José
Steinsleger
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Inquietantes
noticias para la precaria y volátil paz global: el mundo estaba mordiéndose las
uñas luego que el emperador de la melena dorada amenazó con borrar del mapa a
Corea del Norte cuando anunció, sin dar respiro, el traslado de la embajada de
su país de Tel Aviv a Jerusalén.
Donald
Trump reconoció a la Ciudad Santa como lo que nunca fue: capital eterna e
indivisible de Israel. Sin embargo, ¿cuál es la novedad? Hace cien años, en
carta a uno de los jefes de la banca Rotschild, el canciller de la corona
británica, sir Arhur James Balfour, manifestó que su gobierno apoyaría
formalmente la creación de un Hogar Nacional Judío en Palestina (2 de noviembre
de 1917).
Tres
decenios después, la naciente Organización de las Naciones Unidas (ONU, 1947)
partió Palestina en un Estado judío y otro árabe, pero aclarando: con una
tutela especial sobre Jerusalén. No obstante, un año después los sionistas
(ultranacionalistas judíos) proclamaron unilateralmente la independencia
(15/5/48), ocupando por vía armada Jerusalén Oeste para instalar allí la
capital de ¿Palestina? No. De Israel.
Frente
a la protesta mundial, la Asamblea General decidió que Jerusalén sería un “corpus
separatum” bajo un régimen especial administrado por la ONU, obligando a los
sionistas a instalar su gobierno en Tel Aviv (diciembre de 1949, resolución
303). El polaco David Ben Gurión (1886-1973), máximo patriarca del sionismo,
dijo entonces que el nuevo Estado protegería los lugares santos de todas las
religiones, y aplicaría sucesivamente los principios de la Carta de la ONU.
Luego,
en junio de 1967, tras la Guerra de los Seis Días, el sector oriental de
Jerusalén (bajo jurisdicción de Jordania) cayó en manos de las Fuerzas de
Defensa (sic) de Tel Aviv. Anexión que hasta hoy prosigue ininterrumpidamente,
con la apropiación de tierras palestinas. Por 99 votos en favor, ninguno en
contra y 20 abstenciones, la Asamblea General manifestó que los medios
utilizados por Israel para cambiar el estatus de Jerusalén eran nulos y no
avenidos.
En
la segunda cumbre de los Países Islámicos (Pakistán, 1974), se acordó una
resolución sobre Al-Quds (Jerusalén, en árabe), que dice: La retirada de Israel
de Jerusalén es la condición inicial más importante e insustituible para
restablecer la paz en el Cercano Oriente.
En
el decenio de 1970 había 16 embajadas en Jerusalén: 12 de América Latina
(Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití,
Panamá, República Dominicana, Uruguay y Venezuela), tres de África (Kenia,
Costa de Marfil y Zaire –actual República Democrática del Congo) y una de
Europa, la de Holanda, país que en aquellos años operaba como el principal
aliado de Tel Aviv en el viejo continente.
En
julio de 1980, el Knesset (Parlamento israelí) aprobó una ley mediante la cual
declaraba: Jerusalén completa y unida es la capital de Israel. La legislación
generó una fuerte respuesta mundial, siendo motivo de disputa con Estados
Unidos. El Consejo de Seguridad acordó no reconocer la controvertida ley y
otras acciones que busquen alterar el carácter y estatus de Jerusalén
(resolución 478).
Holanda
y los países referidos mudaron sus misiones a Tel Aviv. Ocasión en la que el
presidente de Costa Rica, Óscar Arias, alegó que tener su sede en Jerusalén
había sido un error histórico que impedía a su país tener casi cualquier tipo
de relación con los países árabes. De su lado, el primer ministro israelí,
Menájem Beguín (1913-92), reclamó a Washington por no haber vetado una decisión
que calificó de odiosa y vergonzosa.
Con
espíritu retorcido, Beguín se preguntó: “¿dónde hay un país en el mundo que no
escoge su capital de forma unilateral? En lugar de Washington DC (Washington,
distrito de Columbia), yo prefiero decir Jerusalén DC (la capital de David,
David’s capital), en referencia al rey David”.
En
claro desprecio a todas las resoluciones de la ONU, Tel Aviv trasladó la sede
del gobierno a Jerusalén oeste, proclamando su anhelo de convertir a toda la
ciudad en capital eterna e indivisible. Objetivo que en la sede del Knesset
quedó grabado en placa especial, con letras de oro: del Eufrates al Nilo. O
sea, la restauración del Gran Israel bíblico del rey David, que abarcaba
Palestina, Mesopotamia, Líbano y el desierto del Sinaí.
México
asumió un papel digno. Porfirio Muñoz Ledo, su representante en la ONU,
declaró: El problema no es optar por una Jerusalén unificada o dividida. Hoy,
la ciudad está unificada de hecho, pero como resultado de una conquista que no
genera derecho alguno.
En
junio de 2005, el ex primer ministro Ariel Sharón (1928-2014) había anticipado:
Jerusalén pertenecerá a Israel, y nunca más a los extranjeros (sic). Profecía
cumplida: los sionistas terminaron convirtiendo a Palestina en una piel de
leopardo (grandes asentamientos ocupados por colonos judíos armados de extrema
derecha), donde la paz es imposible. Restaría averiguar quién domina a quién:
¿Donald Trump a Benjamín Netanyahu, o Wall Street y la banca de los Rotschild a
los dos?