Olmedo Beluche
www.alainet.org / 161118
Para justificar los vergonzosos
acontecimientos del 3 de noviembre de 1903, los defensores de la leyenda dorada
y de la versión ecléctica (tan querida de ciertos “izquierdistas” panameños)
recurren al argumento de que Colombia oprimía y explotaba a Panamá como lo
haría una metrópoli imperial con su colonia. ¿Tiene lógica este argumento?
¿Colombia ha sido en algún momento un país imperialista?
Este argumento no aguanta el mínimo
razonamiento objetivo, y solo cabe en la mente deformada de los chauvinistas y xenófobos,
quienes han demostrado que su anticolombianismo es directamente proporcional a
su proyanquismo. Porque en el fondo, el argumento busca alegar que, con su
intervención en 1903, Estados Unidos “nos salvó” de un mísero destino junto a
Colombia. Es la misma lógica de los que saludan la invasión yanqui de 1989,
“porque nos trajo la democracia”.
Lo increíble es que hay gente que se dice
(o posa) de izquierdas en Panamá y que busca justificar los acontecimientos de
1903 alegando que Colombia “nos tenía olvidados”, no “construyeron ni un
puente” y que solo nos saqueaba económicamente. Argumentos todos que ya están
en el Manifiesto de la Independencia y de los “próceres” que trataron de
encubrir su entrega de la soberanía al imperialismo norteamericano con las
excusas más baladíes.
Por más odiosos, oligárquicos y
antidemocráticos que nos parezcan los gobiernos colombianos, desde la fracasada
Gran Colombia hasta el presente, es evidente que el estado colombiano nunca ha
sido una metrópoli imperial. El imperialismo implica dominio militar y político
sobre un territorio extranjero para expoliar sus materias primas, usarlo como
mercado cautivo de sus productos o como enclave colonial para dominio
geopolítico.
En 1903, para el caso panameño, el único
gobierno que reúne las cualidades y actúa como una potencia imperialista es el
de Estados Unidos, no el de Colombia. Esa es una verdad tan evidente que es un
axioma. Y quienes tratan de virar el argumento atribuyendo a Colombia las
cualidades imperiales del gobierno de Teodoro Roosevelt no solo cometen una
falacia, sino que cometen la inmoralidad de hacer una falsa acusación para
proteger al culpable de la agresión. En términos jurídicos sería cometer un
perjurio.
Aun si fuera cierto que los gobiernos
colombianos del siglo XIX “nos tenían olvidados a los panameños”, aun si
hubiera una disputa política con Bogotá, esa lucha debía haber sido resuelta en
una lucha entre colombianos. Nada de eso justificaría avalar y pedir la
intervención del imperialismo norteamericano en los asuntos internos de
Colombia.
¿No es eso lo que hicieron los partidos de
derecha y burgueses panameños en 1989, pedir la intervención militar
norteamericana contra el régimen militar de Manuel A. Noriega? La oligarquía
panameña y los colonizados mentales avalan las dos intervenciones militares
yanquis, la de 1903 y la de 1989, alegando que ambos casos Estados Unidos “nos
salvó”.
Colombia nunca ha sido una metrópoli
imperial, Colombia ha sido un país dependiente, con una oligarquía avara con su
pueblo, antidemocrática y con fuertes dificultades para su integración como
estado nacional centralizado, dada su geografía y los intereses económicos y
políticos de sus burguesías regionales. Las múltiples guerras civiles que la
han afectado desde la independencia hasta el siglo XXI son un síntoma de ese
problema.
Así que el pueblo de Panamá vivía las
mismas injusticias sociales que padecían todos los otros pueblos colombianos
habitantes del resto de los departamentos. Argumentar que el gobierno de Bogotá
se ensañaba contra el pueblo de Panamá de manera particular, implica una
falacia en tres sentidos.
Primero. Exonera a la
burguesía comercial y terrateniente panameña de la responsabilidad que le cabe
en los abusos de los gobiernos colombianos del siglo XIX. La leyenda dorada y la
versión ecléctica omiten que los burgueses panameños estaban bien integrados al
gobierno de Colombia y eran corresponsables de lo que pasaba. Mienten por
omisión al no decir que la familia Arosemena participó en altos cargos, que don
Justo fue senador, constitucionalista y diplomático, que Tomás Herrera fue
presidente de Colombia al igual que José D. Obaldía, etc. No es de extrañar
esta actitud, pues la “izquierda” que practica la colaboración de clases
siempre idealiza a su “burguesía nacional”.
