El
Premio Nobel de Economía Amartya Sen visitó Nicaragua en septiembre. En
entrevistas y comparecencias públicas reiteró mensajes cruciales para nuestros
países. El respeto a los derechos civiles y políticos y el debate público y la
crítica garantizan un desarrollo económico sostenible. El crecimiento económico
no garantiza por sí mismo el desarrollo. Y es una falacia que a los pobres lo
que les interesa es el pan y no la democracia. En este discurso de hace años
argumenta a fondo esos mensajes.
Amartya
Sen
www.envio.org.ni/oct.2013
En el verano de
1997, durante una entrevista para un destacado periódico japonés, me
preguntaron cuál era, desde mi punto de vista, el acontecimiento más relevante
del siglo 20. Me pareció que se trataba de una de esas preguntas raras que
obligan a la reflexión, dado el gran número de sucesos importantes que han
tenido lugar en los últimos cien años.
El más destacado suceso del siglo 20
Los imperios
europeos, en concreto el británico y el francés, que tuvieron tanto peso en el
siglo 19, han desaparecido. Hemos sido testigos de dos guerras mundiales. Hemos
presenciado el ascenso y la caída del fascismo y el nazismo. El siglo 20 ha
visto el nacimiento del comunismo y su caída en el antiguo bloque soviético o
su transformación radical en China. También hemos visto el desplazamiento de la
preponderancia económica de Occidente hacia un nuevo equilibrio económico en el
que Japón, el Este y el Sudeste asiáticos juegan un papel mucho más destacado. Y
pese a que esta región tiene problemas económicos y financieros, eso no
invalida el cambio en el equilibrio de la economía mundial que se ha
desarrollado durante las últimas décadas y, en el caso de Japón, durante
prácticamente todo el siglo. Estos últimos cien años no han estado precisamente
faltos de acontecimientos importantes.
En última instancia no tuve ningún problema para escoger el más destacado entre la gran variedad de sucesos que han tenido lugar
en este período: el ascenso de la democracia. No quiere decir que le reste
importancia a otros acontecimientos, pero creo que en el futuro, cuando se
vuelva la vista atrás y se detenga en el siglo 20, será difícil que no se le
conceda la primacía al establecimiento de la democracia como la única forma de
gobierno aceptable.
La idea de la democracia, tuvo su origen en la antigua Grecia hace más de dos
milenios. También hubo intentos poco sistemáticos de democratización en otros
lugares, incluida la India. Pero realmente fue en la antigua Grecia donde tomó
forma y se puso en práctica de verdad -aunque a una escala limitada- antes de
colapsar y ceder el paso a formas de gobierno más autoritarias y asimétricas.
Nada parecido ocurrió en otro lugar.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que surgiera tal y como la conocemos hoy en
día. Fueron varios los acontecimientos que permitieron su gradual y finalmente
exitosa instauración como sistema efectivo de gobierno, desde la firma de la
Carta Magna en 1215 hasta la universalización del sufragio en Europa y Norteamérica
en el siglo 20, pasando por las revoluciones francesa y norteamericana del
siglo 19. Sin embargo, sólo en el siglo 20 llegó a establecerse como la forma
“normal” de gobierno a la que tiene derecho cualquier nación, sea en Europa,
América, Asia o África.
Un cambio decisivo
La idea de la
democracia como compromiso universal es bastante nueva y, en esencia, un
producto del siglo 20. Los rebeldes que impusieron restricciones al rey de
Inglaterra mediante la Carta Magna veían sus necesidades como algo absolutamente
local.
En cambio, los independentistas norteamericanos y los revolucionarios franceses
dieron un gran impulso a la comprensión de que la democracia es necesaria como
sistema general. El objetivo práctico de sus demandas, sin embargo, no excedió el
ámbito local, quedando confinado a los dos lados del Atlántico Norte y sobre
las bases de la historia económica, social y política de la región.
A lo largo del siglo 19 era habitual que los teóricos de la democracia se
preguntaran si tal o cual país “estaba preparado para la democracia”. Tal forma
de pensar no cambió sino hasta el siglo 20, con el reconocimiento de que la
pregunta misma era un error: un país no tiene por qué estar preparado para
la democracia, sino más bien estar preparado mediante la democracia.
El cambio fue decisivo, pues hacía extensible el alcance potencial de la
democracia a miles de millones de personas, cualquiera que fuera su historia,
su cultura o su nivel económico. También fue en el siglo 20 cuando finalmente
se aceptó que el “sufragio para todos los adultos” quería decir todos,
incluyendo a las mujeres. Cuando en enero de 1999 tuve ocasión de conocer a
Ruth Dreyfuss, presidenta de Suiza y mujer de notable nivel intelectual,
recordé que hace tan sólo un cuarto de siglo las mujeres de ese país ni
siquiera tenían derecho al voto. Por fin hemos llegado a reconocer que la aplicación del concepto de
universalidad, como el de misericordia, no debe ser selectivo.
