Sergio Ramírez
M.
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El escritor y periodista
nicaragüense Sergio Ramírez Mercado (Masaya, 1942) fue el encargado de dictar
la lección inaugural 2018 en la Universidad Rafael Landívar el pasado 6 de
febrero. Habló sobre los caminantes cuyas historias se quedan en las noticias
de los periódicos, sobre los hombres y mujeres que emprenden el viaje forzoso
hacia un futuro más promisorio y sobre un muro que se los impide; sobre pobreza
y desigualdad; sobre migrantes.
Hay una
fantasmagoría recurrente a la cual terminamos dando la espalda de tanto que se
repite, y es la de ese ejército de emigrantes centroamericanos que tratan, con
permanente terquedad, de alcanzar la frontera mexicana con Estados Unidos, a
pesar del muro, leyes, decretos, razias, y a riesgo de maltratos, secuestros,
extorsiones, humillaciones, y sobre todo, a riesgo de la vida; asesinados en el
trayecto, muertos de asfixia dentro de contenedores, o de insolación y de sed
en el desierto de Arizona.
Es un viaje
épico, pero la épica se construye con nombres de héroes, y estos héroes del
infortunio, dispuesto a alcanzar la tierra mal prometida a cualquier precio, no
tienen nombre. Representan estadísticas, son números. El drama de sus vidas,
todo lo que significa el desarraigo, las penurias del viaje, el miedo, el
peligro, la zozobra, la ansiedad, la angustia, la esperanza, van a dar a una
abstracta suma total.
Las remesas
enviadas el año pasado desde Estados Unidos a Centroamérica por esa masa humana
de emigrantes, sumaron 15 mil millones de dólares. Las de Guatemala crecieron
16% respecto a las del año anterior, y representan casi 7 mil millones. Es el
país de la región que más recursos recibe en concepto de remesas. Sus
exportaciones totales en bienes sumaron 12.200 millones de dólares; o sea, que
su principal producto de exportación es la gente. Sus propios habitantes. Y es
lo mismo que ocurre en Honduras, El Salvador y Nicaragua.
El tren de
carga en el que muchos de ellos hacen el trayecto desde el sur de México,
apiñados en los estribos y en el lomo de los vagones, ha sido bautizado por
ellos mismos como La Bestia. Un Leviatán de tierra firme montado sobre rieles
que los lleva en un viaje por el infierno a través del paisaje desolado y
hostil que necesitan atravesar para llegar al paraíso vedado; un viaje al que
muchos de esos pasajeros anónimos e indocumentados, que han dejado todo atrás,
no sobrevivirán, desnucados a consecuencia de una caída del tren, machacados
por las ruedas. Asesinados. Secuestrados. Desaparecidos.
Nunca nadie
llegó a imaginar que secuestrar pobres y extorsionarlos, hacerlos víctimas de
represalias, torturas y asesinatos, convertirlos en toda una industria de
centenares de millones de dólares, sus vidas sometidas al arbitrio de las
bandas criminales que los acechan en cada recodo del camino, pudieran llegar a
ser posible. Lo es.
El tráfico de
emigrantes en manos de los “coyotes”, al lado de los beneficios de las
organizaciones que como los Zetas se lucran de los secuestros y del trabajo
esclavo a que los someten, se coloca inmediatamente después del tráfico de las
drogas en cuanto a montos y rentabilidad.
Pero también
los niños dejan sus hogares, la mayoría de ellos solos, y emprenden el camino
hacia la frontera de las ilusiones. Son miles. Unos logran llegar a territorio
de Estados Unidos. Otros van a dar a albergues humanitarios en México, o ahora
mismo van de camino.
Crisis
migratoria. Crisis Humanitaria. Pero no olvidemos que, antes de nada, se trata
de una crisis ética. Es cierto que quienes manejan el multimillonario negocio
de la emigración ilegal han hallado un nuevo filón con la exportación de niños
que buscan reunirse con sus familiares, o facilitar que sus familiares sean
admitidos tras ellos. ¿Pero en qué condiciones vivían estos niños en sus
propios países, antes de ponerse en marcha a lo largo de miles de kilómetros
hacia la frontera que sus mayores han buscado de manera tan persistente antes
que ellos?