Segundo. No es cierto que
Panamá estuviera especialmente “olvidado”. Por el contrario, desde la década de
1830 se emitieron leyes especiales sobre el comercio en el Istmo; se aprobaron
diversos estudios sobre el canal; se promovió la construcción del ferrocarril
transístmico; se aprobó el Tratado Mallarino-Bidlack para fomentar el comercio
yanqui frente a los intentos anexionistas ingleses; hasta 1902 se consultó a
los líderes políticos y empresariales del Istmo sobre la negociación de los
tratados con Estados Unidos.
Tercero. ¿Éramos naciones
diferentes? ¿Qué es una nación, en el sentido identitario? Una comunidad que, a
partir de una historia común, ha desarrollado particularidades culturales
comunes (creencias, costumbres, folklore) que, sobre todo, se expresan en una
lengua común, la cual es en últimas el distintivo que unifica todos los rasgos
de la identidad nacional. Salvando las naciones originarias de Colombia y
Panamá, nuestras naciones son fundamentalmente una hechura del imperio colonial
español y su cultura.
Ese es el fundamento posible del sueño
bolivariano de unidad continental, la unidad que da una cultura y una lengua
comunes, un pasado común y una protonacionalidad común, “españoles de América”,
hasta bien entrado el siglo XIX. Los diversos estados nacionales que se crearon
en la independencia son gajos de un tronco nacional común, de una identidad
común. Por eso, hasta el día de hoy, Colombia y Panamá comparten muchos de esos
rasgos identitarios.
Por último, alegar que Panamá podía
constituir desde 1821 un estado nacional independiente solo puede salir de la
más crasa ignorancia de los hechos concretos, aquellos hechos de lo que no
habla la historia oficial: que el Ismo entró en decadencia luego del ataque de
Morgan en 1671; que la crisis se profundizó con el final de las ferias de
Portobelo en 1740; que en esa década, el Istmo fue adscrito como provincia del
Virreinato de la Nueva Granada, o sea que ya éramos “colombianos”, antes de la
independencia; que ni siquiera llegamos a Capitanía, como sí lo fueron
Venezuela o Quito; que no había economía y los funcionarios se pagaban con
plata de Bogotá y Lima (el situado); que había una crisis demográfica producto
de la migración al interior y a otras zonas del imperio; etc.
También es obligante que nuestros
historiadores jóvenes revisen el siglo XIX y pongan las famosas “actas
separatistas” en el contexto de lo que acontecía en el conjunto de Colombia
para comprender que más que separatismo se trataba de conflictos entre
bolivaristas y santanderistas, liberales y conservadores, federalistas y
centralistas, librecambistas y proteccionistas.
“Panamá siempre fue Panamá”, ha dicho un
historiador colombiano, y de él se pegan los amanuenses de la leyenda dorada.
Parafraseando también podemos decir: “Chiriquí siempre ha sido Chiriquí”. Y hay
ideas federalistas allá. Pero eso no quiere decir nadie esté planteándose
seriamente en Chiriquí independizarse de Panamá. Que la capital acapare los
recursos y descuide a la población chiricana, tampoco convierte a Panamá en un
país imperialista. La situación era semejante el istmo durante el siglo XIX
respecto de Bogotá.
Dejemos de tapar el sol con un dedo: los
hechos del 3 de noviembre de 1903 no tienen nada que ver con una “opresión
colombiana”, sino con la intervención del imperialismo norteamericano para
imponer el tratado por el que se apropiaron del canal “como si fueran
soberanos”. Luego de eso no fuimos “independientes”, sino un protectorado de
Estados Unidos, que es otra forma de decir colonia.
La
lucha por nuestra independencia lo ha sido contra el imperialismo
norteamericano a lo largo del siglo XX, no contra Colombia. La máxima gesta
independentista fue el 9 de enero de 1964, no el 3 de noviembre de 1903.