Una importantísima revolución del pensamiento
Sin duda, la
aspiración a la universalidad de la democracia debe enfrentar desafíos que
adoptan múltiples formas y que proceden de las más variadas direcciones. De
hecho, parte del presente ensayo trata sobre esto, pues en él analizo la
afirmación de la democracia como valor universal y la controversia alrededor de
esta afirmación. Antes es necesario
comprender con toda claridad en qué sentido la democracia se ha convertido en
la principal creencia del mundo contemporáneo.
En cualquier época y ambiente social existen creencias generalizadas que son
respetadas como una especie de norma universal, algo parecido a la
configuración “por defecto” de un programa de ordenador. Son consideradas
correctas mientras no se demuestre lo contrario. Aunque la democracia no se ha
llevado a la práctica universalmente ni ha sido uniformemente aceptada, la
forma de gobierno democrática es considerada en la actualidad, dentro del clima
general de la opinión internacional, como la correcta. Así pues, son los que
denigran el sistema democrático los que deben justificar su postura.
Este viaje histórico es bastante reciente. No hace mucho, los defensores de la
democracia en Asia y África se veían en apuros a la hora de defender sus puntos
de vista. Si bien actualmente tenemos razones suficientes para rebatir a
aquellos que, implícita o explícitamente, niegan la necesidad de la democracia,
debemos dejar muy claro cómo fue cambiando el estado de opinión general a lo
largo de varios siglos. No tenemos que empezar de nuevo por explicar si un país
u otro (Sudáfrica o Camboya o Chile) está “preparado para la democracia”
-cuestión tan relevante en el discurso del siglo 19-, ahora lo damos por
sentado.
El reconocimiento de la democracia como sistema universalmente válido, cada vez
más aceptado como valor universal, ha supuesto una importantísima revolución
del pensamiento y constituye una de las contribuciones más importantes del
siglo 20. En este contexto debemos analizar el tema de la democracia como valor
universal.
Lo que enseña la experiencia india
¿Hasta qué punto ha
funcionado la democracia? Mientras que nadie pone en duda el papel que ha
desempeñado en naciones como Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia, cuando se
trata de los países más pobres el tema se torna controvertido. No es el momento
de hacer un análisis minucioso de la historia, pero yo diría que la democracia
ha funcionado bastante bien. India es, desde luego, uno de los casos más
controvertidos del debate.
Cuando los británicos se negaron a darle la independencia al país, manifestaron
su preocupación sobre la capacidad de los hindúes para gobernarse. En 1947, el
año de la independencia, India se encontraba, de hecho, en un estado de gran
confusión. Un gobierno inexperto, divisiones no asimiladas y alineamientos poco
definidos se combinaban con la violencia popular generalizada y el desorden
social. Resultaba difícil tener fe en el futuro de una India democrática y
unida. Sin embargo, apenas medio siglo después encontramos una democracia que,
con sus buenos y sus malos momentos, ha funcionado muy bien.
Las divergencias políticas se han abordado dentro de un marco constitucional y
se han sucedido los gobiernos siguiendo las normas parlamentarias y
electorales. India, una torpe, insólita
y poco elegante combinación de diferencias, ha sobrevivido a pesar de todo y
funciona correctamente como unidad política regida por un sistema democrático.
De hecho, se mantiene unida gracias precisamente a la democracia.
India ha sobrevivido, además, al enorme
desafío que supone abordar la diversidad lingüística y religiosa. Las
diferencias religiosas y culturales son muy susceptibles de ser utilizadas por
políticos sectarios en su propio beneficio, y lo cierto es que así ha sucedido
en algunas ocasiones, para consternación de todo el país. Sin embargo, el hecho
mismo de que esa violencia sectaria sea recibida con consternación y condenada
por todos los sectores del país nos ofrece, en última instancia, la mejor
garantía democrática contra la explotación del sectarismo.
Se trata,
evidentemente, de un elemento esencial para la supervivencia y prosperidad de
un país tan diverso como la India, que es el hogar no sólo de una mayoría hindú, sino también de la tercera
comunidad musulmana en importancia
actualmente, de millones de cristianos,
de budistas, y de la mayoría de sikhs, parsis y jainitas que existen en
el mundo.
¿Desarrollo económico sin democracia?
Con frecuencia se
afirma que para conseguir el desarrollo económico resulta más conveniente un
sistema no democrático. Esta opinión se conoce, en ocasiones, con el nombre de
“hipótesis de Lee”, dado que Lee Kuan Yew, líder y ex-presidente de Singapur,
fue su principal defensor. Y tiene razón en el sentido de que algunos estados
totalitarios -como el de Corea del Sur, la propia Singapur y la China posterior
a la reforma- han conseguido tasas más rápidas de crecimiento económico que
muchos estados menos autoritarios, como India, Jamaica y Costa Rica. La
hipótesis de Lee, sin embargo, parte de un empirismo esporádico basado en
información bastante limitada y selectiva, y no en un análisis estadístico
general de la gran diversidad de datos de que se dispone.
