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El arte del "trumpcataclismo"

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De cómo Estados Unidos se invadió, se ocupó y se rehizo a sí mismo.

¡Ha sido épico! ¡Un elenco de miles! (¿Cientos? ¿Decenas?) Una producción espectacular que, cinco semanas después de haber aparecido en todas las pantallas –de todos los tipos conocidos– de Estados Unidos (y posiblemente del mundo), no muestra ninguna señal de parar. ¡Qué éxito ha sido! Ha hecho que la gente vuelva a los periódicos (en la web, si no en papel) y asegurado que nuestros acompañantes de cada día –los shows de noticias en la televisión por cable con cobertura las 24 horas del día durante los siete días de la semana– no les falten la “noticia de último momento” ni las audiencias.

Es un impacto en todo el sentido de la palabra, tanto en el de éxito total hollywoodense como en el de accidente de tránsito, un fenómeno de un tipo que nunca habíamos vivido. Imagine el lector a Nerón tonteando mientras arde Roma y las cámaras filmándolo todo. De cualquier modo, se ha comprobado que se trata de una gigantesca filtración. Un grifo abierto, una espita abierta. Un enorme flujo de noticias que no lo son, de la cuarta parte de una noticia, de la mitad de una noticia, de noticias enloquecidas, de noticias engañosas y de noticias reales que han sido exageradas.

Ya sabe usted exactamente de qué –y de quién– estoy hablando, No es necesario explicarlo. Quiero decir, usted me pregunta “¿Qué es lo que no es necesario?”. El actor principal recién llegado a la capital de nuestra nación es lo más parecido a un personaje de acción. Imagine usted la versión Mar-a-Lego de Batman y el Joker fundidos en uno solo, un presidente que, tal como nos dijo en una reciente conferencia de prensa “soy la persona menos antisemita que usted ha visto en su vida”, y además la “persona menos racista”.

Como una información tras otra lo indica, él ataca, arremete contra, se burla, tuitea, aporrea, embiste y se queja mientras arroja una lluvia de calumnias a los demás; aun así, continúa elogiando sin cesar sus propios logros. Pensemos en él como si se tratara de un gigantesco infierno de la política del Estados Unidos del siglo XXI o un moderno Godzilla surgiendo eternamente del agua en el puerto de Nueva York.

¿Y en cuanto al elenco de sus seguidores? Islamófobos, iranófobos, nacionalistas blancos; una caterva de milmillonarios y mutimillonarios; un renaciente mercado de valores que se ha vuelto loco; la totalidad de la industria de los combustibles fósiles y unos chalados “escépticos” del cambio climático de la ciudad; un portavoz de prensa inmortalizado en la TV por el programa Saturday Night Live cuyas emisiones ya han dejado atrás al culebrón General Hospital en las mediciones de audiencia; un consejero de la Casa Blanca experto en “hechos alternativos”; un asesor en seguridad nacional que –después de 24 días en el cargo– parece sintetizar el concepto de “inseguridad”; un jefe de equipo de la Casa Blanca y contacto con los republicanos del Congreso a quien ya se está evaluando reemplazar, además de una pareja de recién nombrados que fueron “despedidos” o incluso sacados por la fuerza de sus respectivos despachos y empleos por haber criticado a Donald y no haberlo admitido... francamente, es imposible maquillar todo esto o, mejor dicho, solo el propio Trump podría hacerlo. Y, de pasada, ya lo sabe; a partir de las “noticias” de las últimas semanas, yo podría continuar interminablemente este párrafo incluso sin parar para respirar.

Entre tantos temas que ni siquiera he mencionado, entre ellos Melania y la ex esposa Ivana –¿es acaso posible que ella se convierta en la embajadora de Estados Unidos en la República Checa?–, por supuesto, ahí están los hijos de Trump y sus negocios y las instantáneamente rotas promesas acerca de sus (vaya expresión tan fuera de moda) ‘conflictos de intereses’ y los conflictos vinculados con esos conflictos y los tuits y las amenazas presidenciales y los rubores que les acompañaban, por no hablar de la cuestión de tener que pagar para acceder al nuevo presidente en Mar-a-Lago.

Y qué me dice del yerno de Trump, Jared Kushner (otro conflicto de-ya-sabe-qué andante) de quien se dice que ha tenido un papel importante en el nombramiento del nuevo embajador en Israel, un abogado de Nueva York especializado en bancarrotas conocido por haber recaudado millones de dólares para financiar un asentamiento judío en Cisjordania y por haber dicho que los partidarios del grupo judío liberal J Street son “mucho peores que los Kapos” (los judíos que ayudaban a los nazis en sus campos de concentración).

Ahora, Kushner ha sido ordenado negociador máximo en Oriente Medio. Y no se olvide que los hijos Donald y Eric ya están guardando objetos de interés para la futura biblioteca presidencial Trump, una idea que dejaría sin habla a cualquiera (solo imaginemos una biblioteca con esas enormes letras doradas sobre la puerta de entrada en honor de un hombre que se enorgullece de no leer un libro y, como sin duda ocurre con sus órdenes ejecutivas e incluso con los volúmenes que afirma haber “escrito” sobre cosas que apenas se ha molestado en comprobar.

Hablando de Roma (¿recuerdan a Nerón haciendo tonterías?), ¿se ha dado cuenta de que en estos días todos los caminos de las noticias conducen a... bueno, a Donald Trump? Créame, ya nada sucede en nuestro mundo que no esté relacionado con él o con sus acólitos (o sencillamente, por definición, nada sucedía). Desde que en junio de 2015, en su carrera por la presidencia, se convirtió en el escalador de la Torre Trump, su principal destreza ha sido, sin duda alguna, la capacidad de hacerle la pelota a los medios en el espacio que fuera, ya fuese ese “espacio” el Despacho Oval, Washington o el mundo entero.

En una conferencia de prensa, habló con el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu y, en medio de arranques de ira por las filtraciones en la comunidad de inteligencia y ataques a “los medios deshonestos” por haber disparado contra su asesor en temas de seguridad nacional, de repente fija su intención en la cuestión que enfrenta a Israel y Palestina y dice: “Entonces, observo la cuestión de los dos estados o el estado único y me gusta aquel que prefieran ambas partes. Me hace muy feliz la solución que agrade a ambas partes. Puedo convivir con cualquiera de ellas. Durante cierto tiempo me parecía que la solución de dos estados podía ser la más fácil pero, francamente, si Bibi y los palestinos... si Israel y los palestinos están contentos, yo estoy contento con lo que ellos prefieran”. Y, de pronto, el mundo que habíamos conocido en Oriente Medio, es otro completamente diferente.

Generalizando

A su manera, incluso después de 20 meses de haber empezado, todo continúa siendo muy sorprendente y novedoso; si esto no es como estar en el paso de un tornado, ya me dirá usted a qué se parece. Entonces, nadie debería sorprenderse por lo difícil que es apartarse de la tormenta de este interminable momento para encontrar una –cualquiera que sea– posición ventajosa que brinde a uno la mínima perspectiva del trumpcataclismo que castiga a nuestro mundo.

Aun así, por extraño que podría parecer en estas circunstancias, la presidencia de Trump proviene de alguna parte, se ha desarrollado a partir de algo. Para pensar en este fenómeno (como muchos de quienes se oponen a Trump parecen ahora inclinados a hacerlo) como algo completamente peculiar, la versión presidencial de un alumbramiento virginal va al mismo tiempo contra la historia y contra la realidad.

Donald Trump, aparte de cualquier otra cosa que pueda ser, es muy claramente una criatura de la historia. Él es inimaginable sin ella. Esto, a su vez, significa que la naturaleza radical de su presidencia debería servir como recordatorio de lo radical que en realidad han sido los 15 años posteriores al 11-S en la conformación de la vida, la política y el estilo de gobierno de Estados Unidos. En ese sentido, generalizar (le pido disculpas por el juego de palabras*), la presidencia Trump ya ofrece una sorprendentemente vívida y precisa imagen del Estados Unidos en que hemos estado viviendo desde hace algunos años, incluso aunque prefiriésemos fingir otra cosa.

