Fiore Stella Bran Aragón
www.envio.org.ni / julio 2018
“He estado en las calles en los dos
primeros meses de esta lucha. Ante la repetición terrorífica de la dictadura en
nuestra historia, me surgen muchas preguntas. Aquí planteo sólo algunas”. Éste
es uno más entre los miles de testimonios de una más entre los miles de
estudiantes que en abril abrieron las puertas de la conciencia nacional para
iniciar la insurrección cívica contra la dictadura.
“A mí también me cuesta respirar ahora,
igual que a Álvaro Conrado. Ayer mataron a uno de los nuestros. Lo encontraron
en la Cuesta del Plomo. Era de la brigada médica de aquí, de la UNAN...”
Esto me dijo en el teléfono mi amiga Scarlett el 26 de mayo. Me recordaba las últimas palabras que pudo decir Álvaro Conrado, el niño de 15 años que murió de un balazo en el cuello en los primeros momentos de las protestas de abril. Se desangraba, ya no podía respirar, le cerraron las puertas de un hospital público, murió muy pronto. Fue de los primeros en caer víctima de la represión del gobierno. En una de las marchas de unos días después un joven llevaba una pancarta en la que había escrito: “Alvarito, hoy Nicaragua respira por vos”.
Uno
más de los nuestros asesinados
Keller Pérez, el joven del que me habló mi amiga tenía 23 años. Participó en la insurrección cívica de abril como parte del grupo que se tomó la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, la UNAN-Managua. Su cuerpo fue encontrado con signos de tortura el sábado 26 de mayo en la Cuesta del Plomo, un terreno baldío en las afueras de Managua. Videos difundidos en las redes sociales mostraron a policías tirando una bolsa negra en ese lugar, donde Keller fue encontrado horas después. Ver la foto de su cuerpo me recordó una foto de Susan Meiselas tomada hace aproximadamente 40 años en el mismo sitio. La imagen de Meiselas muestra un cuerpo en descomposición: solo se distingue su columna vertebral y un short.
A mí
también me duele respirar
Como hija de la posguerra, nacida en la década de los años 90, nunca pensé ser testigo de una dictadura brutal como aquella de la que me hablaban mis padres y mis abuelos.
A mí también me duele respirar ahora, igual que a Álvaro Conrado, igual que seguramente les costó respirar a los dos niños de ocho meses y dos años que murieron calcinados en su casa en el barrio Carlos Marx, igual que a tantos otros jóvenes y estudiantes que han sido asesinados con saña. Ahora me duele respirar y simultáneamente respiro lucha y respiro muerte. He estado en las calles y también en los procesos de organización estudiantil de esta etapa. Y me duele saber que tengo el privilegio de participar en las estrategias, de pensar y de escribir, mientras otros y otras son asesinados en las calles y en las universidades.
Nunca
seremos los mismos
Soy hija de la posguerra, una más de la generación “millenial”, ésa que fue calificada por los hijos de la Revolución Popular Sandinista como apática ante la realidad social, como apolítica, como “activistas de redes sociales” que no salen a la calle y no saben luchar.
Desde hace poco más de dos meses mi generación ha mostrado lo contrario. Salimos a apoderarnos de las calles para luchar contra la dictadura sin más estandarte que nuestras banderas ambientalistas y de justicia, casi sin conocimientos sobre cómo organizar un movimiento estudiantil universitario, mucho menos una lucha política, sin saber cómo defendernos de asesinos pagados por el gobierno. Todo eso lo hemos tenido que aprender en muy poco tiempo, tratando de compensar la falta de experiencia con ideas y prácticas de resultados inciertos. Ha sido abrumador y extenuante. Nunca seremos los mismos de antes.
Escuché
relatos de una revolución perdida...
