Marjorie Hewitt Suchocki
www.servicioskoinonia.org
(Este texto es el capítulo
7º del libro
Divinidad y diversidad. Una
afirmación cristiana del pluralismo religioso.
Abingdon Press, Nashville,
Estados Unidos, 2003, pags. 109-121)
Si Dios trabaja con todo el mundo para el bien, ¿qué
propósito que le queda a la actividad misionera? ¿No deberíamos confiar a Dios
el bienestar de las otras culturas, y quedarnos en la nuestra, en una especie
de política de “no intervención”? Si optáramos por este camino, estaríamos
impidiendo nuestro propio bien, y posiblemente escondiendo el plan de Dios
hacia la comunidad de comunidades mundial. Yo creo que Dios nos está llamando a
una forma más intensa de actividad misionera en el mundo de hoy, no para
convertir el mundo a nuestra religión, sino para convertir el mundo a la
amistad.
Las religiones deben hacerse amigas entre ellas, y
trabajar conjuntamente con gente de todas las religiones hacia formas más
profundas de bien común. Es bien probable que Dios nos está llamando a un mundo
en el que la amistad sea el modelo de nuestra relación mutua. En este
modelo-amistad, estamos llamados a compartir nuestra historia, a escuchar las
historias ajenas, y a buscar formas de trabajar juntos para aliviar las
dolencias del mundo. Estamos llamados a ser amigos en nuestra Casa Común, la
Tierra.
Si creemos que Dios está trabajando en el mundo y
amamos a Dios, tenemos que hacernos cargo de los muchos trabajos de Dios. Estoy
íntimamente convencida de que Dios nos guía a cada uno más allá de nuestro
aislamiento religioso y del miedo entre unos y otros, hacia una nueva forma de
ser comunidad, una comunidad de comunidades, cada una con su singularidad, y
por lo tanto, cada una con su valiosa contribución al bienestar del mundo. Sólo
si interactuamos unos con otros en amistad, podremos construir esta comunidad
de comunidades mundial.
La misión como
amistad
“Ustedes son mis amigos –dice Jesús en el evangelio
de Juan–, si hacen lo que les mando… Y esto es lo que les mando: que se amen
los unos a los otros... ” (Juan 15,14.17). ¿Pero cómo nos podemos amar los unos
a los otros si no nos conocemos? La tarea más importante de las misiones,
entonces, es compartir unos y otros lo que somos, de manera que podamos entrar
en el modelo de la misión como amistad cooperativa. Sin conocer mutuamente las
ideas y las preocupaciones de unos a otros, seguiríamos siendo extraños unos a
otros, sujetos a los estereotipos y al rechazo.
Recuerdo vivamente mi primer encuentro con el
budismo. Yo acababa de hacer el doctorado, bien entrenada en filosofía
occidental en general y específicamente en teología/filosofía, cuando fui
invitada a enseñar cursos de introducción a las religiones orientales en la universidad
estatal. Al estudiar el budismo, me quedé impactada por el paralelismo entre el
proceso filosófico y la filosofía budista, tanto que, cuando me invitaron a
participar a un proceso/diálogo budista en Hawái, acepté con gusto.
La primera noche del congreso teníamos una
recepción en un templo budista Tendai, ¡mi primera visita a un espacio sagrado
que no era ni cristiano ni judío! Fui con mucha curiosidad. Nos recibieron
amablemente en una recepción grande y sencilla, y noté una puerta que llevaba a
los jardines más allá del hall de entrada. Crucé la puerta, quedé maravillada
por la simplicidad de los jardines, donde las piedras se mezclaban con las
plantas, y enseguida vi la imagen... Era una estatua de Buda aproximadamente de
3 metros de altura. El Buda parecía un hombre, excepto que tenía numerosos
brazos abiertos, como una especie de halo a su alrededor... En cada mano había
un instrumento diferente. Si no hubiera estudiado el budismo, hubiera mirado
esa imagen sólo como un ídolo. Pero como lo había estudiado, sabía lo que
representaba: cada mano simbolizaba una forma diferente de compasión y
sabiduría con las que Buda se aproxima. La multitud de manos e instrumentos
mostraba que para cualquier necesidad que se requiriera, el Buda tendría las
condiciones para ayudar a la persona en el camino de la iluminación. La imagen,
grande, imponente y benevolente, hablaba de la infinita sabiduría de Buda para
reconocer nuestra necesidad y de su compasión para atenderla. Mi estudio del
budismo me llevó al respeto y el aprecio, haciendo posible la amistad. Entré en
aquel diálogo con mucho gusto.