Después de todo, es claramente un gobierno de, ejercido por y evidentemente para los milmillonarios y los generales, lo que resume bastante bien hacia dónde avanzábamos en la última década y media.

Empecemos por los generales. En los 15 años anteriores a la llegada de Donald Trump al Despacho Oval, Washington se había convertido en una capital de la guerra permanente, un rasgo inmanente de nuestro mundo estadounidense, y las fuerzas armadas en la institución más admirada en la vida estadounidense, aquella en la que más confiamos en un conjunto cada día más ajado; en ese conjunto están la presidencia, la Suprema Corte, la escuela pública, los bancos, los telediarios, los periódicos, los grandes comercios y el Congreso (en este orden descendente).

El apoyo a esas fuerzas armadas –en la forma de pasmosas sumas de dólares del contribuyente (que están a punto de dispararse una vez más)– es una de las pocas cosas en las que los congresistas –demócratas y republicanos– pueden todavía ponerse de acuerdo. El complejo militar-industrial vuela cada vez más alto (a pesar de lo tweets de Trump sobre el precio de los aviones F-35); los cuerpos policiales de todo el país han sido dotados al estilo de muchas fuerzas armadas mientras la tecnología bélica en los remotos campos de batalla estadounidenses –desde la captura de comunicaciones de telefonía móvil y los vehículos a prueba de explosivos hasta la vigilancia con drones– llega de regreso a casa y ahora todos tenemos nuestras propias unidades de fuerzas especiales.

En otras palabras, este país se ha militarizado en muchos aspectos –en los más obvios y también en los menos–, de un modo que los estadounidenses de otros tiempos no imaginarían posible. En esta militarización, iniciar guerras y pelearlas se ha convertido cada vez más –burlando la Constitución– en la única preocupación de la Casa Blanca, sin recurrir prácticamente al Congreso. Mientras tanto, en estos años, gracias al programa de asesinatos selectivos por medio de drones conducido directamente desde el Despacho Oval, el presidente –que es el comandante en jefe de las fuerzas armadas– se ha transformado también en el asesino en jefe.

En estas circunstancias, nadie debería haberse asombrado cuando Donald Trump recurrió a los mismos generales que él había criticado durante la campaña electoral, a aquellos hombres que durante 15 años lucharon en guerras perdidas y se sienten amargados por no haberlas ganado. Ahora, por supuesto, en su gobierno, han asumido funciones –un hito histórico– que en otros tiempos eran mayormente confiadas a civiles –la secretaría de Defensa, la de Seguridad Interior, la asesoría en seguridad nacional y la jefatura del Consejo de Seguridad Nacional–. Es decir, una especie de junta militar, y un pequeño y lógico paso más en el proceso de una creciente militarización de este país.

Es sorprendente, por ejemplo, que cuando el presidente cesó finalmente –después de 24 días en el cargo– a su asesor en seguridad nacional, todos los nombres menos uno que se barajaron para ocupar ese puesto, normalmente ocupado por un civil, eran generales retirados (y un almirante); también lo es que la persona nombrada por Donald Trump como segundo asesor en seguridad nacional sea un general que continúa en activo.

Esto refleja una nítida realidad del Estados Unidos del siglo XXI, que Donald simplemente ha absorbido como la esponja humana que es. Como resultado de ello, las permanentes guerras estadounidenses, todas ellas más o menos desastres de un tipo u otro, serán supervisadas por unos hombres que, durante los últimos 15 años, estuvieron profundamente implicados en ellas. Esta es la fórmula indicada para nuevos desastres pero, por supuesto, esto poco importa.

Otros futuros pasos de Trump –como la posible movilización de la Guardia Nacional, más de 50 años después de que los guardias ayudaran a eliminar la segregación racial en la Universidad de Alabama, para llevar a cabo la deportación en masa de inmigrantes ilegales– sin duda seguirán la misma pauta (pese a que el gobierno ha negado que haya empezado a considerar seriamente esa movilización). En resumen, ahora vivimos en un Estados Unidos de los generales, y esto sería así aunque Donald Trump no hubiese sido elegido presidente.

Agreguemos un aspecto más en este nuestro momento: ya tenemos los primeros indicios de que integrantes del alto comando de las fuerzas armadas podrían dejar de sentirse completamente constreñidos por la tradicional prohibición estadounidense de implicarse en política. El general Raymond “Tony” Thomas, jefe del elitista Comando de Operaciones Especiales, hablando recientemente en una conferencia, advirtió al presidente que estamos “en guerra” y que el caos en la Casa Blanca no es algo bueno para los guerreros. Nunca en nuestros tiempos las fuerzas armadas habían criticado tan abiertamente a la Casa Blanca.

El ascendiente de los milmillonarios

En cuanto a estos, empecemos así: ahora, un milmillonario es presidente de Estados Unidos, algo que, hasta que este país fuera convertido en una sociedad del 1 por ciento con la política del 1 por ciento, habría sido inconcebible (lo más cerca que estuvimos de esto en los tiempos modernos fue en 1974, cuando Nelson Rockefeller fue nombrado vicepresidente por el presidente Gerald Ford, que no había sido electo en una votación popular).

Además, nunca había habido tantos milmillonarios y multimillonarios en un gabinete; esto, a su vez, fue posible solo porque en este país y en estos momentos hay tantos milmillonarios y multimillonarios dispuestos a ser elegidos. En 1987, en Estados Unidos había 41 milmillonarios; en 2015, eran 536. ¿Qué otra cosa es necesario saber acerca de los años transcurridos que dieron lugar a una creciente desigualdad y el peor derrumbe económico desde 1929 que solo contribuyeron a reforzar la nueva versión del sistema estadounidense?

En un rápido repaso de estos años, hemos pasado de unos milmillonarios que financiaban el sistema político (después de que, en 2010, el dictamen Citizen United de la Suprema Corte abriera las compuertas a la riada financiera) a la realidad de unos milmillonarios encabezando y gestionando la actividad gubernamental. Como consecuencia de ello, dado un país que siempre se ha llevado tan bien con quienes ya eran inmensamente ricos –gracias en parte a que se implementara lo que podría llamarse el estilo trumpiano de “rebaja de impuestos”– y así la posibilidad de establecer una nueva “época de riqueza dinástica”. En la caterva de ricos desmanteladores y destructores, Donald Trump reclutó su gabinete en la expectativa de, entre otras cosas, que la privatización del gobierno de Estados Unidos –un proceso hasta ahora centrado sobre todo en la fusión de las corporaciones guerreras con diferentes sectores del estado de la seguridad nacional– avanzará a paso acelerado en el resto de los organismos del Estado.

Para decirlo de otro modo, antes del 8 de noviembre de 2016, ya estábamos viviendo un Estados Unidos diferente. Donald Trump no ha hecho otra cosa que poner esa realidad ante nuestras narices. No olvidemos que si no fuera por el proceso de creación de la sociedad del 1 por ciento en este país y el aumento de la automatización (y la globalización, también), que ha destruido tantos empleos y solo ha favorecido la propagación de la desigualdad, los trabajadores blancos estadounidenses en particular no se habrían sentido tan excluidos en el interior de su propio país o tan dispuestos a llevar a semejante explosivo personaje a la Casa Blanca como una forma visible de una protesta del tipo “que te jodan”.

Por último, pensemos en otro sello distintivo del primer mes de la presidencia Trump: la “contienda” entre el nuevo presidente y el sector de la inteligencia del estado de la seguridad nacional. En estos años posteriores al 11-S el Estado dentro de un Estado –algunas veces mencionado por sus críticos como el “Estado profundo”, a pesar del secretismo que lo envuelve; la expresión “Estado oscuro” sería más apropiada– creció a pasos agigantados. Durante este periodo, por ejemplo, Estados Unidos consiguió un segundo departamento de Defensa, el de Defensa Interior –con su propio complejo industrial de la seguridad–, mientras las agencias de inteligencia –17, en total– se expandieron más allá de lo imaginable.
En esos años, lograron una influencia que no tenía precedentes y, al mismo tiempo, la capacidad de escuchar y controlar las comunicaciones de prácticamente todos los habitantes del planeta (entre ellas, las de los estadounidenses). Alimentados copiosamente por los dólares del contribuyente y ayudados por cientos de miles de contratistas privados pertenecientes a las corporaciones guerreras cuyas acciones escapan al control del Congreso y los tribunales, y operando debajo de una especie de manto de secretismo que deja en la oscuridad a la mayoría de los estadounidenses (salvo cuando los denunciantes han revelado sus manejos), el estado de la seguridad nacional ha aumentado su influencia en Washington hasta convertirse de hecho en el cuarto poder gubernamental.

