Guillermo Castro H.
La filosofía de la praxis no sólo
pretendía explicar y justificar todo el pasado sino también explicarse y
justificarse históricamente a sí misma, es decir, era el “historicismo”
máximo, la liberación completa de todo “ideologismo” abstracto, la conquista
real del mundo histórico, el comienzo de una nueva civilización.
Antonio Gramsci
Al
reflexionar desde el presidio político -entre fines de la década de 1920 y
comienzos de la de 1930- sobre la formación de lo que llamó la filosofía de
la praxis, Antonio Gramsci empieza por aludir a una tesis clásica planteada
por Vladimir Lenin década y media antes.[1] “Se afirma”,
dice Gramsci, que la filosofía de la praxis “ha nacido en el terreno del
máximo desarrollo de la cultura de la primera mitad del siglo XIX, cultura
representada por la filosofía clásica alemana, la economía política inglesa
y la literatura y la práctica políticas francesas. Y añade:
En el origen de la filosofía de la praxis
se encuentran estos tres movimientos culturales. Pero ¿cómo se debe entender
esta afirmación? ¿En el sentido de que cada uno de estos movimientos ha
contribuido a elaborar respectivamente la filosofía, la economía y la
política de la filosofía de la praxis? ¿O bien en el de que la filosofía de
la praxis ha elaborado sintéticamente los tres movimientos, es decir, toda la
cultura de la época, y que en la nueva síntesis, cualquiera que sea el
momento que se examine, momento teórico, económico, político, se vuelve a
encontrar, como “momento” preparatorio, cada uno de los tres movimientos?
Y
concluye: “Así lo creo, precisamente.”
En efecto,
para Gramsci
la filosofía de la praxis presupone “todo este pasado cultural, el
Renacimiento y la Reforma, la filosofía alemana y la Revolución francesa, el
calvinismo y la economía clásica inglesa, el liberalismo laico y el
historicismo que se encuentra en la base de toda la concepción moderna de la
vida.” En esa perspectiva, dice, la filosofía de la praxis
es la coronación de todo este movimiento
de reforma intelectual y moral, cuya dialéctica es el contraste entre
cultura popular y alta cultura.(c:gc) Corresponde al nexo de Reforma
protestante más Revolución francesa: es una filosofía que es también
política y una política que es también filosofía. Está atravesando
todavía su fase popular, folklórica: suscitar un grupo de intelectuales
independientes no es cosa fácil, exige un largo proceso, con acciones y
reacciones, con adhesiones y disoluciones y nuevas formaciones muy numerosas y
complejas
Lo más esencial, aquí, radica en que la
filosofía de la praxis “es una concepción nueva, independiente, original,
pese a ser un momento del desarrollo histórico mundial, es la afirmación de
la independencia y de la originalidad de una nueva cultura en incubación, que
se desarrollará al desarrollarse las relaciones sociales.” Por lo mismo, en su
desarrollo opera “una combinación variable de lo viejo y lo nuevo, un
equilibrio momentáneo de las relaciones culturales correspondiente al
equilibrio de las relaciones sociales”.
A esto se debe que, en cada momento de su
desarrollo, esta filosofía solo puede presentarse inicialmente “con una
actitud polémica y crítica, como superación del modo de pensar precedente y
del pensamiento concreto existente (o del mundo cultural existente)”. Por ello,
debe presentarse ante todo “como crítica del ‘sentido común’ […] y, por
tanto, de la filosofía de los intelectuales,” que puede ser considerada “como
la ‘punta’ del progreso del sentido común, por lo menos del sentido común de
los estratos más cultos de la sociedad y, a través de éstos, también del
sentido común popular.”
¿Cómo se expresan
estas observaciones en el proceso de formación de un pensar orientado a la
transformación de la realidad en un sentido revolucionario en nuestra América?
¿Se hace descartando todo lo que en un momento dado
parece merecer los adjetivos de reaccionario y obsoleto? ¿O desde la ampliación
constante de los espacios de expresión de las raíces que expresan nuestros
procesos de formación, desde los saberes comunitarios indígenas y campesinos
hasta el liberalismo democrático radical de José Martí, el socialismo
indoamericano de Mariátegui y la teología de la liberación, por citar apenas
algunas?
Difícil tarea
esta, en una región en la que, al decir de Gramsci, la base del desarrollo
cultural acusa el influjo de “los cuadros de la civilización española y portuguesa
del 1500 y del 1600, caracterizada por la Contrarreforma y por el militarismo
parasitario”, cuyas cristalizaciones intelectuales afloran en la crisis que
vivimos.
Fue desde una circunstancia tal que Martí planteó a comienzos de la década de
1890 la necesidad de una revolución democrática antimperialista de liberación
nacional, y de los medios políticos y morales para lograrla, mientras
Mariátegui, en la de 1920, llegó al concepto de un socialismo indoamericano que
expresaba – sin él saberlo - el vínculo entre el modo de producción en su
sentido más abstracto, y la formación económico-social concreta del Perú.
Han quedado atrás los tiempos de la
condescedencia de una ortodoxia – en el mal sentido del término – que se
permitía vincular al primero -en el mejor de los
casos-, a una pequeña burguesía cuyo progresismo aspiraba a una unidad de
clases sociales imposible, o al peruano que lo incorrecto de pensar siquiera
que al socialismo no le bastaba con ser marxista-leninista en nuestra América,
sino que debía ser sobre todo creación heroica, y no copia ni calco. Lo
importante, hoy, es que ambos – y tantos más - han sido absueltos por la
historia, y aún nos enseñan la importancia del pensar lo político desde la
ética, y de la propia identidad como base de la unidad en la lucha por las
transformaciones sociales que nuestros pueblos demandan, a sabiendas o no.
Alto Boquete, Panamá, 7 de septiembre de 2021