Semejante relación generalizadora no puede establecerse a partir de pruebas tan
selectivas. Por ejemplo, no se puede tomar el auge económico de Singapur o de
China como “prueba definitiva” de que el autoritarismo favorece la prosperidad
económica, de la misma forma que no podemos llegar a la conclusión opuesta
porque Bostwana, el país con el mejor índice de crecimiento económico en África
e incluso uno de los mejores del mundo, haya sido un oasis de democracia en el
continente a lo largo de muchas décadas.
Se requiere de estudios empíricos más sistemáticos para aclarar esta cuestión.
De hecho, no existen pruebas generales convincentes de que la forma de gobierno
autoritaria y la supresión de los derechos civiles y políticos sean realmente
beneficiosos para el desarrollo económico. Lo cierto es que el cuadro
estadístico general no inclina a semejante inducción. Los estudios empíricos
sistemáticos -por ejemplo, el de Robert Barro o el de Adam Przeworski-
respaldan la idea de que existe una contradicción general entre los derechos
políticos y el rendimiento económico. El vínculo direccional parece depender de
diversas circunstancias que no tienen que ver con lo anterior, y si bien
algunas investigaciones estadísticas revelan una endeble relación negativa,
otras encuentran una relación positiva muy sólida.
Si se consideran todos los estudios en su conjunto, la hipótesis de que no
existe una relación definida entre crecimiento económico y democracia en ninguna
de las dos direcciones continúa siendo muy plausible. Y dado que la democracia
y la libertad política constituyen valores en sí mismas, su defensa queda,
pues, a salvo. Pero el tema abarca también una cuestión fundamental de métodos
de investigación económica. No sólo debemos examinar las relaciones
estadísticas, sino también analizar minuciosamente los procesos causales
inherentes al crecimiento y al desarrollo económico.
Valor económico de los derechos políticos
En la actualidad ya
se comprenden mejor las políticas económicas y las circunstancias que dieron
lugar al auge económico de los países del Asia oriental. Aunque varía el
énfasis de los diversos estudios empíricos, ahora existe un amplio consenso en
cuanto a las “políticas eficaces” en materia económica, que incluyen la
apertura a la competencia y a los mercados internacionales, la prestación de
incentivos públicos a la inversión y a la exportación, el aumento del nivel
escolar y cultural y las reformas agrarias exitosas, así como otras
oportunidades sociales que amplían la participación en el proceso de expansión
económica.
No hay ninguna razón para asumir que cualquiera de estas políticas sea
inconsistente con una mayor democratización ni que tenga que ser sustentada
obligatoriamente por los elementos del autoritarismo presentes en Corea del
Sur, Singapur o China. De hecho, las
pruebas más abrumadoras demuestran que para
generar un rápido crecimiento económico es preferible un clima político cordial
antes que un endurecimiento del sistema político.
Para completar este análisis debemos traspasar los estrechos confines del
crecimiento económico y examinar demandas más amplias inherentes al desarrollo
económico, incluida la necesidad de la seguridad social y económica. En este
contexto, debemos ver la relación entre los derechos políticos y civiles, por
un lado, y la prevención de grandes desastres económicos, por el otro.
Los derechos civiles y políticos permiten que las personas puedan prestar
atención a las necesidades generales y demandar la acción pública adecuada para
que se les garanticen. La respuesta de un gobierno al sufrimiento agudo de un
pueblo depende a menudo de la presión que recibe. El ejercicio de derechos
políticos, el voto, la crítica, la protesta, pueden marcar la diferencia del
incentivo político que opera sobre un gobierno.
Lo que enseñan las hambrunas
En la terrible
historia de hambrunas sufridas por el mundo, nunca se ha producido un período de hambruna realmente importante en un
país democrático e independiente con una prensa relativamente libre. No
existen excepciones a esta regla, sin importar hacia dónde miremos: las
hambrunas sucedidas en Etiopía, Somalia u otros países con regímenes
dictatoriales, las hambrunas en la Unión Soviética en los años 30, la de China
de 1958 a 1961, cuando fracasó la política del Gran Salto Adelante y antes, las
de Irlanda o India bajo la dominación extranjera. Aunque en muchos sentidos se
desenvolvía económicamente mejor que India, China se las arregló para padecer
-a diferencia de India- una hambruna que resultó, de hecho, la mayor en la
historia de la humanidad: cerca de 30 millones de personas fallecieron de 1958
a 1961.
Pese a ello, a lo largo de esos tres años continuaron aplicándose las equivocadas
políticas gubernamentales, que no fueron criticadas debido a que no existían
partidos de la oposición dentro del parlamento, no había prensa independiente
ni elecciones multipartidarias. Y fue precisamente esa falta de exigencias lo
que permitió que políticas erróneas continuasen en vigor, a pesar de la muerte
de millones de personas cada año. Lo mismo puede decirse de las hambrunas en
Corea del Norte y Sudán.