Las personas clave en el interior de sus misteriosos despachos hoy se encuentran con Donald Trump, el presidente que en cierta forma es una consecuencia del mismo proceso que produjo su propio crecimiento; este encuentro no les resulta agradable –menos aun después de que él comparara sus actividades con las que realizaban los nazis–; da la impresión de que estas personas le hubieran declarado la guerra al presidente y su administración mediante un notable flujo de filtraciones de información perjudicial, particularmente en relación con el recién despedido asesor en seguridad nacional Michael Flynn.

Tal como escribieran Amansa Taub y Max Fisher en el New York Times, “Para algunos funcionarios gubernamentales concernidos, las filtraciones podrían haberse convertido en uno de los pocos medios que quedan con los que influir no solo en las iniciativas políticas del señor Flynn sino en la amenaza que él parece haber planteado al lugar que ellos tienen en la democracia”.

Esto, por supuesto, representaba una versión de la actividad de los denunciantes que, cuando estaba dirigida a ellos –antes de Trump–, les parecía terrorífica. Como los comentarios del general Thomas, esa lluvia de filtraciones, al mismo tiempo que desconcierta a Donald Trump, es un potencial desafío al sistema político de Estados Unidos tal como era conocido. Cuando los defensores más feroces de ese sistema empiezan a ser vistos como si formaran parte de la comunidad de inteligencia y las fuerzas armadas está claro que se está en un mundo distinto y mucho más peligroso.

Entonces, mucho de lo que está sucediendo ahora puede parecer sorprendentemente novedoso y sobrecogedor. No obstante, la verdad es que ha estado incubándose durante años, aunque los detalles de una presidencia Trump fueran inimaginables no hace tanto tiempo. En marzo de 2015, por ejemplo, dos meses antes de que Donald lanzara al cuadrilátero su cuidado despeinado, yo me preguntaba (en una nota de TomDispatch) si acaso estaba surgiendo “un nuevo sistema político” en Estados Unidos y resumía así la situación:

“Aun así, no pensemos siquiera un segundo que el sistema político de Estados Unidos no está siendo reformulado por algunos sectores interesados del Congreso, el actual grupo de milmillonarios, los intereses corporativos, los grupos de presión, el Pentágono y los funcionarios del estado de la seguridad nacional. Fuera del caos de este larguísimo momento y dentro del cascarón del viejo sistema, una nueva cultura, un nuevo tipo de política, una nueva forma de gobernar está viendo la luz ante nuestros propios ojos. Démosle el nombre que queramos, pero nombrémoslo de alguna manera. Dejemos de fingir que no está pasando nada.”

Ahora estamos viviendo en el Estados Unidos de Donald Trump (que, ciertamente, yo no predije ni imaginé en marzo de 2015); esto es, estamos viviendo en un país aún más caótico y atípico gobernado (en una medida que nunca lo había sido) por unos milmillonarios y generales retirados supervisados por un presidente claramente anómalo que está en guerra con unos sectores anómalos del estado de la seguridad nacional. Esto, en pocas palabras, es el Estados Unidos creado en los años que siguieron al 11-S.

Dicho de otro modo, Estados Unidos puede haber fracasado estrepitosamente en sus esfuerzos para invadir, ocupar y rehacer Irak según su propia imagen pero parece haber tenido un notable éxito en la invasión, ocupación y transformación de sí mismo. Y no culpemos de esto a los rusos.

Nadie lo dije mejor que el rey de Francia Luis XV: Après moi, le Trump**.

* El juego de palabras por el que autor pide disculpas tiene que ver con la palabra “generalizar” y la abundancia de generales retirados en el equipo de gobierno de Donald Trump. (N. del T.)

** Luis XV dijo alguna vez, “Después de mí, el diluvio” (Après moi, le dèluge). (N. del T.)

Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World
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El presidente del rebote

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Si usted quiere saber de dónde viene el presidente Donald Trump, si quiere rastrear el largo y sinuoso camino (o escalamiento) que le llevó al Despacho Oval, no mire la realidad que nos muestra la televisión ni la de Tweeter, ni siquiera el surgimiento de la nueva derecha estadounidense. Mire hacia el lugar más improbable: Iraq.

Es posible que Donald Trump haya nacido en la ciudad de Nueva York. Es posible que se haya hecho adulto en medio de sus luchas en el ámbito de los bienes inmobiliarios. Es posible que no haya viajado más allá de Atlantic City, New Jersey, para convertir el mundo en un casino y crear esas mágicas letras doradas que se convertirían en lo esencial de su marca. Es posible que haya hecho un salto aún más asombroso a la televisión sin haber salido de casa, transformando el “¡Esta usted despedido!”, en una frase de uso doméstico. Aun así, su presidencia es una cuestión completamente distinta. Es algo ajeno a él. Proviene, totalmente radicalizada –con su repeinado cardado y su eterno bronceado–, de Iraq.

A pesar de que él negara haber estado a favor de la invasión de este país en 2003, Donald Trump es un presidente hecho por la guerra. Su ascensión al cargo más alto de Estados Unidos es inconcebible sin esa invasión, que se inició con gloria y acabó (si alguna vez lo hizo) en infamia. Él es el presidente de un territorio rehecho por la guerra en una forma que su pueblo aún no ha asimilado. Hay que reconocer que en toda su vida personal él esquivó el verse involucrado en una guerra. Al final de cuentas, él no estuvo en Vietnam. Aun así, él es el presidente que la guerra trajo a casa. No piense en él como el presidente fanfarrón sino como el presidente del rebote.
Id en masa. Arrasadlo todo

Para captar esto, se necesita bajar un poco por el sendero de la memoria; hasta el 11-S, esto es, el día más nefasto de nuestra historia reciente. No hay otra forma de recordar lo gloriosamente que empezó todo en medio de los escombros. Si usted quisiera, podría elegir el momento, tres días después del derrumbe de las torres del World Trade Center, en el que –megáfono en mano– el presidente George W. Bush escaló el montón de cascotes en el centro de Manhattan, pasó su brazo sobre el hombro de un bombero y gritó en su bocina “¡Puedo oíros! ¡Todo el mundo os oye!... Quienes echaron estos edificios sabrán pronto de nosotros”.

Sin embargo, si tuviera que marcar el origen de la presidencia de Donald Trump escogería un momento algo anterior; en un Pentágono parcialmente en ruinas gracias al secuestro del avión del vuelo 77 de American Airlines. Allí, apenas cinco horas después del ataque, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld, consciente ya de que la destrucción alrededor de él era probablemente responsabilidad de Osama bin Laden, ordenó a sus ayudantes (según las notas tomadas por uno de ellos) que empezaran a planificar un ataque en represalia contra... sí, el Iraq de Saddam Hussein. Sus palabras fueron exactamente: “Id en masa. Arrasadlo todo. Esté relacionado con esto o no”.

Así, cumpliendo lo ordenado, casi inmediatamente empezó a llenarse el gigantesco cubo de basura en que se convirtió la Guerra Global Contra el Terror (o GWOT, por sus siglas en inglés); algo para nada vinculado con el 11-S (la administración Bush jamás admitió esto). No obstante, estaba íntimamente relacionado con los sueños más recónditos de los hombres (y una mujer, Condoleezza Rice) que supervisaban la política exterior estadounidense en los años de Bush: la eliminación del autócrata gobernante de Iraq, Saddam Hussein.
Sí, era con bin Laden y también con el Taliban y Afganistán con quienes había que vérselas pero –un pequeño cambio–, casi inmediatamente, al mismo tiempo que se alistaba alguna fuerza aérea, la CIA envío dólares a los señores de la guerra afganos y un modesto contingente de militares estadounidenses. En cuestión de meses, Afganistán fue “liberado”, bin Laden había abandonado el país, el Taliban había dejado las armas y eso fue todo (¿quién habría imaginado entonces en Washington que 15 años más tarde una nueva administración tuviera que resolver un pedido del 12º comandante militar de Estados Unidos en ese país para que le enviaran más saldados para sostener una guerra fracasada?).