Varias cosas ocurrieron al tomar la amistad como el
modelo. Los amigos, generalmente, son personas que descubren, que comparten
cosas en común, a pesar de sus diferencias. Esas diferencias no disminuyen la
amistad, sino que la enriquecen. Por ejemplo, podría discutir la compasión de
Dios con un amigo cristiano, y cada uno conseguiríamos con ello una comprensión
implícita del otro. Tendemos a pensar que la compasión de Dios está
ejemplificada en Jesucristo, a través del cual Dios entiende nuestra necesidad
y nos lleva a la plenitud o la salvación. Gracias a la compasión de Dios por
nosotros, nosotros tenemos compasión por los otros. Pero dialogar sobre la
compasión con un budista suscita una perspectiva diferente.
El Sutra del Loto tiene muchas parábolas que
ilustran la compasión de Buda. Es como una lluvia que cae sobre diferentes
plantas, y aunque cada planta recibe la misma lluvia, cada una responde según
su especie, y eso está bien, y así tiene que ser. La compasión de Buda puede
ser ilustrada por medio de un humilde monje llamado “no despreciado”, que acoge
a toda persona, sin que importe la actitud que esa persona tenga hacia él,
porque “no despreciado” ve en cada persona el potencial de la ‘budeidad’. Ver
ese potencial le ayuda para hacer crecer ese potencial. Buda es como un padre
sacando a sus hijos de una casa en llamas ofreciéndoles juguetes que les
gustan, sólo para atraerlos lejos del peligro; pero cuando ya están lejos de la
casa en llamas, el padre no les da los tontos juguetes que desean, sino lo que
responde a sus necesidades más profundas. Entendida en este contexto budista,
la compasión es diferente de la compasión entendida en el contexto cristiano,
sí, pero es diferente en formas que se complementan.
Porque lo contrario también es cierto. Para un
budista, escuchar de un cristiano sobre la compasión de Dios, complementa y
enriquece su comprensión budista. La amistad no necesita que el budista deje de
estar centrado en el budismo, ni que el cristiano abandone la centralidad que
para él tiene cristianismo; escuchándose uno a otro, cada uno respeta al otro,
aprende del otro, y así profundiza su visión anterior. Un cristiano podría
decir: “¡Ah, así es como Dios actúa a través de las enseñanzas budistas...!”.
Y, por supuesto, también el budista podría decir: “¡Ah, el Buda también usa el
cristianismo como un instrumento para llevar a las personas hacia la
iluminación!...”. Cada uno de nosotros percibimos al otro en y a través del
velo de nuestra propia comprensión. Pero nuestra visión no deja de agrandarse y
de enriquecerse. El comprendernos mutuamente puede ensanchar la visión
religiosa de cada uno de nosotros en formas que apenas hoy día estamos
comenzando a valorar
En y a través de las diferencias, los amigos tienen
algo que aprender entre ellos; no son clones, son amigos. La amistad exige una
honestidad que se atreve a compartir la profundidad de uno mismo con el otro.
Los amigos también se unen en actividades significativas para ambos, algunas
veces simplemente por el gusto de estar juntos, y otras veces para lograr metas
en común. Dos personas amigas se regocijan con la buena suerte de la otra, y
padecen con sus desgracias. Fundamentalmente, las personas amigas se respetan
mutuamente, y confían una en otra, sabiendo que cada una se preocupa por el
bienestar de la otra. Más, en una verdadera amistad existe la posibilidad de la
transformación. Cada persona toma en sí misma la preocupación por la otra, y al
preocuparse por ella, ve ampliado su propio horizonte. La amistad es la
aventura de volverse un ser comunitario, de adquirir un yo más amplio.
Por ejemplo, tengo una amiga cuya discapacidad la
ha hecho defensora de otras personas que van por la vida lidiando con alguna
forma de discapacidad. “Dis–capacidad” realmente es “diferente capacidad”,
puesto que las personas que no tienen las habilidades comunes, también
desarrollan su manera propia de ejercer su personalidad dentro de la comunidad.