Estos pequeños
Ulises tampoco tienen nombre, y lo mismos que sus padres también son solo
cifras. Viven su propia aventura épica, pero nadie cantará sus hazañas. Subidos
al tren de la muerte, andando por veredas ocultas, mendigando, expuestos a
abusos y violaciones, y también a perder la vida que apenas empiezan a vivir,
son hijos de la miseria y el desamparo, y eso es lo primero que olvidamos.
Olvidamos que
las sociedades centroamericanas en que nacieron siguen siendo injustas,
divididas entre quienes tienen mucho, o demasiado, y quienes viven al margen
porque no tienen oportunidades, empezando por la educación, cuyos déficits y
deficiencias siguen representando el impedimento más frustrante para el
desarrollo.
Y estos niños
que emigran, y que serán deportados masivamente y devueltos a los lugares donde
iniciaron su éxodo, nacieron sin esperanzas y por eso van a buscarlas lejos.
Huyen del reclutamiento forzoso de las pandillas criminales, igual que sus
padres huyen de la violencia del narcotráfico y de la violencia que significa
la miseria.
Mi primera
pregunta es: ¿son ellos también parte de los otros, aquellos en quienes no nos
reconocemos porque son distintos? ¿Nos pertenecen, sentimos de verdad que
forman parte de nuestra propia identidad? ¿Somos capaces de ver el mundo con
sus ojos? ¿Nos importan, nos preocupa su suerte, su éxodo?
El Informe
Mundial de la Ultra Riqueza, presentado por la compañía Wealth X de Singapur,
revela que el número de nuevas fortunas personales ha crecido como nunca en los
últimos años en los países centroamericanos, de donde parten al exilio forzado
los niños de esta amarga historia, expulsados de sus hogares por la pobreza y
la inseguridad.
Esa riqueza, la
de los nuevos ricos del dinero fácil, es ajena al desarrollo y no representa
ninguna palanca de transformación para traer bienestar a los demás, a los que
viven con menos de dos dólares al día, que son la mitad de la población
centroamericana. Es una riqueza ofensiva, que se exhibe en el lujo vulgar y
desmedido.
Y la injusticia
y la desigualdad se repiten en otras latitudes. “No sólo en la India, sino en
todo el mundo está naciendo un sistema económico que divide a la gente”, dice
Arundhati Roy, la autora de la novela El dios de las pequeñas cosas,
ganadora del Booker Prize en Inglaterra. “Un sistema que destruye a las
personas vulnerables. Me costaría estar en paz conmigo mismo si callara”.
Es el mismo
sistema que ha expulsado a esos miles de niños que esperan juicios de
deportación en Estados Unidos, y que demuestran un rotundo fracaso. No el de
ellos, sino nuestro fracaso. Vivimos en sociedades que han fracasado en crear
equidad y justicia distributiva. Y el poder político y económico es responsable
de ese fracaso ético que ha permitido, entre otros males, que la corrupción se
adhiera como una piel purulenta al cuerpo social.
Muchos de estos
pequeños, los que logran pasar al otro lado y se encuentran recluidos en
campamentos en Texas, Arizona o California, al ser preguntados por los motivos
de su largo y azaroso viaje, a veces responden como adultos y dicen que venían
tras una vida distinta. “Aquí hay trabajo, se puede comer y tener casa, aquí
todo es barato…”, dice uno de ellos. Otro simplemente dice que emprendió camino
desde su aldea remota para no morirse de hambre. Y otros más hablan como lo que
son. Niños. Dicen que querían conocer Disneylandia. O comerse una hamburguesa.
El muro entre
Estados Unidos y México se ha vuelto un asunto familiar para nosotros. Si nos
preguntan qué opinamos, todos estamos en contra. Pero mientras sigamos siendo
una fábrica de alto rendimiento para producir pobres, las olas de emigrantes
seguirán yendo hacia ese muro y buscarán como atravesarlo a cualquier costo, o
se estrellarán contra él.
Es un muro para
los otros. Los muros son siempre para los otros, para los extraños, para los
que son diferentes. Y no sólo eso. Inferiores. Así es como son vistos los
centroamericanos por muchos del otro lado de ese muro, empezando por quienes
proclaman la supremacía blanca. Los red
necks, los beatos del cinturón de la Biblia, los racistas profesionales del
Ku Klux Klan, los devotos del tea party.