En otras palabras, en cuestión de meses, todo estaba dispuesto para que esos hombres se dedicaran a lo que George W. Bush, Dick Cheney y Cía. veían como su propio destino, como la clave del glorioso futuro imperial de Estados Unidos: el derrocamiento del dictador iraquí. Esto, tal como Rumsfeld ordenara en el Pentágono el 11-S, estuvo siempre donde de verdad estaba enfocado. Era con lo que algunos de ellos habían soñado desde el momento, durante la Guerra de Golfo de 1990-1991, cuando el presidente G.W. Bush mandó detener el avance de las tropas hacia Bagdad y dejó en el poder a Hussein, que después de haber sido aliado de Estados Unidos sería más tarde comparado con Hitler.

Estos personajes no tenían duda alguna; la invasión de marzo de 2003 sería un momento inolvidable en la historia de Estados Unidos como potencia mundial (como ciertamente resultó ser, aunque no en la forma que ellos imaginaban). Las fuerzas armadas de EEUU, a las que George W. Bush llamaría “la más maravillosa fuerza para la liberación humana que el mundo ha conocido”, recibieron la orden de liberar Iraq mediante una milagrosa campaña de alta tecnología llamada “conmoción y espanto” que el mundo jamás olvidará. Esa vez, al revés que en 1991, los soldados entrarían en una Bagdad envuelta en llamas, Saddam sería apresado y todo sucedería sin la ayuda de las fuerzas armadas de los otros 28 países.

Es decir, se trató de una acción de soledad imperial que beneficiaba a la última superpotencia del planeta Tierra. Por supuesto, los iraquíes nos saludarían como liberadores y nosotros instalaríamos una prolongada ocupación en el centro del territorio petrolero del Oriente Medio. De hecho, en el momento de que se lanzaría la invasión, el Pentágono ya tenía los planos para la construcción de cuatro enormes bases militares permanentes para las tropas estadounidenses (inicialmente, recibieron un nombre que nada decía: “campos de supervivencia”) en Iraq; estos campos estaban fortificados y pensados para albergar en ellos a miles de soldados estadounidenses durante una eternidad.

En el apogeo de la ocupación llegó a haber más de 500 bases, que iban desde pequeñísimos puestos de combate de avanzada hasta verdaderas ciudades estadounidenses; después de 2011, muchas de ellas se transformaron en ciudades fantasma de un sueño enloquecido hasta que algunas fueron reocupadas recientemente por soldados de Estados Unidos en la lucha contra el Daesh.

Naturalmente, en la estela de la amistosa ocupación del ahora democrático (y agradecido) Iraq, la hostil Siria de la familia Assad estaría entre el martillo y el yunque (el Iraq-cuartel estadounidense e Israel), mientras el régimen fundamentalista iraní –después de dos décadas de implacable hostilidad anti-EEUU– estaría acabado. La ocurrencia neocon de ese momento era: “Todo el mundo quiere ir a Bagdad. Los hombres de verdad quieren ir a Teherán”. Bastante pronto –era inevitable– Washington dominaría el gran Oriente Medio desde Pakistán hasta el norte de África como ninguna gran potencia lo había hecho. Sería el comienzo de la Pax Americana en el planeta Tierra que se extendería a las generaciones siguientes.
Ese era el sueño. Por supuesto, usted recuerda la realidad, la que llevó a una capital saqueada; unos militares del ejército de Saddam dados de baja y en la calle que se unían a los alzamientos que estaban por producirse; un conjunto de enconadas insurgencias (sunníes y shiíes); guerra civil (y limpiezas étnicas locales); un programa de reconstrucción –que abarcaba a toda la sociedad– supervisado por corporaciones guerreras vinculadas al Pentágono que acabaron en enormes proyectos solo aptos para el despilfarro, los magros logros y ninguna reconstrucción; los años perdidos, el Daesh y la última versión de la guerra estadounidense, librándose ahora tanto en Siria como en Iraq y planificada para incrementarse en los primeros tiempos de la era Trump.

Mientras tanto, como nuestro nuevo presidente nos recordaba recientemente en un discurso al Congreso, billones de dólares que podían haber sido gastados en la verdadera seguridad (en el sentido más amplio) de Estados Unidos fueron dilapidados en un programa para unas fracasadas fuerzas armadas que dejaron en estado de caos la infraestructura de este país. En conjunto, todo un récord.

En cierto modo, a cambio de la destrucción de una parte del Pentágono y un sector del centro de Manhattan convertido en escombros, Estados Unidos desencadenaría una serie de guerras, conflictos, insurgencias y daría lugar a un pujante conjunto de organizaciones terroristas que transformarían importantes regiones del Gran Oriente Medio en países fallidos o a punto de serlo y una pasmosa cantidad de sus ciudades y pueblos en ruinas.

Había una vez –todo esto les parece tan distante a los estadounidenses– una guerra global contra el terror en la que el presidente Bush animó a los estadounidenses que mostraran sin demora su patriotismo, no mediante el sacrificio o la movilización o incluso alistándose en las fuerzas armadas, sino visitando Disney World y recuperando las pautas de consumo anteriores al 11-S, como si nada hubiese pasado (“Acercaos a Disney World en Florida. Llevad a vuestra familia y disfrutad de la vida del modo que nosotros queremos que sea disfrutada.”). Ciertamente, el consumo personal subió significativamente aquel octubre de 2001.

La otra cara de la gloria en aquellos años de notable paz en Estados Unidos sería la pasividad de una población desmovilizada que –salvo periódicos agradecimientos a las fuerzas armadas– tendría muy poco que ver con las guerras distantes, algo de lo que se ocupaban los profesionales, aunque lucharan por la victoria en nombre de esa población.

Por supuesto, ese era el sueño. La realidad demostró ser totalmente diferente.

La invasión de Estados Unidos

Al final, la guerra permanente y sin victoria en todo el gran Oriente Medio efectivamente llegó a casa. Fue toda la nueva parafernalia bélica –la captación de las comunicaciones de la telefonía celular, lo vehículos a prueba de explosivos, los drones y demás– que empezaron a emigrar de vuelta a casa. Fue la militarización de las policías de Estados Unidos, por no hablar del auge del estado de la seguridad nacional hasta convertirse en un extraoficial cuarto poder del Gobierno.

A casa volvieron también los miedos de los tiempos posteriores al 11-S, la vaga pero inquietante sensación de que en algún lugar del mundo había unos extraños e incomprensibles alienígenas que practicaban una misteriosa religión dispuestos a atacarnos, de que algunos de ellos estaban dotados de algo cercano a los superpoderes y eran inmunes incluso al poderío de “las fuerzas armadas más maravillosas del mundo” y de que sus posibles actos terroristas eran el principal peligro de Topeka*, Kansas (importaba poco que terrorismo del Daesh real fuera tal vez el menor de los peligros que los estadounidenses enfrentaban en su vida cotidiana).

Todo esto ha alcanzado su punto culminante (al menos hasta ahora) con Donald Trump. Pensemos en el fenómeno Trump –en su propia y extraña forma– como la culminación de la invasión de 2003 traída a casa en versión aumentada. Su campaña electoral con aspiraciones de conmocionar y espantar en la que él “decapitaría” uno a uno a sus rivales.