He pasado siete años en el ministerio entre sordos y personas con discapacidad
auditiva. Gracias a mi amistad con ella, me he vuelto mucho más sensible a este
tipo de realidades. Ahora soy más consciente de los patrones de lenguaje que
estereotipan la sordera o la discapacidad, y lucho con ella en la defensa de la
accesibilidad. A través de la amistad, sus preocupaciones también se han vuelto
mis preocupaciones, aunque nuestra experiencia de la discapacidad es muy
diferente. La amistad construye por encima de las diferencias para crear un
interés común, un trabajo común.
John B. Cobb Jr. señala que si realmente nos
involucramos en una actividad de mutua comprensión –lo que yo estoy expresando
como un «volvernos amigos»–, entonces quizás nos daremos cuenta que estamos
cambiado. Si pensamos en las relaciones con el modelo amistad, tenemos que
estar de acuerdo con él. Porque ser amigo de alguien es hacer mías sus
preocupaciones, aprender a empatizar con ese amigo, y compartir mi ser más
íntimo tanto cuanto nuestra amistad nos permita.
Y empatizar así con los otros, en un mundo
relacional, conlleva ser transformados de alguna manera por esa amistad.
Existimos en una relación que fluye; de un momento a otro ya no somos los
mismos. En y a través de nuestras respuestas a la influencia sobre nosotros,
nos renovamos una y otra vez. Hay una convergencia de intereses que afecta al
permanente desarrollo de nuestras vidas.
La Misión en un
mundo pluralista
Cuando formamos amistades que cruzan ambos lados de
las fronteras religiosas y/o culturales, estamos en disposición de ser
influenciados por percepciones y preocupaciones que anteriormente nos eran
extrañas. Nos abrimos a una mayor comprensión, a la que respondemos no sólo con
lo que actuamos, sino con lo que somos. En esa perspectiva, la misión según del
modelo de amistad, nos invita a todos al diálogo interreligioso. Pero en este
diálogo no hay garantía de si seguiremos siendo los mismos o no. El diálogo
llama a profundizar nuestra confianza en la guía siempre presente de Dios. A
través de esta confianza, nos atrevemos a abrirnos al otro, sabiendo que Dios
infundirá esa apertura con su amorosa guía.
Precisamente porque la misión como amistad mantiene
abierta esa posibilidad de inesperadas formas de nuestra propia transformación,
es esencial que tengamos un fuerte sentido de nuestra identidad religiosa. La
intención no es aferrarnos a ella para toda la vida, como si no la pudiéramos
dejar evolucionar... Más bien, es para poder compartir quiénes somos lo más
ampliamente posible. Hablar de Cristo requiere que nos tomemos el trabajo de
saber quién ha sido Cristo no sólo para nosotros, sino para todos los
cristianos a lo largo de la historia. Debemos conocer nuestra tradición tanto
como sea posible, si la queremos compartir. El diálogo nos puede remitir a los
libros de historia solamente para descubrir por qué creemos esto o lo otro, y a
los libros de teología para ver varias opiniones sobre lo que eso significa hoy
en día. En definitiva, por supuesto, tenemos que investigar en nuestra experiencia:
¿cómo discernimos el trabajo de Dios en Cristo dentro de nosotros y de nuestras
comunidades? La misión como amistad exige que sepamos quiénes somos y hemos
sido como cristianos.
La amistad como
misión: perspectiva local
¿Qué pasaría si la amistad fuera aplicada al
pluralismo religioso, especialmente en el nivel de las comunidades de las
diferentes religiones? Imaginen una mezquita islámica y una iglesia metodista
que están en la misma ciudad. Una actitud de amistad mutua les alentaría a
aprender más sobre los otros. Alguno de estos aprendizajes podría darse a
través de libros de introducción que cada una pudiera recomendar a la otra.
Quizás cada comunidad podría organizar grupos que trataran sobre la otra
religión, estudiando no sólo los libros de historia y creencias de la religión,
sino también los grandes textos, el Corán para unos y el Nuevo Testamento para
otros. Pero la mayor parte del aprendizaje sería a través de conversaciones
reales, pensadas para compartir con los otros de forma que éstos puedan hacerse
cargo bien de quiénes somos realmente, y cómo y por qué entendemos a Dios de
esa manera.