Los períodos de hambruna se asocian con frecuencia a lo que parece ser un
desastre natural, y los cronistas ingenuamente se conforman con el razonamiento
más simplista apelando a estas calamidades: las inundaciones en China durante
el fracaso del Gran Salto Adelante, las sequías en Etiopía o la pérdida de las
cosechas en Corea del Norte. Sin embargo, otros países con problemas naturales
similares, e incluso peores, se las arreglaron perfectamente gracias a que
gobiernos sensibles actuaron para aliviar el hambre.
Dado que las víctimas fundamentales en períodos de hambruna son generalmente
los indigentes, podrían evitarse las muertes con la creación de fuentes de
ingreso -por ejemplo, a través de programas de empleo-, que facilitarían a las
víctimas potenciales el acceso a los alimentos. Hasta los países democráticos
de mayor pobreza sometidos a terribles sequías o inundaciones y otros desastres
naturales -como India en 1973, o Zimbabwe y Bostwana a principios de los años
80- han conseguido alimentar a sus habitantes sin llegar a experimentar
períodos de hambruna.
La hambruna es fácil de evitar si existe un propósito serio al respecto. Y un
gobierno democrático que debe enfrentarse a las elecciones, a la crítica de los
partidos de oposición y de la prensa independiente, no tiene más remedio que
poner todo su interés en resolverla. No debe sorprendernos, pues, que India
sufriera períodos continuos de hambruna mientras estuvo sometida al dominio
británico -el último que presencié, de niño, tuvo lugar en 1943, cuatro años
antes de la declaración de independencia-, y que las hambrunas desaparecieran
súbitamente con el establecimiento de una democracia multipartidaria y una
prensa libre.
El tema de la
hambruna me sirve para ilustrar el alcance de la democracia, pues en muchos
sentidos constituye el ejemplo más fácil de analizar. El papel positivo
desempeñado por los derechos políticos y civiles tiene que ver con la
prevención de todos los desastres económicos y sociales. Puede que no se eche
en falta este papel decisivo de la democracia cuando todo va bien y la
economía, en general, funciona. Pero cuando, por cualquier razón, algo empieza
a ir mal, los incentivos políticos que pueden brindar las formas democráticas
de gobierno adquieren un considerable valor práctico.
Hay una importante lección en las hambrunas. Muchos economistas tecnócratas
recomiendan la utilización de incentivos económicos -dados por el sistema de
mercado-, mientras pasan por alto los incentivos políticos que pudieran ser
garantizados por los sistemas democráticos. Esto supone optar por un conjunto
de reglas básicas totalmente desequilibradas. Puede que no se advierta el poder
protector de la democracia cuando el país tiene la suerte de no verse frente a
una catástrofe, cuando todo va razonablemente bien. Pero el peligro de la
inseguridad originada por cambios económicos o circunstancias de otra índole,
por políticas erróneas que no son corregidas a tiempo, puede esconderse detrás
de la fachada de una nación en apariencia saludable.
Lo que enseñan las crisis financieras
Los problemas en el
Este y el Sudeste asiáticos sacan a la luz, entre otras cosas, las
consecuencias de formas de gobierno no democráticas, sobre todo desde dos
puntos de vista principales.
En primer lugar, el
desarrollo de crisis financieras en estas economías -incluidas Corea del Sur,
Tailandia e Indonesia- ha estado estrechamente vinculado a la falta de
transparencia en los negocios, sobre todo a la falta de participación pública
en la revisión de los acuerdos financieros. Y la causa fundamental de esto ha
sido la ausencia de un foro democrático efectivo.
En segundo lugar,
una vez que la crisis financiera ha desembocado en una recesión económica
generalizada, el poder protector de la democracia, similar al que evita los
períodos de hambruna en los países democráticos, se ha extrañado en un país
como Indonesia. Los nuevos desposeídos no contaban con los recursos que
necesitaban.
Una caída del producto nacional bruto de, digamos, un 10%, pudiera no
significar mucho si ha sucedido tras una tasa de crecimiento de un 5 o un 10%
anual durante las últimas décadas. Sin embargo, puede ocasionar la muerte y
llevar a la miseria a millones de personas si el peso de la contracción no es
compartido por la amplia mayoría y se permite que caiga sobre los menos capaces
de soportarlo, los desempleados y los que carecen de medios económicos.
En Indonesia, tal
vez los más vulnerables no hayan resentido la falta de la democracia mientras
las cosas iban mejorando, pero esa carencia impidió que se oyeran sus voces y
se pudieran expresar cuando tuvo lugar la crisis, desigualmente compartida.
La democracia enriquece la vida ciudadana de tres formas
¿Cómo actúa la democracia? ¿Qué puede haber en la base de su defensa
como valor universal? ¿Qué es exactamente la democracia?
No se debe identificar la democracia únicamente con el gobierno de la
mayoría. La democracia implica exigencias complejas, que incluyen el voto y el
respeto hacia los resultados de las elecciones. También implica la protección
de las libertades, el respeto a los derechos legales y la garantía de la libre
expresión y distribución de información y crítica. Incluso las elecciones
pueden resultar lesivas si tienen lugar sin que los diferentes contendientes
tengan la oportunidad de presentar sus programas, o sin que el electorado goce
de la libertad de obtener información y de considerar los puntos de vista de
los principales partidos. La democracia
es un sistema exigente, no una simple condición mecánica -el gobierno de la
mayoría- tomada de forma aislada.