Son inmigrantes
pobres, y eso también los hace aún más diferentes. Más otros. Pero mi pregunta
sigue siendo: ¿para nosotros no son también los otros? ¿Los conocemos? ¿Los
consideramos nuestros iguales? ¿El que se va, o el que se queda viviendo en la
pobreza es nuestro prójimo?
El prójimo es
el próximo, el que está cerca de nosotros. Nos identificamos con él, lo hacemos
parte nuestra. La solidaridad se vuelve identidad, y entonces somos capaces de
sentirlo dentro de nosotros, saltando barreras y prejuicios, anulando
distancias.
En un mundo
como el de hoy, donde las peores amenazas contra la convivencia humana
provienen del terrorismo, la discriminación, el racismo, la intolerancia
política y religiosa, los nacionalismos exacerbados, la resurrección del
fascismo aún en Europa, la posverdad, las realidades alternativas, el desprecio
a la diversidad, la persecución y el acoso contra los emigrantes, debemos tomar partido. Y el sentimiento
de exclusión que es tan íntimo en el corazón humano, y se halla tan soterrado,
debemos sacarlo a flote, enfrentarlo, y combatirlo. Desarraigarlo de nosotros.
No simplemente
la tolerancia, que es una forma pasiva de ver a los demás que no son como
nosotros, sino tratar de ser, ver, sentir como los otros, encarnarse en ellos,
trasladarnos hacia ellos. Meternos debajo de su piel, ser nosotros en el otro.
Sean nuestros emigrantes, o los emigrantes de otras latitudes.
Los otros son
aquellos que se ven forzados a partir en busca del bienestar y la dignidad que
en sus propios países se les niega. No Ulises que regresa a su patria, sino
Ulises al revés, que deja su patria y debe enfrentar los peligros que surgen en
su ruta azarosa, a merced de bandas criminales, expuestos a amenazas mortales,
por lo que no pocas veces estos desterrados van a parar al fondo de una fosa
común antes de haber podido divisar el espejismo al otro lado de un muro que
pretende ser inexpugnable. Un muro construido con las piedras de la
intolerancia.
Los otros son
los distintos, y por tanto discriminados y reprimidos, por el color de su piel,
por su raza, por razones de género, por sus preferencias sexuales. Por su
religión, por su cultura. Porque vienen de lejos. Porque hablan una lengua que
no entendemos, porque no se visten como nosotros.
Debemos
emprender el viaje hacia ellos, para encontrarlos, y encontrarnos en ellos. Es
lo que mi maestro Mariano Fiallos Gil, rector de la universidad donde me formé
en Nicaragua, llamaba “humanismo beligerante”. No el humanismo pasivo encerrado
en el claustro, sino el humanismo que busca transformar el mundo, pero primero
nos transforma a nosotros mismos.
Para miles de
africanos, la larga y azarosa travesía marítima comienza otra vez en el golfo
de Benín, de allí mismo de donde partían hace siglos los barcos cargados de
esclavos hacia América. Desembarcan en Brasil y atraviesan el continente en
busca también de la frontera mágica, recorriendo distancias inauditas a través
de páramos, selvas, ríos y cordilleras. Es un viaje que parece imposible aún
para la imaginación, pero sus protagonistas son de carne y hueso.
Buscan alcanzar
el Darién, la primera puerta cerrada que tienen que burlar para avanzar por el
territorio de Panamá, y luego Costa Rica, hasta la siguiente estación
prohibida, Nicaragua. Junto a ellos, marchan miles de haitianos.
Por su posición
geográfica, que conecta las dos masas continentales, desde tiempos milenarios
Centroamérica ha sido un puente de migrantes que bajaban desde el norte o
subían desde el sur, un territorio de fusión de razas, culturas y lenguas. Pero
los migrantes de hoy día no quieren quedarse, sólo quieren pasar. Su meta es la
arcadia que está detrás del muro, la que se representan en sus cabezas como un
mundo en tecnicolor, el final feliz de todas sus penurias.