La falta de conocimiento y las pocas experiencias en materia de organización política de mi generación se relacionan con el hecho de haber crecido en el contexto de la posguerra. Desde niños escuchamos los relatos de una revolución perdida que se llevó consigo la vida de muchos jóvenes. Y después, los relatos de una guerra civil, en la cual muchos otros jóvenes perdieron la vida y la esperanza de poder construir una nueva Nicaragua.
Dependiendo de la afiliación política de cada familia -a veces basada en militancias históricas, y otras veces, resultado de la aversión al bando contrario, que se había cobrado la vida de algún familiar o amigo-, las interpretaciones sobre la historia de la revolución variaban de tonos y matices, pero siempre derivaban en un consenso: la revolución había sido el último proyecto de nación de Nicaragua, una oportunidad única para lograr la utopía.
La mayoría de cuestiones que conozco sobre la Revolución Popular Sandinista las aprendí en las aulas universitarias, en las calles y en organizaciones sociales o en espacios de formación autogestionados donde participé como activista. Recuerdo que en la escuela y el colegio público en el que estudié había muy pocos libros y solamente un texto de historia, al que tuve acceso gracias a una docente.
En casa, la situación era similar: un
silencio inquebrantable en torno a la revolución y a la guerra que siguió.
Silencio también sobre los muertos y los que tuvieron que migrar para huir del
desastre. No valía la pena hablar de “eso” porque significaba tocar una herida
abierta, porque ya había pasado, porque ésta de los años 90 y 2000 era ya otra
Nicaragua. Porque mis padres no querían ni creían que yo viviría una brutal
dictadura como aquella a la que ellos habían sobrevivido.
Llevamos
historias marcadas en la piel y tenemos pieles muy diversas
Cuando Daniel Ortega ganó las elecciones presidenciales en 2006, yo estaba en el último grado de la escuela primaria. Cuando se reeligió por primera vez en 2011, yo cursaba el último año de secundaria. Entonces no comprendía conceptos políticos básicos, tampoco sabía que se estaba gestando una dictadura.
Hoy, cuando me encuentro a las puertas de graduarme de la universidad -y habiendo vivido la resistencia cívica durante dos meses- encuentro más necesarias que nunca las reflexiones en torno a nuestras historias, las microhistorias de la Nicaragua de nuestros padres y madres. Historias que no conocemos, y las que cada joven que se ha tomado las calles o las universidades desde el 18 de abril lleva ahora marcadas en su piel.
Nuestras pieles son muy diversas. Por eso, la especie de “primavera tropical” que experimentamos nos ha sorprendido a nosotros mismos. Entre la juventud que me rodea hay hijos y nietos de sandinistas que lucharon por la Nicaragua libre del 79 y que no están de acuerdo con la represión actual. Los hay orteguistas que descalifican y minimizan nuestra resistencia. También hay hijos de quienes vivieron los 70 y los 80 sin tomar partido explícito por alguna versión de la historia. Hay algunos hijos de contras, que dicen haber advertido sobre el peligro de que el FSLN volviera a la silla presidencial. Y también hay algunos, como yo, que llevamos la guerra “de los dos lados”: soy hija padre salvadoreño y madre nicaragüense.
Compartimos
saberes muy diversos
Nadie nos convocó a esta lucha. Somos autoconvocados y en esta resistencia cada quien aporta desde sus saberes. Algunos habíamos sido activistas en distintos espacios y ya estábamos acostumbrados a la presencia intimidante de antimotines en las marchas pacíficas. Otros han salido a apropiarse de calles y universidades por primera vez. Algunos hemos tenido más oportunidades de dialogar sobre la historia y la política de Nicaragua, porque hemos estudiado humanidades o ciencias sociales, pero somos minoría frente a los médicos, ingenieros, informáticos, administradores, técnicos y otros chavalos y chavalas de los barrios que, aunque no han estudiado en la universidad, también resisten y aportan desde sus conocimientos para curar, construir, escribir, bailar, jugar. Sobre todo, para solidarizarse con todos los que luchan.