Pero, para comprometernos en este proceso de
conversación, por supuesto, se requiere que tengamos una muy buena comprensión
de nosotros mismos. Los metodistas tendrían que aprender más sobre lo que
significa ser un cristiano metodista. Quizás podrían comenzar estudiando los
himnos metodistas, o leer algo sobre los textos de John Wesley y estar más
familiarizados con la forma de ser de su Iglesia. Pero no podrían detenerse
ahí; deberían que profundizar en la historia cristiana en su conjunto y, al
hacerlo, descubrirían la vitalidad que marca el desarrollo del pensamiento
cristiano. Aprenderían que las formas contemporáneas de la fe no son
exactamente iguales a las formas primitivas, aun cuando se use el mismo
lenguaje.
Ser cristiano es estar involucrado en una aventura
permanente de relación con Dios dentro de un contexto de culturas cambiantes.
Los metodistas que se preocupan por compartir quiénes son con personas de otra
fe, se sentirán obligados a saber más sobre quiénes son, quiénes han sido y
quiénes podrían ser. Y, por supuesto, lo mismo vale para el caso de la
comunidad islámica. Compartir la propia historia con otro es ser capaz de
hablar personalmente sobre lo que significa ser musulmán o ser metodista.
Compartir amigablemente lo que uno es con otro,
implica escuchar la historia del otro. Realmente contamos nuestra historia para
que el otro nos pueda conocer mejor, pero si la amistad es el modelo, el otro
también tiene que hablar con profundidad de lo que es ser musulmán. Habrá
preguntas que cada uno le hará al otro, y alguna podrá ser incómoda:
“¿Realmente comes carne de un cuerpo durante lo que llaman comunión?”.
“¿Realmente un pilar de tu fe es la guerra?”. Los verdaderos amigos se atreven
a preguntarse uno al otro las cosas difíciles, y a contestarlas.
Hacerse amigos significa también compartir en la
mesa... Quizás el metodista invitará al musulmán a la cena de la iglesia, o
quizás el musulmán pueda invitar al metodista a participar en una de sus
fiestas. Cenando juntos, la gente habla de sus preocupaciones familiares, y
también descubre que los niños musulmanes experimentan discriminación en las
escuelas, y los metodistas abogarán para que los musulmanes sean más respetados
en esas escuelas por la diferencia de religión de los escolares. Quizás llegarán
a sentir una preocupación compartida sobre la violencia sin sentido en tantas
películas, y juntos podrían encontrar formas para reaccionar ante eso. Quizás
descubrirán que en la ciudad hay necesidad de tener prácticas laborales más
justas, o una mejor vivienda para los pobres, o mejor atención a los ancianos,
y unir fuerzas para solucionar tales problemas.
En ese proceso, cada comunidad religiosa puede
descubrir virtudes únicas y admirables de la otra (virtudes específicamente
asociadas con la otra fe). Quizás descubrirán formas de hacer también suya
alguna de estas virtudes en la propia comunidad de fe, en formas consonantes
con la propia fe. Paradójicamente, esto de asumir esas virtudes de los otros,
no le quita nada de su identidad a la comunidad, sino que la hace más profunda,
al tomar nuevas opciones para su propio desarrollo en la fe.
El diálogo interreligioso a nivel de comunidades
humanas de religión diferente lleva a profundizar en la propia fe religiosa,
incluso aprendiendo de la otra. El metodista se asombrará al ver la
Gracia de Dios actuante dentro del mundo islámico... y agradecerá a Dios su
cuidado universal. La amistad no requiere que cada uno se convierta en el otro,
sino sólo que cada uno se abra al otro y esté dispuesto a recibir del otro,
para lograr juntos el bien común.
La amistad como misión:
perspectiva global
¿Y qué decir de mandar a gente a otras tierras?
¿Todavía sería necesario en un mundo plural? Yo sostengo que es esencial. A
nivel general, vivimos en un mundo en el que la economía vincula entre sí a las
personas del mundo para bien y para mal, y con demasiada frecuencia hacia el
mal. El valor económico reemplaza el valor de la vida, amenazando la
sostenibilidad de la vida. Vivimos en un mundo plagado de odio al diferente, y
por la violencia en todas sus formas: guerra, avaricia, explotación, abuso...