Vistos así, los méritos de la democracia y la afirmación de su valor universal
pueden relacionarse con algunas virtudes distintas inherentes a su práctica sin
restricciones. De hecho, se puede decir que la democracia enriquece la vida de los ciudadanos de tres formas
diferentes.
Primero, la libertad política se
inscribe dentro de la libertad humana en general, y el ejercicio de los
derechos civiles y políticos es un aspecto crucial en la vida de los individuos
en tanto seres sociales. La participación social y política posee un valor
intrínseco para la vida y el bienestar de los seres humanos. El hecho de impedir la participación en la
vida política de la comunidad constituye una privación capital.
Segundo -como acabo de señalar
cuando impugnaba la afirmación de que la democracia está reñida con el
desarrollo económico-, la democracia
posee un importante valor instrumental en el reforzamiento de la
respuesta obtenida por el pueblo cuando expresa y sostiene sus demandas de
atención política, incluidas las demandas económicas.
Tercero y éste es un punto que exige
una mayor profundización-, la práctica
de la democracia ofrece a los ciudadanos la oportunidad de aprender unos de
otros y ayuda a la sociedad a formar sus valores y prioridades. Hasta la
idea de “lo necesario”, aun la comprensión de las “necesidades económicas”,
requiere del debate público y del intercambio de información, opiniones y
análisis. En este sentido, la democracia
posee una importancia constructiva, además de su valor intrínseco para
las vidas de los ciudadanos y de su valor instrumental en las decisiones políticas.
La defensa de la democracia como valor universal deberá tener en cuenta esta
diversidad de consideraciones.
El valor del debate y de la crítica
La
conceptualización, y aun la comprensión, de lo que se entiende por
“necesidades”, incluidas las “necesidades económicas”, puede requerir en sí
misma del ejercicio de los derechos políticos y civiles. Un entendimiento adecuado de las necesidades económicas, de su contexto
y su fuerza, requiere del intercambio y del debate. Los derechos civiles y políticos, sobre todo aquellos que garantizan la
discusión pública, la crítica y la disensión, son vitales para generar
opciones consideradas y estudiadas. Este proceso generativo es fundamental para
la formación de valores y prioridades y, en general, no debemos tomarlo como
ajeno al debate político, independientemente de si se permite el intercambio y
el debate.
De hecho, a menudo se subestima el alcance y la efectividad del diálogo abierto
cuando se examinan los problemas sociales y políticos. Por ejemplo, el debate público desempeña un importante
papel en la reducción de las elevadas tasas de fertilidad que caracterizan a
muchos países en vías de desarrollo. Hay pruebas suficientes de que la
rápida caída de las tasas de fertilidad en los estados más alfabetizados de
India ha sido determinada por el debate público sobre las consecuencias que a
la larga pueden tener las elevadas tasas de fertilidad para la comunidad y,
sobre todo, para la vida de las mujeres jóvenes.
Si en el estado de Kerala o de Tamil Nadu, por ejemplo, existe la creencia de
que la familia feliz de la época moderna está constituida por pocos miembros,
ha sido gracias a un extenso debate que ha conducido a la adopción de este
punto de vista. En la actualidad Kerala posee una tasa de fertilidad de 1.7
-similar a las de Francia y Gran Bretaña, y muy por debajo del 1.9 de China-
lograda sin coacción alguna, sino mediante la creación de nuevos valores,
proceso en el que el diálogo social y político ha desempeñado un papel
fundamental. El alto nivel cultural de Kerala -más alto que el de cualquier
provincia de China-, sobre todo entre las mujeres, ha contribuido en gran
medida al surgimiento de este diálogo.
Democracia: una pluralidad de virtudes
Existen diversos
tipos de miseria y privaciones, y algunos responden mejor a los remedios
sociales. La totalidad de situaciones precarias de los seres humanos
constituirían un fundamento demasiado extenso para poder detectar nuestras
“necesidades”. Hay muchas cosas que razonablemente se podrían considerar valiosas
y que, si fueran factibles, quedarían incluidas dentro de esas “necesidades”.
Podemos, por ejemplo, desear la inmortalidad, como Mitreyee, ese notable
espíritu inquisitivo de los Upanishads, en su famosa conversación de
hace tres mil años con Yajnvalkya. Pero dado que no es factible, no percibimos
la inmortalidad como una necesidad.
Nuestro concepto de necesidad está en
íntima relación con la posibilidad de evitar determinadas carencias y con lo
que entendemos que podría hacerse al respecto. El debate público desempeña un papel crucial en la formación de nuestra
idea de viabilidad y, sobre todo, de viabilidad social. Los derechos
políticos, que incluyen la posibilidad de expresarse y discutir libremente, no
sólo resultan indispensables para la creación de respuestas sociales a las
necesidades económicas, sino que también son fundamentales a la hora de
conceptualizar las mismas necesidades económicas.
