José María Castillo Sánchez
www.religiondigital.com / 01.09.17
Según el Diccionario de la RAE, el
término “transparencia” se deriva del adjetivo “transparente”, que, en sentido
figurado, indica lo que es claro y evidente. Esto supuesto, siempre me ha
llamado la atención la enseñanza insistente de Jesús en los evangelios sobre la
importancia de la transparencia en nuestras vidas, especialmente en la vida de
los cristianos. Así como la necesidad de evitar el ocultamiento de tantas
cosas, que no queremos en modo alguno que se sepan.
Debo advertir, ante todo, que el
problema, que se nos plantea a los cristianos con el tema de la transparencia,
no es simplemente el problema de la sinceridad, sino algo mucho más serio. Lo
que está en juego, cuando se trata de este asunto, es el problema de nuestra
autenticidad.
Un cristiano auténtico es una
persona transparente. Y si no lo es, por el motivo que sea, es que deja de ser
cristiano. Así de serio y de fuerte es el tema y el problema de la
transparencia, en el caso del que dice que cree en Cristo y que, por tanto, es
cristiano a carta cabal. Si no es transparente, con las creencias y las
observancias religiosas, eso no basta.
¿Por qué digo esto? Jesús afirma
que los cristianos somos “la luz del mundo” (Mt 5, 14). La luz no se enciende
para ocultarla, sino para que la vean todos. Para que vean, ¿qué? “Vuestras
buenas obras” (Mt 5, 16). Es decir, vuestra conducta. Con lo que Jesús viene a
decir: que no tengáis nada que ocultar en vuestra vida. O sea, que vuestra vida
entera sea transparente.
Por esto precisamente, lo curioso y
extraño es lo que el mismo Jesús afirma que los cristianos tenemos que ocultar.
¿Nuestra honradez y nuestra bondad? No. Eso lo ve todo el mundo. Lo que tenemos
que ocultar son las limosnas que damos (Mt 6, 2-4), los rezos que hacemos (Mt
6, 5-6) y los ayunos o privaciones piadosas que nos impongamos (Mt 6, 16-18). O
sea, es justamente lo contrario de lo que tantas veces se hace en la Iglesia.
La honradez y la honestidad pisoteadas, se tapan todo lo posible. Porque “los
trapos sucios de la madre-Iglesia se lavan en casa”, no se airean. Y con este
argumento, tan poderoso y “evangélico”, se han ocultado, durante siglos,
auténticos delitos, que a veces no podemos ni imaginar.
No me quiero hacer pesado. Pero hay
un hecho que no me puedo callar. Cuando el evangelio de Juan relata la pasión
del Señor, nos recuerda que el sumo sacerdote le preguntó a Jesús qué era lo
que había enseñado (“tes didachês autou”) (Jn 18, 19), la respuesta de Jesús
fue inmediata y contundente: “ego parresía leláleka tô kósmo”, “He hablado abiertamente
al mundo” (Jn 18, 20). La clave es el término “parresía”, que es la libertad
para decir todo (“pan, rêsis”). Es la libertad de la que gozan los ciudadanos
libres (Demóstenes, Or 111, 3 s). O sea, decir todo lo que hay que decir. Y
decirlo con total libertad, sin callarse nada. Es lo que hacían los primeros
cristianos de Jerusalén cuando recibían el Espíritu (Hech 4, 28. 31).
Donde no
hay plena transparencia no puede estar presente y operante el Espíritu de Dios. Ni, por tanto, en un
ambiente así puede estar presente el Evangelio de Jesús. Ni su Iglesia
verdadera. Es más, solamente donde se vive este ideal o se lucha por
conseguirlo, es posible afirmar con verdad que se ama a la Iglesia, y se sufre
por ella y para ella.