Vivimos en un mundo en el que los medios de comunicación proporcionan un
conocimiento instantáneo (con frecuencia distorsionado) sobre lo que pasa en
los países de todo el mundo; y vivimos en un mundo en el que la destrucción del
medio ambiente y los gases de invernadero amenazan el bienestar del planeta
mismo, junto con toda la vida que en él habita. En este mundo, cualquier resistencia
a involucrarse en una misión de amistad no sólo es una violación de la amistad,
sino un pecado. Porque eso permite que las enemistades de este mundo sigan sin
resolverse. No involucrarse religiosamente en una amistad mundial es entregar
el mundo a las fuerzas del mal.
Por ejemplo, si la religión es un medio muy
significativo por el que Dios conduce el mundo hacia formas de comunidad, una
de las mayores farsas ha sido el usar la religión como catalizador del
terrorismo, de guerra y de destrucción del bien común. Pero la religión se usa
de esta forma: ¡religión contra religión, y secta contra secta dentro de la
misma religión! El cristianismo es un triste testigo de esto, no sólo en la
historia pasada, sino también en la actualidad, porque los católicos y los
protestantes se atormentan mutuamente, especialmente en Irlanda del Norte.
Desde luego, las realidades políticas son más amplias
que los temas religiosos, pero la religión se vuelve el icono que bendice la
guerra en el nombre de lo sagrado. En nuestra historia estadounidense reciente,
hemos experimentado esto de la forma más horrenda a través del terrorismo del
11 de septiembre. Mientras una variedad de factores, como la difícil situación
de los palestinos y las consecuencias de la economía global, contribuyeron sin
duda a las causas de este ataque terrorista, el islam fue utilizado para
bendecirlo. Los estadounidenses musulmanes especialmente, sufrieron no sólo por
las pérdidas del 11 de septiembre, sino también por el mal uso del islam por
parte del terrorismo extremista. Usar la religión para bendecir la violencia es
una sorprendente farsa en el corazón de cualquier religión del mundo.
Entonces, la amistad como misión de cara al mundo,
tiene sentido, no sólo buscando el conocimiento entre unos y otros, sino
buscando conjuntamente las raíces de los males que dañan nuestro planeta. Un
ejemplar grupo budista de Japón, el Rissho Kosei-kai, ilustra las posibilidades
de la misión como amistad en el contexto mundial.
Esta rama del budismo Tendai se fundó en los años
1930. Convencidos de que Buda es “hábil en medios” y por lo tanto es más que
competente para ver el camino religioso del mundo hacia la iluminación, estos
budistas decidieron que su única tarea serían los actos de compasión para
aliviar las enfermedades del mundo. Además, desde que las enfermedades del
mundo alcanzan a todos los países, continentes y grupos religiosos, tratar esas
enfermedades requiere una cooperación interreligiosa. Por eso, el grupo Rissho
Kosei-kai ha trabajado, desde el principio, con los líderes de las religiones,
para influenciar los líderes políticos del mundo para la paz. También han sido
de los primeros en entrar en países devastados por la guerra para aliviar el
sufrimiento, especialmente viendo las necesidades de los que menos pueden
cuidar de sí mismos, los jóvenes y ancianos. En el proceso, el Rissho
Kosei-kai, sin duda, ha compartido sus creencias budistas; si hay personas que
deciden que esta forma de creencia satisface sus necesidades religiosas, el
Rissho Kosei-kai con gusto las recibe en su comunidad. Pero la conversión no es su misión; su misión es
la compasión.
En mi experiencia, los cristianos más abiertos para
defender otras religiones, muchas veces son las personas que han vivido y
trabajado en medio de otras religiones. Lo que pudo haber empezado como un
sencillo esfuerzo por convertir a otros al cristianismo, muchas veces se
convirtió en un esfuerzo por trabajar con la gente para el bienestar común.
