del heroísmo de miles de jóvenes
combatientes que lograron derrotar al ejército pretoriano de Somoza, pero
también lo fue, y en una medida trascendental, de una brillante operación
política que movilizó a la población, despojó de temores a la clase media,
pospuso las aprensiones de los empresarios, y logró una interlocución con
Estados Unidos.
Una “transición
ordenada” fue negociada con la administración Carter, lo que implicaba la
salida de Somoza al extranjero con su familia y allegados, y la formación de un
mando conjunto del nuevo ejército, entre oficiales de la Guardia Nacional y
jefes guerrilleros. No resultó así al final, porque el vicepresidente Urcuyo,
que sólo debía entregar el mando a la Junta de Gobierno, desconoció el acuerdo,
y eso precipitó el avance de las fuerzas insurgentes y el desmoronamiento del
ejército.
Hay pecados capitales que definen la historia de un proceso
revolucionario, y definen, a fin de cuentas, la historia misma. El pecado
capital de la revolución nicaragüense consistió en poner la ideología por
encima de las posibilidades de la realidad. El socialismo, como idea redentora,
vino a ser una entelequia que despreció la realidad, y ésta terminó
imponiéndose.
La revolución
era, en primera instancia, una sincera ilusión de cambio en la mente de quienes
la habían hecho posible. Fue una empresa abierta, realizada con voluntad
espontánea por gente de distintas clases sociales que no se detuvieron a
considerar asuntos de ideología, menos la imposición una ideología férrea
basada en el protagonismo hegemónico de una clase obrera que a duras penas
existía en un país de fundamento agrario.
La ideología y
el ideal. Convertir a los pobres en protagonistas de la historia era parte
central de la idea de revolución, compartida por los cristianos partícipes del
proceso, promotores de la opción preferencial por los pobres del Concilio
Vaticano II y del Congreso ¿Eucarístico??? de Medellín. Y era un sentimiento de
la sociedad en general; una revolución sin cambios estructurales no puede
merecer ese nombre.
Pero la
ideología marxista de los manuales, y las concepciones leninistas sobre el
poder, flotaban arriba, en el estrato de la vanguardia, encarnada en los nueve
comandantes, dueños del papel de conducir la revolución por el camino correcto.
La revolución se había hecho con novedad e imaginación. Ahora, la ortodoxia
ideológica pugnaba por imponerse frente a la novedad y la imaginación.
El poder fue
conducido desde el primer momento en dos planos: en el interno las intenciones
de fondo, la creación a largo plazo de un Estado socialista bajo la guía de un
partido único, o al menos hegemónico; y en el externo la proclama del
pluralismo político, la economía mixta y el no alineamiento internacional.
Esta prédica de
la superficie logró un buen grado de credibilidad en Europa Occidental, fue aceptada
con algo de reticencia por los nuevos gobiernos democráticos de América Latina,
que entonces sustituían a las dictaduras militares, pero nunca convenció a los
Estados Unidos de Reagan, que dio su respaldo inmediato al ejército de la
contra, y así sobrevino en Centroamérica, tomando en cuenta las guerras en El
Salvador y Guatemala, una confrontación de la Guerra Fría en una oscura esquina
del tablero mundial.
En términos
estratégicos la revolución sandinista se amparó en el campo soviético, y en Cuba,
para el apoyo militar, y para los suministros básicos que incluían el petróleo,
mientras del otro lado prevalecía el embargo comercial de Estados Unidos.
Y, desde el
principio, la unidad de fuerzas políticas diversas que hizo posible el
derrocamiento de la dictadura había saltado en añicos. Muy temprano el FSLN
decidió que responsabilidad política de gobernar era en exclusiva suya, y éste
fue otro pecado capital. No sólo alejó a sus aliados, sino que les estorbó, o
impidió que formaran o consolidar partidos de oposición. Cuando fueron llamadas
las elecciones de 1984 quiso atraerlos de nuevo, pero la administración Reagan
les impidió participar, para deslegitimar al gobierno sandinista resultante de
esas elecciones.
La única
posibilidad de redimir a los pobres era creando riqueza, pero la estatización
de la propiedad, empezando por la agraria, y los controles del comercio,
resultaron en fracaso; y la guerra consumió los recursos y vino a desbarajustar
las iniciativas de transformación social que eran la razón de ser de la
revolución, salud, educación.
La empresa
privada sobrevivía maniatada, sin iniciativas ni confianza, sujeta a las
expropiaciones arbitrarias, y después se fue también por el embudo de la
debacle que representó la falta de divisas para los suministros básicos, la
inflación y el desabastecimiento.
Nadie en la
dirigencia sandinista imaginó la llegada de Gorbachov para sustituir a los
viejos carcamales del Kremlin, ni que enviaría al canciller Shevardnadze a
Managua con la notificación de que el apoyo estratégico llegaba a su fin, y que
era necesario entenderse con Estados Unidos. Tampoco fue previsible la
desaparición de la Unión Soviética ni la caída del muro de Berlín.
Cuando agotadas
las posibilidades de seguir adelante con una guerra que había desangrado hasta
la extenuación al país, se impuso la necesidad de los acuerdos de paz con la
contra, que también se había quedado sin respaldo del Congreso de Estados
Unidos, vinieron, como consecuencia, las elecciones de 1990, que el sandinismo terminó
perdiendo, y con las elecciones no sólo perdió el gobierno, sino el control de
las instituciones públicas y de las fuerzas militares y de seguridad. El
proyecto revolucionario colapsó, y las férreas concepciones ideológicas
cogieron rápidamente herrumbre.
La revolución
terminó entonces. No sobrevivió. Fue un proyecto complejo que dejó una marca en
la historia, con su voluntad de cambio y sus virtudes e ideales, y sus errores,
deficiencias y defectos de concepción.
Quienes
intentaron escribir la segunda parte se apropiaron de sus símbolos y de su
retórica, que luce hoy tan envejecida, pero su esencia se había disuelto sin
remedio. Eran unos ideales sustentados con ardor juvenil; y si reparamos en lo
que ocurre hoy día bajo el régimen represivo de Ortega, aquel discurso alentado
por el ardor juvenil se quedó extraviado en los entresijos del tiempo, y en
boca de unos viejos resulta en una cruel, y a veces ridícula, falsificación.
Porque quienes están siendo reprimidos son otros jóvenes idealistas como los
que entonces empuñaron los fusiles.
Son los nietos
de la revolución empeñados en otra revolución, esta vez sin armas.