Por: Rev. Pbro. Manning Maxie Suárez +
Docente Universitario
Email: manningsuarez@gmail.com
Orcid: www.orcid.org/0000-0003-2740-5748
Google Académico:
https://scholar.google.es/citations?hl=es&pli=1&user=uDe1ZEsAAAAJ
Resumen
Este ensayo examina, desde una
perspectiva histórico-teológica, el papel de Isabel I en la consolidación del
anglicanismo como religión oficial del reino inglés. Se analizan cuatro
vectores del “arreglo isabelino” de 1559: el Acta de Supremacía, el Acta de
Uniformidad, la instauración del Libro de Oración Común con sus rituales, y una
política de tolerancia relativa que evitó las formas más extremas de
persecución presentes en la Europa contemporánea. Con base en fuentes
normativas (estatutos, artículos doctrinales, injunciones reales) y en la
historiografía especializada, se argumenta que la “vía media” isabelina fue una
solución político-eclesial pragmática que buscó la obediencia cívica y la
uniformidad cultual sin imponer una inquisición sistemática, aun cuando a
partir de 1570 se intensificó la coerción contra ciertos disensos militantes.
El trabajo concluye con implicaciones pastorales para las iglesias del siglo
XXI sobre autoridad, liturgia común y tolerancia en sociedades plurales.
Palabras claves: Isabel
I; Reforma inglesa; Acta de Supremacía (1559); Acta de Uniformidad (1559);
Libro de Oración Común; Artículos de Religión; tolerancia religiosa;
anglicanismo; vía media.
Abstract
This essay explores Queen Elizabeth I’s role in consolidating Anglicanism as England’s established religion. It analyzes four pillars of the 1559 Settlement: the Act of Supremacy, the Act of Uniformity, the establishment of the Book of Common Prayer and its rites, and a policy of relative toleration that avoided the most extreme forms of religious persecution then common across Europe. Drawing on statutory sources and leading scholarship, it argues that Elizabeth’s via media prioritized civic obedience and liturgical conformity without instituting a sistematice inquisition, though coercion hardened after 1570 against militant dissent. The essay closes with pastoral implications for twenty-first-century churches on authority, common prayer, and toleration in plural societies.
Keywords: Elizabeth
I; English Reformation; Act of Supremacy (1559); Act of Uniformity (1559); Book
of Common Prayer; Thirty-Nine Articles; religious toleration; Anglican
settlement; via media
Metodología
Análisis histórico-crítico de
fuentes normativas del periodo: Acta de Supremacía (1 Eliz. c. 1), Acta de
Uniformidad (1 Eliz. c. 2), Injuncciones Reales de 1559, Libro de Oración Común
(1559/1552), y los Artículos de Religión (1563/1571), citadas por capítulo/artículo
cuando procede.
Revisión de historiografía
especializada y comparada sobre reforma y tolerancia en Inglaterra, con
atención a la noción de vía media y a los debates sobre coerción y disenso.
Y el enfoque comparativo con
la Europa confesional (Francia, Imperio, Países Bajos) para ponderar el grado
“relativo” de tolerancia isabelina.
Objetivo general
Caracterizar, en clave
teológico-histórica, cómo Isabel I, consolidó el anglicanismo mediante
supremacía real, uniformidad litúrgica y una tolerancia relativa, y extraer
lecciones pastorales aplicables para la Iglesia del siglo XXI
Objetivos específicos
1. Describir
el contenido y alcance del Acta de Supremacía de 1559.
2. Explicar
la Acta de Uniformidad y el papel del Libro de Oración Común en la conformación
del culto.
3. Evaluar
la política de tolerancia relativa y sus límites, especialmente tras 1570.
4. Sintetizar
el impacto eclesiológico del arreglo isabelino y sus resonancias actuales.
Contenido
1. Contexto y problema
teológico-político
Al ascender Isabel I en 1558,
Inglaterra emergía de oscilaciones religiosas bruscas: el reformismo eduardino
(1547–1553) y la restauración católica mariana (1553–1558).
La cuestión no era sólo
doctrinal, sino de autoridad eclesial: ¿quién gobierna a la Iglesia en
Inglaterra? El reto consistía en asegurar la estabilidad del reino, evitar el
faccionalismo y reinsertar a Inglaterra en el concierto europeo sin prolongar
persecuciones de masas, como las de María I o las guerras de religión
francesas. Isabel optó por un equilibrio entre continuidad institucional y
reforma doctrinal moderada: la vía media (Haigh, 1993).3
Hay que señalar que las
“oscilaciones” entre el reformismo eduardino y la restauración mariana no sólo
reconfiguraron doctrinas y ritos, sino que fracturaron el mapa de lealtades
políticas y eclesiales del reino. Bajo Eduardo VI, la aceleración reformista
(1549 y 1552, con sendas ediciones del Libro de Oración Común) redefinió la
piedad pública y el imaginario sacramental; bajo María I, la reconciliación con
Roma (1554), la reimplantación de la jurisdicción pontificia y los procesos por
herejía produjeron martirios y exilios que sedimentaron identidades
confesionales y redes transnacionales en Frankfurt, Estrasburgo o Ginebra.