Queremos
una Nicaragua incluyente
En medio de la demanda general de justicia y democratización ante la dictadura, hay demandas por la inclusión de jóvenes miembros de la comunidad LGBTI, de afrodescendientes, de feministas, de minorías religiosas, ateos y otros grupos, que forman parte de la Nicaragua invisibilizada por la historia oficial.
En Nicaragua, un país bastante conservador, atreverse a reclamar inclusión ha significado siempre para quienes pertenecen a estas poblaciones una condena al silencio, el exilio o la muerte. Hoy en las calles todos demandamos ahora una nación distinta e incluyente. Y desde las redes sociales se critican las prácticas excluyentes y se reclama un lugar en el proyecto de nación que parece germinar.
Todos los jóvenes que participamos en esta insurrección cívica aprendimos distintas y quizá hasta contradictorias versiones de “la historia” de la revolución, versiones que probablemente no tuvimos tiempo de compartir o cuestionar antes de la explosión social que inició el 18 de abril en Managua.
La juventud y la ciudadanía que no era de Managua ya vivía una explosión silenciosa y silenciada. Especialmente la vivían en la Costa Caribe y en los territorios cedidos ilegalmente por el gobierno a un empresario chino para la construcción del canal interoceánico. En muchos de estos lugares la represión gubernamental sobrepasaba ya con creces la que experimentábamos en Managua y en las ciudades del Pacífico antes de la masacre iniciada en abril. En Managua, que no es Nicaragua, nos cuesta aceptar que este silenciamiento tiene sus raíces en la exclusión colonialista y racista que siempre han vivido estas poblaciones.
¿Cómo
se hace una insurrección sin armas?
Ahora, después de dos meses de insurrección cívica yo, y quizá casi toda mi generación, la que está resistiendo a esta dictadura, tenemos más preguntas que certezas.
¿Hasta cuándo vamos a poder resistir tanta brutalidad? ¿Cómo se logra conectar la realidad de la resistencia universitaria con las resistencias de los barrios, del movimiento campesino, de la población de la Costa Caribe, de las otras Nicaraguas históricamente excluidas? ¿Cómo se hace una insurrección sin armas, o con armas precarias y sólo en defensa propia, cuando “la historia” nacional nos ha enseñado que el poder se obtiene sólo con sangre?
¿Es posible un diálogo con el gobierno
genocida como interlocutor? ¿Cómo se puede pensar y materializar un proyecto de
nación incluyente y no caudillista, cuando en esta insurrección algunos actores
políticos tradicionales han recobrado fuerzas y podrían constreñir los
liderazgos de estudiantes y de otros sectores, que son los que “han puesto de
los muertos”?
¿Cómo se puede interpretar el silencio de los gobiernos de casi toda Centroamérica frente al genocidio que se vive en Nicaragua? ¿Cómo comprender la urgencia de Estados Unidos por “apoyar” el proceso de democratización de Nicaragua? ¿Cómo se puede leer el silencio o la falta de contundencia de algunos activistas y académicos de la izquierda latinoamericana?
Debemos
romper con la cultura del silencio
Esas y otras preguntas rondan mi mente casi en todo momento, y son el tema de conversación diaria entre jóvenes amigos, conocidos y hasta desconocidos en las redes sociales o en algunos “espacios seguros”. Las respuestas vendrán. Algunas urgen por la coyuntura y otras se articularán con el paso del tiempo, como sucede siempre en los procesos históricos. Todas estas preguntas, y muchas otras más, me hacen volver a la necesidad de romper con la cultura del silencio, a la necesidad de dialogar sobre las diversas microhistorias de la Revolución Popular Sandinista y de las distintas Nicaraguas. Tal vez de esa forma podríamos evitar que se nos imponga nuevamente la Historia de los vencedores y podríamos evitarnos una próxima dictadura.
Mejor alumna de la novena promoción de la escuela de formación política y ciudadana de la comisión de apostolado social de la Compañía de Jesús en Nicaragua.