El magnate neoyorkino de los bienes raíces, la hostelería y los casinos, que cuando le fue necesario nadó cómodamente en las aguas de la elite progre y prácticamente no tenía nada que ver con el Estados Unidos profundo sería tan extranjero con sus habitantes como las fuerzas armadas estadounidenses lo fueron para los iraquíes invadidos. Y aun así, él lanzaría su propia invasión en esas tierras centrales montado en su avión privado dotado de lavabo con accesorios enchapados en oro sin preocuparse por los miedos que habían estado creciendo en este país desde el 11-S (alimentados para su propio beneficio tanto por los políticos como por el estado de la seguridad nacional). Y esos miedos harían sonar una campana con tanta intensidad en esas tierras centrales que le llevarían a la Casa Blanca. En noviembre de 2016, Donald Trump tomo Bagdad, EEUU, por todo lo alto.

En este contexto, pensemos un momento en la extraña manera en que la invasión de Iraq –tomando la forma de una cinta de Moebius– se replicó en Estados Unidos.

Al igual que los neocons de la administración Bush, Donald Trump había soñado durante mucho tiempo en su momento de gloria imperial y, como en Afganistán 2001 y de nuevo en Iraq en 2003, cuando el 8 de noviembre de 2016 este momento llegó, no podría haber sido más glorioso. Sabemos de esos sueños suyos porque –por algo habrá sido– apenas seis días después de que Mitt Rommey perdiera frente a Barack Obama en la campaña electoral de 2012, Donald hizo el primer intento de registrar como suyo el viejo eslogan inspirado por Reagan “Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande”.

Al igual que George W. y Dick Cheney, Donald Trump estuvo intentando adueñarse de la tierra petrolífera central del planeta que, en 2003, ciertamente había sido Iraq. Sin embargo, hacia 2015-2016. Estados Unidos había entrado en el territorio de las apuestas energéticas, gracias al fracking y otras tecnologías de avanzada para extraer combustibles fósiles que parecían estar transformando el país en un “Estados Unidos Saudí”. Agreguemos a esto los planes de Trump de aumentar la extracción continental de combustibles fósiles y con toda certeza ya tenemos un competidor de Oriente Medio. Si adaptamos lo dicho por él mismo sobre lo que hubiera preferido hacer en Iraq, en cierto sentido, podríamos decir que Donald Trump quiere “conservar” nuestro petróleo.

Al igual que las fuerzas armadas de Estados Unidos en 2003, Donald Trump también llegó a la escena con planes para convertir su país de elección en un país acuartelado. Prácticamente las primeras palabras que salieron de su boca cuando empezó la carrera por la presidencia en junio de 2015 implicaban la promesa de proteger a los estadounidenses de los “violadores” mexicanos mediante la construcción de un “gran muro” inexpugnable en la frontera sur del país. Nunca se apartó de esto, ni siquiera cuando –en términos de financiación– se hizo evidente que, cuando llegara a presidente, para construir su “gran, espeso, hermoso muro” debería recortar la asignación presupuestaria tanto del Servicio de Guardacostas como la de la seguridad aeroportuaria y la de la Agencia Federal de Gestión de Emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés).

Sin embargo, está claro que su anhelo de crear un país acantonado va mucho más allá de la construcción de una muralla. Incluye también un remozamiento sin precedentes de las fuerzas armadas de Estados Unidos, el reforzamiento de las fuerzas policiales y, por encima de todo, la policía de fronteras. Detrás de esto está el empeño de, del modo que sea, separar a los estadounidenses de sus vecinos. Su política de inmigración, ardorosamente publicitada (en realidad, no tan novedosa como parece) debe ser vista como parte de un proyecto de construir otra “gran muralla”, una de tipo conceptual cuyo mensaje implícito con destino al mundo es asombroso: “No sois bienvenidos ni deseados aquí. No vengáis. No nos visitéis”.

A su vez, todo esto se ha ido fusionando con los muchos miedos irracionales que han estado acumulándose como nubes de tormenta durante tantos años, unas nubes que Trump (y sus compañeros de la nueva derecha) empujaron hacia las ya saqueadas tierras centrales del país. Al hacerlo, desencadenaron una ola de odio (tiroteos, quema de mezquitas, amenazas de bomba e incremento de los grupos de odio, sobre todo contra los musulmanes) que, en términos históricos, no era nada nuevo en Estados Unidos, pero de todas maneras ha sorprendido por su virulencia en este momento.

En combinación con las muy publicitadas “proscripciones de musulmanes” y acciones de odio, el cercamiento de Estados Unidos de Trump pronto golpeó en casa. Inmediatamente se hizo evidente una caída de los extranjeros que querían visitar este país y señales de alarma en el turismo, atribuibles a Trump; unos días después de su asunción, las empresas del turismo registraron 185 millones de dólares de caída en las reservas y las agencias de viaje presagian que lo peor está por venir.
Incuestionablemente, este es significado real del eslogan “Estados Unidos primero”: un país vallado tanto hacia fuera como hacia dentro. Se puede pensar que el camino recorrido entre 2003 y 2017 es el que separa a la única superpotencia mundial de un potencial superparia. Dicho de otro modo, Donald Trump está dando un nuevo significado patrio al orgulloso aislamiento imperial inherente a la invasión de Iraq.

Y no olvidemos la “reconstrucción” de Iraq, como fue llamada después de la invasión. Respecto de Estados Unidos, la estropeada tierra de la que hablamos, a cuya infraestructura se le concedió hace poco tiempo el grado D+ en un “informe” dado a conocer por la Sociedad Estadounidense de Ingenieros Civiles (ASCE, por sus siglas en inglés), Donald Trump prometió un programa de infraestructuras de un billón de dólares para reconstruir autopistas, túneles, puentes, aeropuertos y otras por el estilo. Si eso sucede de verdad, deberá contarse con que el programa será entregado a algunas de las mismas corporaciones guerreras que reconstruyeron Iraq (y otras entidades corporativas similares a ellas) cuyo funcionamiento garantizará una versión doméstica del despilfarro presupuestario que fue Iraq.

En 2017, tal como ocurrió durante la invasión de la primavera de 2003, todavía estamos en los días (relativamente) luminosos de la era Trump. Pero como en Iraq, aquí 14 años después, ya están apareciendo las primeras grietas, a medida que crece la división en este país (pensemos en los enfrentamientos entre sunníes y shiíes).
Y algo más que debe ser tenido en cuenta al pensar en el futuro: las guerras reactivas que han resultado en Donald Trump y el actual país-cuartel atenazado por el miedo que es Estados Unidos- nunca han terminado. De hecho, tal como ha pasado con los presidentes George W. Bush y Barack Obama, da la impresión de que ahora, con Donald Trump al mando, nunca acabarán. La administración Trump ya está restableciendo el poder militar estadounidense en Yemen, Siria y posiblemente Afganistán. Entonces, más allá del rebote que puede haber habido, no hemos visto más que el comienzo. Todo está dado para que dure unos cuantos años.

Para resumir todo esto, nada podría ser más adecuado que la frase “¡Misión cumplida!”

* La ciudad de Topeka, en el estado de Kansas –un lugar donde nunca ocurre nada–, es el último lugar de Estados Unidos donde podría producirse un ataque terrorista del yihadismo islámico. (N. del T.)

Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World



Plantas purificadoras

www.ecoportal.net/030317

Para nadie es un secreto que el aire que respiramos, tiene un impacto directo en nuestra salud. En las últimas décadas, en la vida cotidiana utilizamos numerosos productos químicos y sintéticos: desodorantes, detergentes, polvos, pinturas, barnices, geles, gasolina, etanol, acetona y muchas otras sustancias. Ellos contaminan el aire en nuestra casa y nos envenenan, incluso mientras dormimos. Y como resultado, nos quejamos de fatiga, somnolencia, dolor de cabeza, irritación de las membranas mucosas, erupciones y alergias.

Pero resulta que subestimamos el papel de las plantas de interior en la purificación del aire. ¡Una investigación, realizada por la NASA, ha detectado que ciertas plantas no sólo humedecen el aire, sino que también eliminan eficazmente el benceno, el formaldehído, el tricloroetileno, el xileno y el amoníaco! A pesar de que el Dr. Bill Wolverton dirigió el estudio en el año 1989, en la actualidad sus resultados son los más precisos y completos.