Si el análisis anterior es correcto, la afirmación de la democracia como valor
no parte exclusivamente de un único mérito. Se trata de una pluralidad de
virtudes que comprenden, en primer lugar, la importancia intrínseca que tienen
la participación y la libertad políticas para la vida humana. En segundo lugar,
la importancia instrumental de los incentivos políticos para garantizar la
responsabilidad de los gobiernos. Y en tercer lugar, el papel constructivo de
la democracia en la formación de valores y en la asunción de necesidades,
derechos y deberes.
Un valor universal aunque no haya total consenso
Una vez aclaradas
estas ideas, podemos pasar al tema central, que es la defensa de la democracia
como valor universal. A menudo se arguye que no hay un consenso acerca de la
importancia decisiva de la democracia, sobre todo en lo que respecta a otros
logros deseables que requieren nuestra atención y nuestra dedicación.
Ciertamente no existe unanimidad sobre el tema, y hay quien considera esta
disparidad de criterios como la prueba de que la democracia no constituye un
valor universal.
Está claro que debemos comenzar por enfrentarnos a un problema metodológico:
¿Qué es un valor universal? Para que un valor sea considerado universal, ¿debe
haber un consenso al respecto? Pero si ese consenso fuera necesario, no
existirían valores universales. No sé de ningún valor universal, ni siquiera la
maternidad, al que no se le hayan presentado objeciones. Creo, pues, que el
consenso no es un requisito necesario para la universalidad de un valor, sino
que la universalidad depende de que haya razones para percibirlo como algo valioso
en cualquier lugar.
Cuando Mahatma Gandhi defendía el valor universal de la “no violencia”, no
sostenía que se actuara de acuerdo con este valor en el resto del mundo, sino
que existían razones de peso para percibirlo como algo valioso. De la misma
forma, cuando Rabindranath Tagore defendía la “libertad del pensamiento” como
valor universal, no quería decir que fuera algo ya aceptado por todos, sino que
todos tenían sobradas razones para aceptarlo, razones que se dedicó a explorar,
presentar y difundir.
Visto así, cualquier
afirmación de la universalidad de un valor presupone cierto análisis
contrafactual. En concreto, supone la posibilidad de que la gente perciba
cierto valor en una afirmación que hasta entonces no habían considerado
detenidamente. Todas las afirmaciones de la universalidad de un valor -no sólo
el de la democracia- implican este presupuesto.
Creo que ha sido esta suposición implícita la que ha provocado el cambio de
postura respecto de la democracia en el siglo 20. Al considerar la democracia
como sistema político posible para un país en el que no existe y en el que la
mayoría de la gente no ha tenido la oportunidad de considerarla algo factible,
se asume que las personas implicadas la aprobarían en cuanto se convirtiera en
una realidad. En el siglo 19 nadie lo hubiera asumido, pero lo que actualmente
se presupone con total naturalidad -la que denominé posición “por defecto”- ha
cambiado radicalmente en el siglo 20. Además, debe señalarse que este cambio se
debe, en gran medida, a la observación de la historia de este siglo.
Los pobres ¿quieren pan o democracia?
A medida que la
democracia se ha extendido, han ido aumentando sus defensores y no sus
detractores. Instaurada primero en Europa y en los Estados Unidos, la
democracia como sistema ha alcanzado muchas costas diferentes donde ha sido
recibida con franca aceptación y participación.
Y cuando se ha atentado contra una democracia ya en marcha, se han producido
protestas generalizadas pese a la represión brutal. Son muchos los que de buen
grado están dispuestos a arriesgar sus vidas por el restablecimiento del
sistema democrático. Algunos de los detractores de la democracia como valor
universal basan sus argumentos, no ya en la ausencia de unanimidad, sino en la
existencia de diferencias regionales. Estas supuestas diferencias tienen que
ver a menudo con la pobreza de algunas naciones. Según este argumento, al pobre
lo que le interesa, con toda razón, es el pan y no la democracia. Tan manido
argumento resulta falaz desde otros puntos de vista.
El primero, que el papel protector de la democracia posee una importancia
crucial para los pobres, pues evidentemente actúa en defensa de las víctimas
potenciales de una hambruna, así como de los desposeídos expulsados de la
escala económica durante las crisis financieras. Las personas necesitadas desde el punto de vista económico requieren
también de voz política. La democracia no es un lujo que pueda esperar hasta la
llegada de la prosperidad generalizada.
El segundo punto de vista: pocas pruebas demuestran que los pobres, si pudiesen
escoger, rechazarían la democracia. Se podría recordar, por ejemplo, que cuando
cierto gobierno indio de mediados de los años 70 intentó aplicar un argumento
similar para justificar el supuesto “estado de emergencia” y la supresión de
varios derechos civiles y políticos básicos, el electorado indio -uno de los
más pobres del mundo- demostró el mismo entusiasmo para protestar que cuando
reclamó por derechos económicos. Siempre
que se ha intentado probar que los pobres no están interesados en los derechos
civiles y políticos, la evidencia ha demostrado lo contrario. Y lo mismo
puede decirse de las luchas por las libertades democráticas en Corea del Sur,
Tailandia, Bangladesh, Pakistán, Birmania, Indonesia y cualquier otro país
asiático. Del mismo modo, en África han surgido movimientos y protestas,
siempre que las circunstancias lo han permitido, en contra de la negación de la
libertad política.