Los africanos
vienen huyendo del hambre y la desesperanza, de la miseria y el abandono. ¿Nos
suena extraño? Y también de las guerras tribales, de persecuciones, del
fanatismo religioso, de sus aldeas incendiadas, del desierto que avanza
implacable con sus arenas ardientes, de la muerte de los cultivos; los
haitianos huyen de la pobreza crónica, de las calamidades provocadas por las
catástrofes naturales, huracanes, terremotos, sequías, y del fracaso político
de un estado en descomposición.
En Nicaragua,
la política oficial de contención les cierra el paso, y son capturados y
devueltos al territorio fronterizo de Costa Rica donde se hacinan en
campamentos de emergencia. Pero vuelven siempre a intentarlo, andando de noche
por trochas ocultas para no ser descubiertos y escondiéndose de día, en busca
de alcanzar la estación siguiente, que es Honduras, y de allí seguir adelante,
hacia México.
Mientras
atraviesen clandestinos Nicaragua, no pocos quedan en el camino, ahogados en
los ríos, picados por culebras; hay mujeres que mueren al dar a luz en media
montaña, junto con el niño que paren. Pero muchos consiguen llegar a Tijuana,
lo que quiere decir que el implacable muro nicaragüense, otro muro, pese a todo,
tiene grietas.
Cuando hay un
naufragio de las frágiles embarcaciones que los transportan a la medianoche,
sus cuerpos son arrojados por el oleaje del Gran Lago, y reciben sepultura en
los cementerios de los poblados vecinos, en tumbas sin nombre, o en la misma
costa, por su avanzado estado de descomposición. En el expediente policial,
bajo el nombre “desconocido” sólo figuran unos cuantos rasgos: pelo
ensortijado, piel oscura. Aspecto atlético, gran estatura. Complexión media,
sexo femenino. Camiseta negra, zapatos deportivos.
Fragmentos de
las vidas de estos caminantes quedan en las noticias de los periódicos que no
tardarán en envejecer. Me fijo en una de esas historias. David, de 21 años, y
Yandeli, de 25, una pareja de haitianos que lograron atravesar la frontera y se
vieron obligados a vivir escondidos en un paraje del sur de Nicaragua.
Detuvieron su marcha porque ella iba a ser madre pronto y buscaba parir en la
soledad de su refugio. Escogieron llamar Davison a su hijo.
Sin empleo,
vendieron todo lo que tenían y decidieron emigrar. Por el momento su sueño
americano fue este, un refugio en el monte y el riesgo diario de que el
ejército, o la policía los saquen de allí para hacerlos regresar al campamento
en Costa Rica.
Los pobladores
de las aldeas de pescadores del Pacífico ven aparecer a los perseguidos cuando
cae la noche en los patios de sus casas, sombras sigilosas que se acercan con
temor. Por señas de manos se dan a entender: que tienen sed, que tienen hambre.
Y desafiando el temor, los vecinos les dan el amparo que piden, agua, comida,
zapatos, ropa, pañales para los niños. Sólo saben que deben ayudarles, no
importa el riesgo a ser reprimidos. El prójimo da al prójimo mientras menos
tiene, o da todo lo que tiene.
El escritor
israelita Amos Oz recibió hace diez años el premio Príncipe de Asturias. Para
empezar a hablar de él, quiero recomendar a ustedes su novela La pantera en el sótano, publicada en 1988, en la que
narra sus años de infancia en Jerusalén, entonces bajo el dominio británico.
Sus padres habían llegado a Israel con la ola de judíos de Europa Oriental que
huían de la persecución nazi, y no pocos de sus familiares, a los que nunca
conoció, perecieron en los campos de concentración.
En Jerusalén
vivían entonces, en barrios separados, sin violencia manifiesta entre ellos,
judíos, palestinos, magrebíes, sirios, libaneses, armenios, turcos, griegos,
una verdadera babel de lenguas, y si podemos llevar este término más allá de
las lenguas, una babel de costumbres, y de religiones. Vivían en tensión, pero
en paz.
La
pantera en el sótano cuenta la historia de Tolfi, el propio Amos Oz, un
niño que se convierte, en secreto, en profesor de hebreo de un sargento de las
tropas de ocupación inglesas. La novela provocó reacciones encontradas; ganó
con ella el premio nacional de literatura de Israel, y al mismo tiempo la
extrema derecha confesional lo acusó de traidor ante el Tribunal Superior de
Justicia. Traidor, como había sido el caso de su personaje infantil, Tolfi, por
enseñar hebreo al enemigo.