Estas plantas son campeones verdaderos para eliminar del aire una variedad de toxinas.

Así, durante las investigaciones se constató que las mejores plantas de interior para la purificación del aire son el crisantemo y la flor de muerto. Es necesario destacar que la eficiencia de las plantas en la eliminación de los contaminantes del aire aumenta, si se añade un poco de carbón activado a la tierra.

La NASA también recomienda tener al menos una planta por cada 10 metros cuadrados. ¡Por lo que rodéate de flores, ya que además, todas las plantas verdes tienen un impacto positivo en nuestro sistema nervioso!




Los jesuitas de Estados Unidos califican la decisión del oleoducto de Dakota como “moralmente inaceptable”

EcoJesuit
www.cpalsocial.org/070317
  
Reproducimos la declaración de los jesuitas de EE.UU. y Canadá, sobre su preocupación de la reciente decisión del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos sobre el acceso al oleoducto de Dakota del Norte (DAPL).

Las provincias de Estados Unidos y Canadá de la Compañía de Jesús desean compartir su reciente comentario sobre la decisión del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos de conceder el último derecho de acceso al oleoducto de Dakota del Norte (DAPL) para construir bajo el río Missouri en Dakota del Norte, EE.UU., y acabar con el proceso de revisión ambiental que se inició en la administración anterior.

“Los jesuitas de Estados Unidos, junto con la Red Cloud Indian School en la reserva de Pine Ridge y la Misión de San Francisco en la reserva Rosebud, están profundamente preocupados por la reciente decisión del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos sobre el acceso al oleoducto de Dakota (DAPL).

La decisión de emitir una servidumbre que permita que el oleoducto cruce bajo el río Missouri al norte de la Reserva India Sioux de Standing Rock es una respuesta directa al memorando del Presidente Trump el 24 de enero instando al Cuerpo del Ejército a agilizar el proceso de revisión y aprobación.

“Suspender el proceso de Declaración de Impacto Ambiental (EIS) previamente ordenado por la Administración de Obama, que habría determinado los impactos de seguridad, ambientales y climáticos del oleoducto y los cruces de rutas alternativas, es moralmente inaceptable. Es particularmente preocupante dada la determinación previa del Cuerpo de Ejército de que el cruce del oleoducto afecta los derechos tribales de los tratados y que se requiere más estudio y consulta con las tribus.

“La tribu Sioux de Standing Rock y las naciones tribales de Missouri han planteado preocupaciones significativas sobre las amenazas potenciales a su suministro de agua y sus derechos legítimos como gobiernos soberanos para ser consultados y escuchados en el proceso de permisos. El lago Oahe y el río Missouri proporcionan agua potable para la tribu y las regiones circundantes y millones de personas que viven río abajo del proyecto.

“Aquí se encuentra un importante punto de discordia entre la reserva y las empresas de gasoductos. Los Pueblos Indígenas tienen una gran reverencia por la tierra y el agua. Ellos saben que una calidad de vida razonable es imposible sin agua limpia y tierra apropiadamente manejada. Los mismos Pueblos Indígenas han sido testigos de la destrucción que la industria del petróleo y el gas ha hecho desde que se perforaron los primeros pozos.” (De “Un Informe Especial sobre el Oleoducto Dakota Access en Standing Rock”, The Millennium Report, 29 de octubre de 2016).

“Fr. Timothy Kesicki, SJ, presidente de la Conferencia de los Jesuitas, la organización que representa a los jesuitas en Canadá y los EE.UU., apuntó: ‘Los jesuitas han estado trabajando a su lado y sirviendo a los pueblos indígenas durante siglos. Nos solidarizamos con los pueblos nativos de Standing Rock y de todo el mundo que abogan por los derechos ambientales y humanos frente a los proyectos de la industria extractiva. Al igual que el Papa Francisco, reconocemos que el agua es un derecho humano fundamental.’

“De acuerdo con Robert Brave Heart Sr., vicepresidente ejecutivo de Red Cloud Indian School en la reserva de Pine Ridge en Dakota del Sur, ‘la DAPL plantea una seria amenaza para la salud y el bienestar no sólo de Húnkpapha Lákhota de Standing Rock y otros pueblos nativos, sino también de millones de personas que dependen del agua del río Mníšoše (río Missouri) y del gran Hahawakpa (río Mississippi).

Este es otro ejemplo de los innumerables actos de genocidio, racismo e injusticias que han sufrido los pueblos indígenas de este continente durante los últimos 500 años. A pesar de eso, todavía estamos aquí y seguiremos luchando por nuestros derechos, libertad y dignidad.’

“Rodney Burdeos, jefe de operaciones de los franciscanos en la reserva de Rosebud, dijo: ‘Al igual que con nuestros antepasados, debemos ser firmes, vigilantes y proactivos en nuestros esfuerzos por proteger nuestros derechos. Standing Rock nos ha dado una exposición mundial, y debemos continuar el impulso de una manera positiva, a través de la oración y la orientación que proporciona.’

“Fr. Kesicki añadió: ‘La injusticia a la que se enfrentan los nativos en la reserva de Sioux Rock es emblemática de las preocupaciones perennes a las que se enfrentan las comunidades indígenas a nivel nacional y mundial debido a una economía de exclusión.

Como la Compañía de Jesús hizo hincapié en nuestra reciente 36ª Congregación General: ‘El sistema económico actual con su orientación depredadora descarta tanto a los recursos naturales como a la gente… La dirección del desarrollo debe ser alterada si es sostenible.’ Debemos dar prioridad a las necesidades de la gente sobre la ganancia, promoviendo la dignidad humana y cuidando la creación y persiguiendo el desarrollo humano integral.’

“Invitamos a personas de buena voluntad, así como a miembros del Congreso a pedir a la Administración que revierta esta decisión y aplaudimos a los miembros de los Comités de Recursos Naturales de la Cámara y del Senado que así lo han hecho.”


Haití: La ilusión de la operación minera

Gerardo Ducos
www.cpalsocial.com/050317

El resurgimiento del sector minero se ha identificado como la forma de impulsar el desarrollo del país. Cuando se confronta a un Estado fallido que no cumple con sus responsabilidades en lo relacionado con las grandes apuestas para el medio ambiente y para la población, la comunidad se reúne.

Haití no es conocido por su riqueza en recursos naturales. Sin embargo, durante los últimos cinco años, su potencial en minerales e hidrocarburos genera un entusiasmo por la exploración de estos recursos y atrae inversionistas extranjeros. El gobierno haitiano y sus socios internacionales están trabajando para el resurgimiento y el desarrollo del sector minero que ha estado en estado de hibernación desde los años 80.

Tras el terremoto de enero de 2010, el gobierno haitiano elaboró el Plan Estratégico para el Desarrollo de Haití. Contempla, entre otras cosas, la promoción y desarrollo de los recursos minerales y energéticos para sostener el desarrollo del país y asegurar que Haití pueda convertirse en un país emergente para el año 2030. Sin embargo, considerando la fragilidad del gobierno y de sus instituciones, la posibilidad de utilizar los recursos naturales para el desarrollo social y económico parece más una ilusión que una forma de asegurar la prosperidad del pueblo haitiano en un futuro próximo.

Hasta ahora, poco se sabe sobre los recursos minerales de Haití, al menos entre la población haitiana. Sin embargo, compañías mineras estadounidenses y canadienses, que están realizando actividades de exploración desde 2008, estiman que la tierra haitiana posee una riqueza que se ha estimado en 20.000 millones de dólares en los mercados internacionales. Estas estimaciones excluyen los recursos de hidrocarburos. Algunas exploraciones recientes nos permiten creer que podría ser una verdadera bonanza.

Para beneficiarse de estos recursos, el gobierno del ex presidente Michel Martelly (2011-2016) ha invertido en el sector minero apoyándose en una triple estrategia: la explotación de los recursos minerales con la ayuda de las inversiones de las empresas mineras extranjeras; la reforma del marco jurídico relativo a la explotación minera y la creación de un catastro minero; y la evaluación del potencial minero del país.




