Robert Fisk
www.jornada.unam.mx / 130118
Hubo un tiempo en que todos nos creíamos
el mito de que los esfuerzos de paz de Washington en Medio Oriente eran imparciales,
neutrales, sin influencia de la religión, el historial o las actividades de
negocios de los pacificadores. Incluso cuando en el gobierno de Clinton, los
cuatro principales pacificadores eran todos judíos estadunidenses –su principal
negociador, Dennis Ross, había sido un prominente ex miembro del equipo del más
poderoso cabildo israelí, Aipac (Comité de Asuntos Públicos de Estados Unidos e
Israel)–, la prensa occidental rara vez lo mencionaba. Solo era noticia en
Israel, donde el periódico Maarev los llamó la misión de cuatro judíos.
El escritor y activista israelí Meron
Benvenisti escribió en el periódico Ha’aretz que, si bien el origen étnico de
los cuatro diplomáticos estadunidenses podría ser irrelevante, “es difícil
pasar por alto que la manipulación del proceso de paz fue confiada por
Washington en primer lugar a judíos estadunidenses, y que al menos un miembro
del equipo del Departamento de Estado fue seleccionado para la tarea porque
representaba el punto de vista del establishment judío estadunidense. La
tremenda influencia de ese establishment en el gobierno de Clinton encontró su
manifestación más clara al redefinir los ‘territorios ocupados’ como
‘territorios en disputa’.”
Pero, para no ser acusados de
antisemitismo, señaló Benvenisti, los palestinos “no pueden, ni Dios lo
permita, hablar de la ‘conexión judía’…” Tras ser acusada de antisemitismo solo
por condenar la brutalidad israelí y la ocupación de Cisjordania y Jerusalén
Oriental, el mismo miedo socava el valor de la Autoridad Palestina. Cuando el
yerno judío de Trump, Jared Kushner, se volvió el malhadado enviado de paz del
presidente, los palestinos, bien conscientes de que apoyaba la persistente –e
internacionalmente ilegal– colonización de tierras árabes, recibieron con cortesía
su súbita exaltación a pacificador. Fueron los medios israelíes los primeros en
destacar lo poco que sabía del verdadero Medio Oriente, y las muy pocas
personas que conocía allí.
Sin embargo, Dennis Ross, el ex hombre de
Aipac, cuya inclinación hacia Israel fue criticada por colegas israelíes al
igual que árabes, apoyó fuertemente a Kushner cuando fue designado enviado
especial. En cuanto a Trump, he aquí el registro oficial de sus ideas sobre la
eficiencia de Jared Kushner: “Saben, Jared es un excelente muchacho y hará un
pacto con Israel (sic) que nadie más puede lograr. Tiene talento natural –ya
saben de lo que hablo, natural–, un negociador natural. Le cae bien a todo el
mundo.”
Como inversionista en bienes raíces, tal
vez Kushner sí sea un negociador natural. Pero nadie hubiera esperado descubrir
–como hizo el New York Times hace unos días– que, poco antes de que Kushner
acompañara a Trump en su primer viaje diplomático a Israel, en mayo, su
compañía familiar inmobiliaria recibió unos 30 millones de dólares en
inversiones de Menora Mivtachim, una de las instituciones aseguradoras y
financieras más grandes de Israel. El acuerdo –sorpresa, sorpresa– no se
publicó. No hay evidencia de que Kushner estuviera directamente involucrado en
el acuerdo y no parece haber alguna violación de las leyes federales sobre
ética, según el diario.
Pero, como señaló el NYT, aparte de la
decisión de Trump de reconocer a Jerusalén como capital de Israel, el acuerdo
con Kushner podría socavar la capacidad de Estados Unidos de ser visto como un
negociador independiente en la región. Vaya, vaya. ¿Cómo podría ser eso? ¿Acaso
el NYT no acepta que Kushner se toma muy en serio las reglas sobre ética (así
lo dijo un secretario de prensa de la Casa Blanca) y que, si bien no se puede
impedir que las empresas Kushner hagan negocios con una firma extrajera porque
Kushner trabaja en el gobierno, no hacen negocios con entes soberanos o
gobiernos?
Kushner sigue siendo beneficiario de
fideicomisos que tienen intereses en las empresas de su familia, pese a que
renunció como ejecutivo en enero del año anterior. Mi cita favorita viene de
uno de los abogados de Kushner, Abbe D. Lowell, quien dijo que conectar
cualquiera de sus muy publicitados viajes a Medio Oriente con cualquier asunto
relativo a las empresas Kushner o a sus negocios es absurdo, y es un intento de
sacar una nota sobre algo que no existe.
Así que está bien, entonces. Y si un
miembro futuro de un importante equipo negociador de paz estadunidense en Medio
Oriente resultara ser musulmán –por pura casualidad– (su origen étnico tan
irrelevante como dicen que es el de Kushner) y, al momento de trabajar para el
presidente estadunidense, fuera beneficiario de fideicomisos de una compañía
que hiciera negocios con, digamos, empresas en Arabia Saudita, Egipto o –Dios
nos libre– en Ramalá, en Cisjordania, sería una práctica abierta y aceptable
para un tipo cuyo único deseo en la vida sería llevar la paz a israelíes y
palestinos. Y si esas compañías árabes invirtieran en esa compañía inmobiliaria
del negociador de la paz, nadie alzaría una ceja ni insinuaría que tal cosa
fuera un poquito irregular o –no usemos la palabra falta de ética– no del todo
apropiada.
Después de todo, los funcionarios electos
estadunidenses siempre han sido un poco escépticos respecto de la ayuda
financiera árabe a Estados Unidos, aun cuando haya llegado libre de cargo y sin
interés adosado. Pensemos en el príncipe saudita Al-Waleed bin Talal –uno de
los hombres más ricos del mundo, que hoy vive en un colchón del hotel Ritz de
Riad como invitado involuntario del príncipe heredero Mohamed bin Salman–,
quien en 2001 ofreció una donación de 10 millones de dólares al Fondo de las
Torres Gemelas, para las familias y víctimas del ataque del 11-S. También
mencionó la causa palestina porque, dijo, desde el ataque los reporteros han
preguntado repetidas veces cómo erradicar el terrorismo. Estados Unidos tiene
que entender, añadió, que, si quiere extraer las raíces de este acto ridículo y
terrible, tiene que resolver este asunto.
¡Sopas! Esta verdad evidente en sí misma
fue demasiado para el alcalde Rudolph Giuliani de Nueva York, que al instante
dijo al príncipe Al-Waleed bin Talal que se guardara su cheque. No se puede
ofrecer dinero y hablar de política al mismo tiempo. Pero mostró lo delicada
que puede ser la conexión entre dinero –incluso donaciones de un árabe– y
política en el eje Medio Oriente-Estados Unidos.
No parece haber tales problemas, en
cambio, con respecto a Jared Kushner, quien obviamente aprobó la grotesca
decisión de su suegro de aceptar a Jerusalén como capital israelí, con la cual
cortó a los palestinos del acuerdo natural que Trump aseguraba que podría
lograr. Y por supuesto que la relación de la compañía inmobiliaria de Kushner
con las instituciones financieras israelíes nada tiene que ver con ello.