El argumento de las diferencias culturales
Otro argumento a
favor de una diferencia geográfica supuestamente esencial no tiene que ver con
circunstancias económicas, sino culturales. Quizá el más notable sea el
relacionado con lo que se ha dado en llamar “valores asiáticos”.
Se ha argumentado que los asiáticos, por tradición, valoran más la disciplina
que la libertad política, y de ahí que la actitud hacia la democracia tenga un
carácter mucho más escéptico en estos países. Resulta muy difícil hallar un
fundamento real para esta tesis en la historia de las culturas asiáticas, sobre
todo en lo que se refiere a la tradición clásica de India, Oriente Medio, Irán
y otras regiones del continente. Una de las primeras y más enfáticas
declaraciones a favor de la tolerancia, el pluralismo y el deber del Estado de
proteger a las minorías se encuentra en las inscripciones del emperador hindú
Ashoka del siglo 3 antes de Cristo.
Asia abarca un área muy extensa, donde vive el 60% de la población mundial, y
no resulta fácil generalizar cuando se habla de un conjunto tan vasto de
pueblos. Los defensores de los “valores asiáticos” tienden algunas veces a
percibir a Asia oriental como una región de aplicabilidad particular. La tesis
general sobre las diferencias entre Occidente y Asia suele referirse al este de
Tailandia, si bien otros argumentos más ambiciosos consideran al resto de Asia
como bastante “similar”.
Lee Kuan Yew, al que debemos agradecer haber sido un expositor tan claro -y
haber articulado tan bien los a menudo vagos argumentos en esta confusa
literatura-, señala “la diferencia fundamental entre los conceptos occidentales
y los asiáticos sobre la sociedad y el gobierno”, y explica que “cuando digo
Asia oriental, me refiero a Corea, Japón, China y Vietnam, distintos del
Sudeste asiático, que constituyen una combinación de hindúes, aunque la propia
cultura india contiene valores similares”. Pero incluso Asia oriental resulta
notablemente diversa, y pueden encontrarse allí múltiples variaciones no sólo
entre Japón, China, Corea y otros países de la región, sino dentro de cada
país.
Decía Confucio: “dile la verdad incluso si le ofende”
Confucio es el autor
más citado cuando se hace referencia a la interpretación de los valores
asiáticos, pero no es la única influencia intelectual de estos países. En
Japón, China y Corea, por ejemplo, existen tradiciones muy antiguas y
generalizadas que han prevalecido durante más de mil quinientos años, y que
comprenden, entre otras, la presencia cristiana. No puede hablarse, pues, de
homogeneidad en la veneración del orden por encima de la libertad en ninguna de
estas culturas.
Ni siquiera el propio Confucio
recomendaba la lealtad ciega al Estado. Cuando Zilu le pregunta “cómo debía
servir el príncipe”, Confucio le responde una frase “Dile la verdad incluso si
le ofende” sobre la que probablemente entre los censores de los regímenes
autoritarios deberían reflexionar. Confucio no censura la práctica de la
cautela y el tacto, pero no renuncia a la idea de oponerse a un mal gobierno,
diplomáticamente si es necesario: “Cuando
prevalecen las buenas formas en un Estado, habla y actúa con audacia. Cuando el
Estado pierde el camino, actúa con audacia y habla con cautela”. Confucio
señala con toda claridad que los dos pilares del imaginario edificio de valores
asiáticos, esto es, la lealtad a la familia y la obediencia al Estado, pueden
entrar en serios conflictos uno con el otro.
Muchos defensores del poder de los “valores asiáticos” perciben la función del
Estado como una extensión del papel de la familia. Pero, tal y como dijo
Confucio, pueden producirse tensiones entre ellos. El gobernador de She le dijo
a Confucio: “En mi pueblo hay un hombre de probada integridad: cuando su padre
robó una oveja, lo denunció”. A lo que Confucio replicó: “En mi pueblo los
hombres íntegros actúan de otro modo: el padre encubre a su hijo y el hijo
encubre a su padre, y hay integridad en lo que hacen”.
¿Es mejor el orden o la democracia?
La interpretación
monolítica de los valores asiáticos como elementos hostiles a la democracia y a
los valores políticos no resiste el análisis crítico. Supongo que no debo ser
excesivamente crítico respecto de la carencia de fundamento científico de estas
creencias, dado que los que esgrimen semejantes argumentos no son científicos,
sino líderes políticos, generalmente portavoces oficiales o extraoficiales de
gobiernos autoritarios. Sin embargo, resulta interesante ver que mientras los
científicos podemos carecer de cierto sentido práctico respecto de la práctica
política, los políticos que la ejercen pueden ser a su vez bastante poco prácticos
respecto de la ciencia.