Una luz verde para la explotación minera

En diciembre de 2012, la Oficina de Minas y Energía (BME) emitió los primeros permisos de explotación desde la adopción de la ley minera de 1976 (Loi minière). Estos permisos permitieron a dos empresas canadienses (Eurasian Minerals and Resources Majescor) y a una empresa estadounidense (VCS Mining) extraer oro y cobre en las regiones norte y noroeste del país - 120km2 de tierra. Deberíamos añadir a esto varios permisos expedidos para la prospección y exploración del 10% de la tierra del país; todos ellos emitidos por la BME en los últimos años.

La BME emitió estos permisos sin proporcionar ninguna información sobre las modalidades y sin llevar a cabo ningún debate público. A las comunidades afectadas se les presentó un acuerdo ya hecho. Para las 150,000 personas que viven en las áreas cubiertas por estos permisos, una luz verde para la extracción minera forzaría su desplazamiento y conduciría a la pérdida de sus tierras y de sus medios de subsistencia.

Y, sin embargo, nunca se les permitió en ningún momento ni ante ninguna instancia cuestionar los proyectos mineros sobre la protección del medio ambiente o su derecho a ser consultados. En febrero de 2013, frente a la falta de transparencia de la BME, el Senado aprobó una resolución pidiendo a las autoridades ejecutivas poner fin a toda la exploración y extracción minera. Hoy en día, esta moratoria y la crisis política en que se encuentra el país han frenado el entusiasmo de las compañías extranjeras que operan en Haití y las dos empresas canadienses han abandonado sus intereses.




Una reforma legal que toma forma

Al mismo tiempo que estaba emitiendo permisos, el gobierno haitiano inició una revisión del marco legal que regulaba el sector minero, utilizando la experiencia del Servicio de Asesoría Técnica de Industrias Extractivas, un Fondo Fiduciario del Banco Mundial. Con un financiamiento de hasta 650,000 dólares, los objetivos del “Proyecto de Asistencia Técnica al Diálogo Minero en Haití” son actualizar el marco legal y regulatorio del sector minero, implementar un registro de tierras mineras, organizar el primer Foro sobre el desarrollo minero, así como consolidar las capacidades institucionales del gobierno en el desarrollo de políticas y la negociación de acuerdos mineros.

En agosto de 2014, se publicó una segunda versión del anteproyecto de ley minera de manera no oficial. De inmediato las organizaciones de defensa de los derechos humanos, de defensa del medio ambiente, así como las organizaciones campesinas se reunieron para denunciar la falta de transparencia y falta de consulta de la comunidad, así como de las comunidades potencialmente afectadas por proyectos mineros y también para denunciar el contenido del borrador preliminar.

Este anteproyecto ha sido creado y diseñado con el fin de atraer y asegurar a los inversores. Su orientación es puramente comercial, invitando a la liberalización total del sector minero, así como otorgando numerosas ventajas a las empresas mineras. El proyecto de legislación minera solo aborda el corto plazo e imita lo que se está haciendo actualmente en algunos países africanos, especialmente en lo relacionado a la protección de los intereses comerciales nacionales y el medio ambiente, así como la cuestión de la rendición de cuentas.

Por ejemplo, el desarrollo local queda en manos de las compañías mineras y el Estado renuncia a cualquier rol y responsabilidad. En materia de protección ambiental y social, el anteproyecto presenta muchas debilidades y no cumple las normas internacionales de ese sector, especialmente en lo que respecta a las disposiciones para el cierre de las minas y la subsiguiente limpieza de las zonas.

Oposición a proyectos mineros

Los impactos negativos de los proyectos mineros en el medio ambiente y en la salud de la población constituyen grandes apuestas que reúnen a comunidades enteras. En Haití, el Colectivo Justicia Minera, creado en 2012, trabaja para informar a las personas y reforzar su capacidad de organización para proteger sus derechos y el medio ambiente contra los objetivos de las empresas mineras en el contexto de una total desvinculación del Estado haitiano.

Aquellos que se oponen a la explotación minera en Haití llevan a cabo análisis acerca de las diferentes dimensiones de esta industria: el sector minero como motor del desarrollo sostenible e inclusivo; la distribución de los beneficios obtenidos de la explotación de las riquezas naturales de la nación; la transparencia y la rendición de cuentas de todos los actores del sector minero, incluido el gobierno; y, obviamente, los impactos negativos sobre el medio ambiente y la población.

Además, en ausencia de una ley de acceso a la información en Haití, el Colectivo Justicia Minera se está movilizando para que el nuevo código minero sea objeto de consultas públicas que permitan la participación de las comunidades afectadas o que puedan verse afectadas por los proyectos mineros, así como la sociedad en general.

En abril de 2016, el Colectivo Minero de Justicia hizo conocer sus reclamaciones en Canadá por el importante papel que desempeñaba este país en la industria minera a nivel internacional y también por la implicación histórica de las compañías mineras canadienses en Haití y el apoyo brindado por el canadiense Gobierno a este sector. De hecho, en 2012 la Agencia Canadiense para el Desarrollo Internacional (CIDA) otorgó una subvención de 10 millones de dólares al Centro de Industria Extractiva, asesor técnico del Banco Mundial y también financió proyectos relacionados con la prospección y explotación minera en todo el mundo.

Más directamente, cuando el Partido Conservador estaba en el poder, el gobierno canadiense confió en el desarrollo del sector minero para su política de desarrollo para Haití para el período 2015-2020. A pesar de que este enfoque se detuvo durante un período que permitió revisar la política de desarrollo internacional por parte del nuevo gobierno liberal, queda que la explotación minera no constituye un medio sostenible para el desarrollo de las comunidades y para la lucha contra la pobreza. Varias experiencias a nivel internacional muestran que, por el contrario, para las comunidades afectadas por esta industria, los impactos negativos son múltiples, acumulativos y persistentes: violaciones graves de derechos humanos, pérdida de tierras fértiles y de medios de subsistencia, contaminación y monopolización de fuentes de agua, problemas de salud, condiciones laborales deplorables, etc.

Estos problemas ya están presentes en Haití y podrían agravarse con la ejecución de proyectos mineros. Teniendo en cuenta los riesgos asociados a estos proyectos, corresponde al pueblo haitiano determinar si el “desarrollo” del país se hará utilizando la explotación de sus recursos naturales y, en caso afirmativo, cómo debe realizarse esta explotación.

Lo cierto es que la actual situación política, combinada con las debilidades crónicas de sus instituciones, no permite una decisión bien informada e iluminada. En este contexto, el gobierno canadiense debería abstenerse de promover inversiones en la industria minera en Haití, siempre y cuando el país no disponga de mecanismos efectivos para informar y consultar a la población sobre estos proyectos, proteger el medio ambiente y dotarse de un marco legal que integre y aplique estos principios.


Las resistencias al Papa

José M. Castillo S.
www.religiondigital.com/050317

Hace pocos días, se ha sabido que la Sra. Marie Collins, irlandesa, ha abandonado el Vaticano donde colaboraba con la Comisión Antipederastia, presidida por el cardenal O'Malley. El motivo de este abandono ha sido que Marie Collins, ha encontrado continuas resistencias, dentro del mismo Vaticano, para defender a las víctimas de abusos sexuales por parte de clérigos pervertidos. Una de tales víctimas, había sido la misma señora Collins de la que abusó un cura cuando era una chiquilla de menos de diez años.

Además, todo este asunto se ha producido con un agravante: lo más escandaloso está en que las resistencias, para que se acabe con estos abusos y se castigue a los culpables, vienen de donde menos nos podíamos imaginar, del Santo Oficio. Esto es lo que, en estos días circula por los medios de comunicación.

Si esto, efectivamente, es así, ¿cómo es posible que el Santo Oficio, cuya misión y razón de ser consiste en vigilar por la rectitud de la Doctrina de la Fe y de la vida cristina, se dedique ahora a poner dificultades a una Comisión, organizada por el papa, en un asunto tan grave y tan escandaloso, como es el abuso sexual de menores, sobre todo cuando ese abuso es cometido por "hombres de Iglesia"?