Antes del
premio Príncipe de Asturias, había obtenido ya el Premio Goethe, y al recibirlo
en Fráncfort recordó en su discurso que un día se había jurado nunca poner un
pie en Alemania. Agravios, de esos que uno arrastra como si se tratara de
pesada cadena atada a los tobillos, tenía suficientes. Y dijo también que imaginar al otro es un antídoto poderoso
contra el fanatismo y el odio.
No simplemente
ser tolerante con los otros, sino meterse dentro de sus cabezas, de sus
pensamientos, de sus ansiedades, de sus sueños, y aún de sus propios odios, por
irracionales que parezcan, para tratar de entenderlos. ¿Somos nosotros capaces de hacer ese viaje imaginario hacia los
quichés, los zutuhiles, los lencas, los misquitos, los talamancas, los
garífunas, los creoles? ¿Entender su honda relación sacramental con la
naturaleza, los ríos, los bosques, la selva, la montaña, esa pasión
perseverante por preservar su universo sagrado por la que asesinaron a Bertha
Cáceres en Honduras, opuesta a la explotación minera en las tierras ancestrales
lencas?
Si la buscamos,
siempre hallaremos una salida al círculo vicioso de los rencores y las inquinas
que se abren como llagas purulentas en la piel de aquellos que se sienten tan
distintos de otros como para creerse contrarios de esos otros, adversarios, y
por fin enemigos. Ser nada más tolerantes, se queda en una actitud
condescendiente, como la de quienes habitan en una misma ciudad, pero en
barrios separados, y aun cuando hablen la misma lengua, viven en una babel del
espíritu, porque no quieren oírse, ni les interesa oírse.
Amos Oz no ha
dejado de hablar un solo día sobre la necesidad de la paz y la concordia entre
palestinos y judíos, por lo que también ha sido acusado de traidor por sus
propios compatriotas, mientras, a su vez, también hay palestinos que no
terminan de tolerarlo. Uno puede conformarse con la tolerancia, pero más allá
de la tolerancia se hallan la convivencia y el entendimiento, y mejor que eso,
la identificación.
No basta
tolerarse. Hay que hacer el viaje de nuestra mente hacia la mente ajena, y
vivir dentro de ella lo suficiente para que, al salir, ya no seamos otra vez
los mismos. De ninguna otra manera podría resolverse el conflicto recurrente,
odioso y tan sangriento entre israelitas y palestinos, que deberán vivir un día
en paz, compartiendo el mismo ladrillo en que los han confinado la geografía y
la historia. Y en América Latina, vivimos en ladrillos de diferentes tamaños, y
cercados por muros visibles e invisibles, el primero de ellos el del egoísmo.
Otro judío que
habla el mismo lenguaje de Amos Oz, es Daniel Barenboim, músico de genio
universal. Aspira a que haya una orquesta sinfónica formada por israelitas y
palestinos, y ha creado en Ramala un jardín de infancia musical para niños
palestinos, de lo que ha resultado una orquesta juvenil. Y para que no queden
dudas de que quiere ir más allá de la tolerancia, ha dirigido El anillo de los Nibelungos de Wagner en Tel Aviv.
Wagner, el compositor acusado de manera recurrente de haber compuesto, con un
siglo de anticipación, la música de fondo para la “negra” saga de los nazis.
La ignorancia
es la base del conflicto entre Israel y Palestina, dice. Y dice que mientras
ambos pueblos no lleguen a conocerse a fondo, y no aprendan a aceptar el punto
de vista del otro, y a saber lo que el otro quiere y lo que necesita, las
matanzas cotidianas van a continuar.
Le parece una
aberración que la política oficial de su país haya llevado a la construcción de
un muro como parte de la escalada de guerra, uno más en la terrible secuencia
de muros que han dividido a pueblos enteros a lo largo de la historia, muros
alzados por razones ideológicas y raciales, o por egoísmo, y que han marcado
siempre fronteras infames. “No es un muro entre Israel y Palestina —eso todavía
sería tonto pero aceptable— sino que es un muro que divide tierras palestinas
de otras tierras palestinas...”, dice.
