Pedro Salmerón
Sanginés
www.jornada.unam.mx
/ 171017
El pueblo mexicano
es manso y sumiso. Este lugar común tan repetido refleja una ignorancia o una
visión de la realidad construida desde el poder y sus medios de comunicación y
que se remonta, como ideología oficial, a la invención del mexicano como hijo
de la chingada, paralela al nacimiento del PRI (http://www.jornada.unam.mx/2016/07
/26/opinion/016a2pol); y heredera de la filosofía porfirista, según
la cual el indio es manso, ignorante, sumiso por naturaleza.
Esta
generalización, racista y brutal, no resiste el más mínimo análisis histórico: el siglo XIX está surcado por rebeliones
indígenas y campesinas. Destacan las guerras de exterminio contra apaches y
comanches; la persistente rebeldía de tzeltales y tzotziles; las poderosos
revueltas comunitarias que en 1848 estallaron en las sierras de Querétaro y del
Nayar; la indomable rebelión yaqui, y la llamada guerra de castas que
ensangrentó las selvas yucatecas por más de medio siglo.
Cuando los
falsificadores de la historia al servicio del neoliberalismo llegan a mencionar
esas revueltas, las minimizan y las explican simplificando a los conservadores
del siglo XIX, que decían que durante los tres siglos coloniales, los indios
habían vivido en paz trabajando sus tierras, y la rebeldía fue provocada cuando
los liberales, enarbolando el dogma de la igualdad, borraron de un plumazo la
sabia legislación de Indias: tierras comunales, un solo impuesto (tributo),
responsabilidad fiscal colectiva, tribunales especiales, minoría legal. De esta
vieja explicación los neoliberales, que en realidad son neoconservadores,
concluyen que los sumisos indios sólo se rebelan cuando se tocan sus
privilegios y las condiciones que los mantienen en la marginalidad. De ahí que
insistan, por ejemplo, que Zapata era un reaccionario que quería detener la
modernidad y retornar al pasado colonial (http://www.jornada.unam.mx/2012/12/ 22/opinion/019a2pol).
Contra esta
interpretación baste por hoy recordar la glosa que hacen Victoria Reiffler o
Leticia Reina de los documentos dejados por los jefes de la gran insurrección
maya que estalló en 1847 y que muestran que el motivo de su descontento, sus
principales agravios, tienen que ver con los injustos impuestos religiosos, lo
que hoy llamaríamos discriminación racista, su exclusión total de la vida
pública y el peonaje por deudas. Es decir, causas muy similares a aquellas que
están debajo de la formidable insurrección que en esas mismas selvas encabezó
Jacinto Kanek en 1761: la opresión colonial, la explotación, la discriminación
y la exclusión.
La historia de la
rebeldía indígena y campesina, persistente, inagotable a lo largo de casi cinco
siglos, es además muestra de la enorme riqueza y diversidad cultural de México,
así como de la imaginación y creatividad de los rebeldes: cada historia es
única, y cuando está bien contada, cuando el historiador es capaz de hacernos
comprender el pensamiento de los rebeldes, de meternos en su piel, somos
rebeldes con ellos.
Eso logra Héctor Díaz-Polanco
en su más reciente libro: El gran
incendio: la rebelión de Tehuantepec. A primera vista parecería exagerado
llamar gran incendio a una revuelta local ocurrida en 1660, pero el autor entra
de inmediato en la terminología de la época y nos muestra que para las
autoridades civiles y religiosas, la rebelión era un fuego malévolo y retador;
un fuego que podía convertirse en un incendio que devorase la Nueva España. El
uso del fuego como metáfora de una terrible amenaza se entiende no sólo por su
vinculación con el infierno: también porque en las sociedades preindustriales,
pocas cosas tan destructivas como el fuego incontrolado y su consecuencia: el
incendio.
Díaz-Polanco nos
va llevando a conocer a los rebeldes y sus razones; a explicarnos esa
aparentemente insignificante rebelión y a recordarnos que si así la vemos, si
apenas se le menciona, se debe a ese esfuerzo sistemático por eliminar de
nuestra historia la rebeldía indígena (aquí discutiría, ¿por qué esta rebelión
sería la más importante del siglo y no la de los tepehuanes de 1616?).
No quiero
sintetizar el libro. No me atrevo a hablar en dos párrafos de las mujeres
tehuanas ni de cómo la rebelión se extendió de inmediato a 200 pueblos y
amenazó con trascender mucho más allá del Istmo. No quiero resumir la violencia
de la represión y el retorno de los métodos de dominación con sus historias
paralelas de negrillas esclavas o esclavillas de ocho años. Tampoco hay espacio
para discutir las limitaciones de un movimiento que buscaba la autonomía pero
aún no se planteaba la destrucción del orden colonial. Mejor los invito a leer
un libro que sin pausa pero sin prisa, nos lo cuenta con un estilo tan ágil
como bien fundamentadas están sus tesis.
Además de
hechizarnos con esa historia particular, Díaz-Polanco aporta un elemento
fundamental a la discusión: la centralidad de la autonomía sociocultural
indígena en estas rebeliones. La centralidad de esa demanda y su persistencia,
hasta la fecha.