Recientemente escuché a un misionero chileno metodista retirado, hablar sobre
la Universidad Agraria que fundó la Iglesia Metodista Unida en el desierto al
norte de Chile. ¿Su propósito? La gente de la montaña, atrapada entre la guerra
y el hambre, abandonaba sus casas y viajaba a las ciudades para poder encontrar
trabajo, pero en las ciudades se encontraban en “lo más bajo de lo bajo”,
explotados y maltratados. La universidad agraria enseñó nuevas técnicas de
cultivo a las personas para que pudieran vivir productivamente en la tierra que
amaban. Desde el establecimiento de la universidad en 1992, el éxodo de
personas hacia las ciudades disminuyó. El propósito de la misión era trabajar
con la gente para ayudarles a desarrollarse. No escondieron su identidad
cristiana, como no la escondió el budismo Rissho Kosei-kai, pero la identidad
cristiana fue más allá del proselitismo, persiguiendo la transformación
creativa de la vida de las personas a las que servían.
Los misioneros responsables de este trabajo no
tuvieron miedo a los otros, ni ignoraban ni subestimaban las creencias de los
chilenos. Su teología no necesitaba que los otros se convirtieran primero al
cristianismo, para poder ser amados por Dios... Al contrario, estaban
convencidos de que Dios amaba a los chilenos aunque no hubiera misioneros, y
que Dios trabajaba con los chilenos para su propio desarrollo, con misioneros o
sin ellos. La autocomprensión de los misioneros era la gratitud por el
privilegio de ser copartícipes con Dios y con los chilenos en el trabajo por el
bien común. Una teología que afirma el pluralismo religioso es un catalizador
muy poderoso para trabajar para el bien común.
El teólogo católico Hans Küng ha sido un instrumento
para reunir personas de religiones diferentes con líderes políticos del mundo
(en este caso, anteriores jefes de estado) para desarrollar una ética común.
Juntos, los líderes religiosos y políticos, emitieron una declaración en la que
aceptaban compartir la preocupación por el bien común. Los anteriores jefes de
estado compartieron este documento con los jefes de estado actuales, pidiendo
que se tomara consideración en todas las decisiones políticas. Estos documentos
juegan un rol importante, pero llegar a una ética común incluye más que
documentos; requiere una acción conjunta que logre el llamado bien común.
“Ustedes son mis amigos –dijo Jesús– si hacen lo
que les mando… Ámense los unos a los otros”. Existe un amplio terreno dentro
del cristianismo para ejercitar este amor no sólo con los semejantes, sino con
todo el mundo. Dentro de nuestra tradición existe el modelo de dar agua fresca
a los sedientos, en el nombre de Cristo. Observen los dos elementos: el vaso de
agua, que llena la necesidad física, y en el nombre de Cristo, que deja claro
el nombre de la persona por la que se da el vaso de agua. Los cristianos no
están llamados a satisfacer las necesidades del mundo de forma anónima, sino en
el nombre de Cristo, a través del cual Dios nos ha mostrado compasión. Pero uno
no da el vaso para proclamar el nombre de Cristo; al contrario, uno entrega el
vaso porque Cristo nos empuja a amor al prójimo y el otro necesita el vaso.
Cuando decimos que lo damos en su nombre, no lo decimos para convertir, para que
los otros se unan a nuestra fe. Más bien, decimos el nombre de Cristo para
explicar por qué damos el vaso. La conversión puede ser producto del
ministerio, pero, en realidad, en sentido profundo, dejamos la conversión en
manos de Dios. Nuestra preocupación inmediata es el cuidado de las necesidades
del otro.
Esto que estoy diciendo sugiere el ministerio de
uno-a-uno, pero el uno-a-uno no lo es todo. Los problemas que causan estragos a
nuestro bien común no son los de uno-a-uno. Son problemas sistémicos, que
surgen en gran parte por las estructuras económicas materialistas de la
sociedad actual. La misión como amistad proporciona en este nivel posibilidades
maravillosas. Existe un viejo dicho que dice que uno debe “combatir el fuego
con fuego”. Conozco bien esta imagen. Viví durante un tiempo en la orilla de
las colinas de Baja California, y justo más allá de nuestra casa, las montañas
se alzaban llenas de pasto y chaparral. Durante un mes de octubre caliente un
pirómano prendió fuego al terreno, como a diez millas de nosotros, pero diez
millas no son nada para esas llamas. Rápidamente se extendieron, brincando de
una montaña a otra. Los bomberos no sólo luchaban por apagar las llamas con
avionetas, también comenzaron otros incendios para que quemaran hacia el primer
fuego. Cuando las dos fuerzas de las llamas se encontraron, ya no había nada
que quemar, y el fuego se apagó.