Me resisto a creer que la Congregación parta la Doctrina de la Fe tenga y ampare entre sus funcionarios a individuos tan indeseables, como serían quienes se empeñan en que los delitos y pecados más vergonzosos se puedan cometer impunemente en la Iglesia. Y si es que el Santo Oficio permite que, dentro de él mismo, haya sujetos tan desvergonzados, que no me cabe en la cabeza que eso se esté haciendo porque en el Vaticano haya ahora mismo sujetos con tan poca vergüenza que se dediquen a hacer lo contrario de lo que tendrían que hacer.

Entonces, ¿por qué ocurren estas cosas en la Curia Vaticana? Es cuestión de poder. Se sabe que hay cardenales y obispos que no ocultan su resistencia al papa Francisco. Pero esta resistencia no es por motivos de fe. Nadie ha podido acusar al papa Francisco de desviarse de la Fe "divina y católica", como quedó definida en el concilio Vaticano I, en 1878, (DH 3011). La resistencia se debe a desacuerdos en el modo de ejercer el papado. Francisco es un hombre sencillo, cercano al sufrimiento de la gente, poco clerical y espontáneo. Ante un papa así, ha cundido el desconcierto. Y la consiguiente resistencia.

¿Dónde está el fondo del asunto? No está en que en el Santo Oficio estén de acuerdo con los pederastas y sus repugnantes crímenes. Lo que el Santo Oficio no quiere es que eso lo resuelva una "comisión" en la que cabe, por ejemplo, una señora venida de Irlanda. No, en estos asuntos, por lo que la señora Collins dice, "mando yo", piensa el Santo Oficio. Y por esto, sin duda, es por lo que los funcionarios de ese Sagrado Dicasterio no toleran que nadie, venido de fuera, se entrometa en sus asuntos y en el modo de resolver tales asuntos.

Por poner un ejemplo, se me antoja que, en el Santo Oficio, tiene que sentar muy mal que se hagan públicos los abusos sexuales que algunos clérigos cometen contra niños y niñas menores de edad. La práctica preferida del Santo Oficio ha sido el ocultamiento en los motivos y en el proceso de sus decisiones. Los abusos de menores son un asunto que viene de antiguo en la Iglesia. Y hoy sabemos con seguridad que, hasta el pontificado de Benedicto XVI, una de las preocupaciones constantes en la Iglesia era que los abusos de menores se mantuvieran en secreto.
Ya, en los años 50 del siglo pasado, yo tuve que soportar los avisos, que se nos mandaban a los que trabajábamos en un seminario diocesano, para que se mantuvieran en el más estricto secreto los abusos que allí se habían cometido contra chiquillos inocentes.

Es evidente que, durante mucho tiempo (no es posible saberlo con precisión), una de las grandes preocupaciones de la Curia Vaticana fue, ante todo, asegurar su buena imagen pública, aunque el precio de semejante imagen fuera destrozar los derechos y la dignidad de criaturas inocentes. Como es lógico, una Iglesia así, con semejantes convicciones y con tal escala de valores, no podía ser ejemplo de nada y para nadie.

Pues bien, así las cosas, el próximo lunes, 6 de marzo, se inicia en la audiencia de Granada el proceso contra los "romanones". Un colectivo de once curas, que han sido acusados de abusos a menores. El asunto se ha ocultado cuanto ha sido posible. El arzobispo de Granada, don Javier Martínez, sabía lo que ha estado sucediendo en esta diócesis durante años.

Y son bien conocidas las escenificaciones de inocencia que el prelado ha hecho en la catedral de la diócesis y en otras ocasiones. Este arzobispo tiene ya antecedentes penales, como es bien sabido. Pierdan o ganen este juicio los "romanones" (y el arzobispo), ¿cuándo llegará el día en que no sea necesario esperar a que un tribunal civil ponga las cosas en claro, sino que las autoridades eclesiásticas tengan tanta y tan transparente credibilidad, que con su palabra nos baste para estar seguros de lo que realmente sucede y quiere la Iglesia?


Da miedo la religión mal entendida

José M. Castillo S.
www.religiondigital.com/23.03.17

El terrorismo religioso, que la humanidad viene soportando desde que en el mundo hay religiones organizadas, se ha hecho más preocupante y peligroso desde que el desarrollo tecnológico ha posibilitado el manejo de medios de comunicación y de destrucción violenta que, hace menos de un siglo, no existían. Y, puesto que las tecnologías de la información y de la muerte avanzan a una velocidad que ya no controlamos, cada día que pasa nos da más miedo el “terrorismo religioso”. Sobre todo, si tenemos en cuenta que, con frecuencia, el hecho religioso se entiende mal. Y se vive al revés de cómo se tendría que vivir.

La religión no es Dios. La religión es el medio para relacionarnos con Dios. El problema está en que Dios, por definición, es “trascendente”. Es decir, Dios no está a nuestro alcance, ya que la “trascendencia” constituye un ámbito de la realidad que no es el nuestro. “A Dios nadie lo ha visto jamás”, dice el Evangelio (Jn 1:18). El cristianismo ha resuelto este problema viendo en Jesús, el Señor, la revelación de Dios. Otras religiones encuentran distintas “representaciones” de Dios. Pero – insisto – ninguna religión puede asegurar que ve a Dios y sabe lo que Dios quiere en cada momento y en cada situación.

Todo esto supuesto, se comprende el peligro que entraña la religión. Porque las creencias religiosas nos pueden llevar al convencimiento de que lo que a mí me conviene o a mí me interesa, eso es lo que Dios quiere. Y si hago lo que Dios quiere, ese Dios (que puede ser una “representación” mía) me puede “mandar que mate” o que “robe” o que “odie” o “utilice” a otras personas, etc. Y lo que es peor, si mato o robo…, “mi Dios” me dará el premio del paraíso de la gloria y los placeres.

Con lo cual, ya tenemos el montaje ideológico perfecto para odiar, robar, matar, no sólo con la conciencia tranquila, sino que la convicción del deber cumplido y el futuro ideal asegurado. Si a semejante tinglado mental le añadimos la fuerza del “deseo”, la pasión, los sentimientos y las ambiciones que son tan frecuentes en la vida, ya podemos echarnos a temblar.

Todo esto viene de lejos. Cuando san Bernardo (s. XII) organizaba las cruzadas, publicó un libro en el que decía que matar al infiel sarraceno no era un “homicidio”, sino un “malicidio”. O sea, se podía matar con buena conciencia. Cuando el papa Nicolás V (s. XV) le mandó una bula al rey de Portugal en la que “le hacía donación” de toda África, de forma que sus habitantes fueran sus esclavos, puso la primera piedra del esperpento y los horrores del negocio de la esclavitud. Cuando Alejandro VI concedió a los reyes católicos la bula para invadir y apoderarse de los territorios y riquezas de América, justificó el colonialismo.

La desigualdad, en dignidad y derechos, que las religiones han establecido entre hombres y mujeres, entre homosexuales y heterosexuales, han acarreado humillaciones y sufrimientos indecibles. Los horrores de los terroristas religiosos actuales, que matan matándose ellos mismos, porque así se van derechos al paraíso, convierten en un acto heroico lo que es un acto criminal.

Es evidente que, con la experiencia de estas atrocidades (y tantas otras…), necesitamos gobernantes, policías y jueces que nos protejan. Pero este fenómeno, tan arraigado en la historia y tan fundido (y confundido) en las creencias más hondas de millones de seres humanos, sólo se puede resolver mediante la educación. Y con el replanteamiento del hecho religioso, con su fuerza genial. Y con su peligrosidad aterradora.

Como creyente cristiano, termino recordando que, según el Evangelio, las tres grandes preocupaciones de Jesús fueron: 1) el problema de la salud (relatos de curaciones), 2) el hambre y sus consecuencias (relatos de comidas); 3) las relaciones humanas, centradas en la bondad con todos y siempre.

¿No es esto lo que más necesitamos para que este mundo y esta vida resulten más soportables? Y que cada cual lo viva con religión o sin ella. O en la religión que mejor le lleve a vivir así.