Desde luego, es fácil encontrar escritos de tono autoritario dentro de las
tradiciones asiáticas. Pero tampoco es difícil encontrarlos en los clásicos
occidentales: basta detenerse en el pensamiento de Platón y de Santo Tomás de Aquino
para percibir que la devoción a la disciplina no constituye un gusto
especialmente asiático.
Descartar la
posibilidad de la democracia como valor universal debido a la existencia de
ciertos escritos asiáticos sobre la disciplina y el orden, sería lo mismo que
negar la posibilidad de la democracia como la actual forma natural de gobierno
en Europa y Estados Unidos sobre la base de las ideas de Platón y Aquino, por
no mencionar la abundante literatura medieval en defensa de la Inquisición.
¿Es mejor en occidente o en oriente?
La experiencia de
las batallas políticas contemporáneas, sobre todo en Oriente Medio, ha
provocado que el islamismo sea retratado con frecuencia como intolerante y
hostil hacia la libertad individual. Pero la existencia de la diversidad y la
variedad dentro de una tradición también es aplicable al islamismo. En India,
Akbar y la mayoría de los emperadores mogoles -con la notable excepción de
Aurangzeb- son buenos ejemplos de tolerancia religiosa y política tanto desde
el punto de vista teórico como del práctico.
Los emperadores
turcos fueron a menudo más tolerantes que sus contemporáneos europeos, y lo
mismo se puede decir de muchos gobernantes de El Cairo y Bagdad. De hecho, en
el siglo 12 el gran sabio judío Maimónides se vio obligado a escapar de la
intolerante Europa -donde había nacido- y de la persecución de los judíos allí
emprendida, para refugiarse en un Cairo urbano y tolerante bajo la protección
del sultán Saladino.
La diversidad es una característica propia de la mayoría de las culturas, y la
civilización occidental no es una excepción. La práctica de la democracia que
ha triunfado en el Occidente moderno es, en gran medida, el resultado de un
consenso surgido con la Ilustración y la Revolución Industrial, sobre todo
durante el siglo 19. Interpretar esto como un compromiso histórico de Occidente
a lo largo de milenios con la democracia, y compararlo después con tradiciones
no occidentales -enfocándolas como monolíticas- sería un gran error.
Esta tendencia a una simplificación excesiva se percibe no sólo en los
discursos de ciertos portavoces gubernamentales asiáticos, sino también en las
teorías de algunos de los mejores científicos occidentales. Como ejemplo de las
opiniones de un científico importante, cuya obra, por lo demás, es totalmente
admirable, quisiera citar la tesis de Samuel Huntington sobre el enfrentamiento
de las civilizaciones, en el cual las heterogeneidades dentro de cada cultura
reciben un tratamiento bastante inadecuado.
La conclusión de Huntington es muy clara: en Occidente puede encontrarse “un
sentido del individualismo y una tradición de derechos y libertades único en la
sociedad civilizada”. Huntington
señala, además, que “la característica esencial de Occidente, la que lo
distingue de otras civilizaciones, precede a la modernización de Occidente”. Desde su punto de vista, “Occidente era
Occidente mucho antes de que fuera moderno”. Y ésta es la tesis que considero
insostenible tras someterla a un análisis histórico.
Por cada intento de los portavoces gubernamentales asiáticos de oponer los
supuestos “valores asiáticos” a los supuestos valores occidentales existe, al
parecer, un intento de los intelectuales de Occidente de establecer una
comparación similar desde el lado opuesto. Pero aun cuando para cada argumento
asiático exista una contrapartida occidental, los dos juntos no consiguen
desvirtuar la defensa de la democracia como valor universal.
¿Dónde debe situarse el debate?
He intentado abarcar
una serie de asuntos relacionados con la tesis de que la democracia constituye
un valor universal. Su valor incluye su
importancia intrínseca para la vida humana, su papel instrumental como
generadora de incentivos políticos y su función constructiva en la formación de
valores y en la comprensión de la fuerza y viabilidad de la afirmación de necesidades,
derechos y deberes.
Estas propiedades no tienen un carácter regional, como tampoco lo tiene la
defensa de la disciplina y el orden. La heterogeneidad de valores parece
caracterizar a casi todas, si no a todas, las culturas. Y el argumento cultural
no determina ni constriñe en exceso las decisiones que podamos tomar hoy en
día.
Tales decisiones deben tomarse aquí y ahora, teniendo en cuenta el papel
funcional de la democracia, del que depende su causa en el mundo contemporáneo.
Se trata de una causa valiosa para la que los factores regionales no son
contingentes. El poder de la democracia como valor universal reside, en última
instancia, en esa fuerza. Ahí debe situarse el debate, que no puede ser descartado
por tabúes culturales imaginarios ni por supuestas predisposiciones
determinadas por los diferentes pasados históricos de las civilizaciones.
Discurso pronunciado en el congreso por la
democracia celebrado en Nueva Delhi (febrero de 1999), publicado en “Journal of
Democracy”, julio de 1999.