Las fuerzas sistémicas que causan daño son
demasiado grandes para que un individuo luche solo, aunque los individuos se
vuelven catalizadores para unir nuevas fuerzas sociales en contra del mal. Pero
las organizaciones religiosas en sí mismas son fuerzas sistémicas. La iglesia,
a través de sus oficinas nacionales y a través de sus coaliciones, como el
Consejo Nacional de Iglesias, puede ser un valioso testimonio cristiano, y una
poderosa fuerza para el bien. Puede ser el fuego que lucha contra el fuego del
mal. Las iglesias locales que se involucran en una amistad interreligiosa
pueden intensificar el trabajo de la amistad en y a través de su apoyo a sus
denominaciones y a un grupo mayor de cristianos. Para lograrlo, las iglesias
locales tienen que apoyar la misión de amistad.
Por lo tanto, la misión global se lleva a cabo a
través de misioneros que se entregan a Dios y al ministerio por todo el mundo,
participando en acciones corporativas de la iglesia institucional. En y a
través del testimonio de la iglesia, Dios convertirá algunos al cristianismo.
Pero ese crecimiento es un subproducto de la misión, no la meta principal. La
meta más importante de la iglesia es servir a Dios a través de su amistad con
otras religiones, y a través del trabajo cooperativo de analizar las
enfermedades del mundo y actuar juntos para aliviarlas.
¿Y qué de las
diferencias que chocan?
Como sus puntos de acuerdo, también los amigos
descubren sus puntos de desacuerdo irreductible. Incrementar el conocimiento
mutuo es entender que las diferencias son profundas. No hay necesariamente
acuerdo en lo que es el mal del mundo, ni siquiera en su existencia. Esto
refleja sencillamente que las religiones no son reductibles unas a otras; la
amistad no significa igualdad; significa voluntad de respetar las diferencias
mutuas, y trabajar con el otro en las áreas de común acuerdo.
Las diferencias son sociales, no simplemente
conceptuales. Por ejemplo, todas las religiones del mundo han dado a las
mujeres un rol secundario dentro de la sociedad. Una de las características
fuertes que marcan el cristianismo occidental ha sido el cambio en la
subordinación de las mujeres, especialmente en los pasados dos siglos. Gracias
a la influencia cristiana, han modificado algunos de los mayores daños hechos a
las mujeres en el nombre del patriarcado. Pero, por supuesto, al decirlo,
reconozco que lo que llamo “daño”, otros no lo reconocen como tal –¡a veces, ni
siquiera las mujeres mismas afectadas!–. El desacuerdo entre religiones, y,
claro, aun dentro de cada religión, es real, y estos desacuerdos tienen
consecuencias sociales. ¿Cómo afecta esto la misión de amistad? ¿Pueden los
cristianos aceptar tranquilamente lo que identifican como prácticas
deleznables, en nombre de la “diferencia” y del “respeto”?
Una vez más, consideren el modelo de amistad. Los
amigos no siempre están de acuerdo. De hecho, la amistad puede implicar severas
diferencias de opinión y de praxis. Los amigos pueden ser muy buenos
argumentando entre ellos. Y algunas veces las diferencias se vuelven amargas, y
la amistad muere, por intransigencia (percibida como tal o real) sobre temas
importantes. Cuando esto ocurre, realmente es una pena, tenemos que lamentarlo.
En una amistad interreligiosa a nivel
institucional, congregacional y personal, las diferencias serán naturalmente
identificadas, y habrá veces en que esas diferencias parecerán no negociables.
El modelo de una amistad trabajada significa que esas diferencias serán
enfrentadas honestamente, y que los grupos trabajarán arduamente no
necesariamente para eliminar las diferencias, sino por lo menos para comprender
la postura del otro. En el proceso, puede haber argumentos apasionados en
contra de ciertas creencias y prácticas.
La amistad prefiere el desacuerdo honesto y
abierto, mejor que no atreverse siquiera a nombrar los puntos de desacuerdo.