Al negarse a
ceder su asiento a un blanco en el autobús segregado de Montgomery, Alabama, en
1955, Rosa Parks logró que los negros pudieran sentarse al lado de los blancos.
Logró tolerancia, pero desde allí a que los blancos se imaginen como negros, o
viceversa, todavía queda un largo trecho por recorrer. O que un ladino de San
Cristóbal Las Casas se imagine como un tzotzil, o un mestizo de Santa Cruz de
la Sierra se imagine como un aimara del altiplano boliviano. O un costarricense
como un nicaragüense. O un español como un marroquí, o un francés como un
argelino. O un cristiano como un musulmán, o viceversa. O un chiita como un
sunita o viceversa. O un católico como un protestante, o viceversa.
El joven
periodista catalán Agus Morales, hace en su libro No somos refugiados
una exploración de los éxodos contemporáneos en el mundo, consecuencia de un
intensivo trabajo de campo, pues ha estado en todos los lugares cuyos
conflictos describe, en los campamentos de auxilio de Médicos sin Fronteras. Y
cuenta los muros que hoy día separan a los pueblos, erigidos para evitar las
migraciones, o simplemente para dividir.
El consabido
muro entre Estados Unidos y México. Otro en Ceuta y Melilla para cortar el paso
a los marroquíes. El que divide Botsuana de Zimbawe. El que se alza entre
Arabia Saudita y Yemen. El de Israel para aislar a Palestina. El que divide Chipre
en dos. Otro entre Turquía y Siria, y otro entre Turquía y Grecia. Otro entre
India y Pakistán, y otro entre India y Bangladesh. El que hay entre Corea del
Norte y Corea del Sur. Entre Afganistán y Uzbekistán. Y el muro líquido que es
el mar Mediterráneo, que tratan de atravesar refugiados somalíes esclavizados
en Libia, libios víctimas de la anarquía, sirios que huyen de las ciudades
convertidas en escombros bajo el fuego de los misiles.
En Myanmar, la
antigua Birmania, la mayoría de la población profesa el budismo. Pero están los
rohingya, un grupo étnico musulmán bengalí asentado al norte del país, en la frontera con Bangladesh. Aunque el
gobierno civil está nominalmente en manos de Aung San Suu Kyi, premio Nobel
de la Paz, es el ejército, del que ella fue prisionera por años, el que tiene
el poder real. Y ese mismo ejército desató recientemente una operación de
limpieza étnica contra los rohingya. Sólo en el primer mes fueron asesinados
9.000, ente ellos centenares de niños.
650 mil huyeron
hacia Bangladesh en apenas tres meses, dejando atrás miles de sus aldeas
incendiadas, todo en represalia por acciones de la guerrilla Ejército de
Salvación Rohingya, y hoy se encuentran hacinados en campamentos, toda una
catástrofe humanitaria a la que el gobierno de Bangladesh no puede hacer
frente.
Entre budistas
y musulmanes hay viejas rencillas resultantes de conflictos que datan de la
Segunda Guerra Mundial, cuando estos últimos quisieron imponer a sangre y fuego
en su territorio un estado islámico independiente. Pero la represión de hoy del
estado budista no es sólo contra la minoría musulmana. También son segregadas
otras minorías, expulsadas violentamente hacia Tailandia y Birmania, entre
ellas los católicos, y cristianos de otras denominaciones.
Diderot, en su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven,
construye una gran metáfora acerca de la concepción del mundo que tienen los
ciegos de nacimiento. “Es que yo presumo que los otros no imaginan de manera
diferente que yo”, dice el ciego de Diderot. El mundo es lo que el ciego
piensa, y como lo piensa. La ceguera congénita, o adquirida, conduce a la
imaginación única, al pensamiento único, y de allí a toda suerte de
fundamentalismos destructivos. Por causa de ese libro, juzgado subversivo,
Diderot fue llevado a las cárceles de Vincennes en Francia, igual que Amos Oz,
más de dos siglos después, fue acusado ante los tribunales de Israel por causa
del suyo, La pantera en el sótano.
Más allá de la
simple tolerancia es que empieza la verdadera aventura, la de abrirse camino
hacia los otros, en busca de encontrarnos con ellos. El camino es largo y
azaroso, no hay duda. Pero hay que empezarlo a andar.