Además, cada religión se mueve dentro de una corriente continua de su propia
tradición; ninguna tradición es inmóvil (a menos, por supuesto, que muera, en
cuyo caso el único cambio es su lenta decadencia). Las religiones pueden buscar
legítimamente influenciarse mutuamente en direcciones que cada una percibe como
positivas. La regla que permanece es el respeto a las decisiones del otro sobre
los temas tratados, un compromiso hacia la amistad misma, y el compromiso de
trabajar juntos en áreas de acuerdo sobre el bien común que ambos perciben. Los
buenos amigos no dejan que los desacuerdos acaben con la amistad.
Hay una cita de Miqueas que habla de la visión de
lo que se ha llamado “El reino pacífico”. Vemos esta visión también en el
segundo capítulo de Isaías. En Isaías, sin embargo, la sección termina con “una
nación no tomará la espada contra otra; ellos nunca más sabrán de la guerra”.
El capítulo luego llama a Israel a caminar en la luz del Señor, hablando del
tesoro que se seguirá de su obediencia. Pero en Miqueas el texto sobre “El
reino pacífico” termina así:
«Aunque todas las personas caminan en la tierra en
el nombre de sus dioses, nosotros caminaremos en el nombre del Señor nuestro
Dios para siempre».
Como el texto de Isaías, Miqueas habla a todas las
naciones del mundo que pasaban por el monte Sión para aprender los caminos de
Dios, que son justos. Pero Miqueas enfatiza más que Isaías el hecho interesante
de que la gente regresa a sus lugares, llevando consigo el conocimiento que
ganaron del Dios de Israel. Porque de este conocimiento, cambian su forma de
ser en dirección a la paz: “Las naciones ya no levantarán la espada contra
naciones; nunca volverán a conocer la guerra; pero (todas las personas) se
sentarán bajo la vid o la higuera sin que nada los moleste”.
El texto de Miqueas agrega una frase interesante.
Las naciones han aprendido el camino de la paz del Monte Sión, pero siguen sus
propias religiones. En el lenguaje actual, entraban en diálogo y ese diálogo
los cambiaba, aunque siguieran siendo ellos mismos. Y los judíos igualmente
seguían siendo los mismos, más profundamente que nunca: “Caminaremos en el nombre
del Señor nuestro Dios para siempre”.
Este texto antiguo nos habla hoy sobre las
posibilidades de la misión de amistad, trabajando juntos hacia el deseo de un
“reino pacífico”, en el que las naciones nunca más se enzarzarán en guerras. Ver
las otras religiones como “amigas” nos involucra en una misión conjunta:
compartir lo que somos y trabajar juntos para el bien común. Siendo
profundamente lo que somos, estamos abiertos a la llamada de transformación de
Dios hacia lo que podemos ser. En dicha apertura hacia el otro y hacia el bien
común, “caminaremos en el nombre del Señor eternamente”.
Preguntas para la reflexión y la discusión
¿Qué argumentos podrías
aducir para pensar que la misión tiene como propósito principal convertir a las
personas para que crean en Jesús?
¿La fe en Jesús, se
debilita si los otros no van a Dios a través de él? ¿Por qué sí o por qué no?
Dialoguemos sobre la
posibilidad de que, a pesar de las antiguas misiones de conversión, Dios nos
llama hoy hacia una misión de amistad. ¿Qué ganamos? ¿Qué se pierde?
¿Cómo discernimos la
llamada de Dios? O sea, si Dios realmente nos llama a caminar en esta
dirección, ¿cómo lo podemos saber?
Muchas veces hemos
escuchado: “prediquen el evangelio a toda creatura”, como un llamado a convertir
a los demás... Pero “predicar el evangelio”... puede hacerse tanto diciendo el
evangelio, cuanto viviéndolo... Conversemos sobre cómo la misión de amistad es
fiel al Gran Mandato de Jesús.
La idea de que de las
religiones del mundo orienten al mundo para que se vuelva una comunidad de
distintas comunidades religiosas que vivan para el bien común, ¿es demasiado
idealista?
Seguramente el texto de
Miqueas no describía el Israel del siglo octavo; ¿por qué usamos esta visión
hoy en día? ¿Cuál es el papel de esta idea en nuestra vida cristiana hoy?
¿Cómo formularías tú, o cómo expresaría tu
comunidad, la necesidad de la misión en un mundo religiosamente plural como el
nuestro actual?