A la muerte de María, la
cuestión de fondo reaparece con toda su fuerza: ¿la Iglesia en Inglaterra se
rige por una supremacía regia de alcance jurisdiccional o por la autoridad
papal? La respuesta ya no podía ser meramente doctrinal; debía ser también institucional
y geopolítica, capaz de estabilizar el orden civil, contener el faccionalismo y
recomponer la posición internacional de Inglaterra sin reabrir un ciclo de
persecuciones masivas que desgastara la legitimidad del régimen (Haigh, 1993).3
Cf. (Bray, 1994).6 (MacCulloch,
1999).1
En ese cruce de exigencias, la
“vía media” de Isabel I consistió en un asentamiento jurídico-litúrgico que
priorizó la obediencia civil y la conformidad cultual por encima de la
inquisición de conciencias: restauró la supremacía de la Corona en términos de
“gobernación suprema” (no “cabeza” sacramental), impuso la uniformidad del
Libro de Oración Común de 1559 —equilibrando 1549 y 1552—, y desplegó
Injuncciones y visitas para modelar hábitos parroquiales, mientras mantenía la
continuidad episcopal y evitaba definiciones doctrinales maximalistas; sólo
tras la excomunión de 1570 se endureció la coerción por razones de seguridad
del Estado.
Más que un programa dogmático
cerrado, fue una arquitectura de compromiso que sostuvo la paz religiosa
mediante mínimos compartidos de culto y disciplina, suficiente elasticidad
teológica para integrar sensibilidades diversas y una prudente delimitación entre
jurisdicción civil y autoridad eclesial; esto explica su eficacia
estabilizadora y su perdurable huella en la identidad anglicana (Doran, 1994).2
Cf. (Bray, 1994).6 (Collinson, 2007).9
(MacCulloch, 1999).1
2. El Acta de Supremacía
(1559): autoridad y jurisdicción
El Acta de Supremacía (1 Eliz.
c. 1) restauró a la Corona la “jurisdicción” sobre la Iglesia de Inglaterra,
suprimió la autoridad papal en el reino y requirió un juramento de obediencia a
oficiales y clero.
Notoriamente, Isabel evitó el
título de “Head” y prefirió “Supreme Governor”, fórmula que, junto a las
Injuncciones de 1559, permitió un margen de interpretación sobre la teología
del ministerio y la relación entre potestas regia y cura animarum (1 Eliz. c.
1; Injuncciones 1559, art. 1–3).
Historiográficamente, se
interpreta como un compromiso deliberado para aplacar escrúpulos concienciales
y marcar la naturaleza político-jurisdiccional, no sacramental, de la
supremacía (MacCulloch, 1999).1
La elección terminológica de
“Supreme Governor” frente a “Supreme Head” no fue un detalle semántico, sino
una operación teológico-política cuidadosamente calibrada para delimitar la
jurisdicción real a lo externo y coactivo de la vida eclesial, sin invadir el
ministerio de la Palabra y los sacramentos ni comprometer la confesión de
Cristo como única “cabeza” de la Iglesia.
Esa distinción quedó reforzada
por las Injuncciones de 1559 y, más tarde, por el Artículo 37, que niega a los
príncipes el “ministerio” y les reconoce sólo la cura del orden público de la
Iglesia; así se aplacaban escrúpulos de conciencia de conservadores (reticentes
ante una “mujer-cabeza” y ante la negación explícita de la autoridad papal) y
de protestantes para quienes la única cabeza de la Iglesia es Cristo.
La restauración de la
supremacía implicó, además, la deprivación de la mayoría del episcopado mariano
que rehusó el juramento y la recomposición del colegio episcopal bajo la
Corona, asegurando continuidad institucional a la vez que se quebraba definitivamente
el vínculo jurídico con Roma; todo ello se diseñó como un compromiso de alcance
jurisdiccional, no sacramental ni doctrinal, concebido para estabilizar el
cuerpo político sin imponer un uniformismo de conciencia (MacCulloch, 1999).1
Cf. (Bray, 1994).6 (Doran, 1994).2
En el plano operativo, el Acta
facultó a la Corona para emitir comisiones eclesiásticas y practicar
“visitations” que inspeccionaran diócesis y parroquias, desarrollándose de ahí
un aparato disciplinario (incluida la High Commission) encargado de exigir el
juramento a oficiales y clero, corregir abusos y hacer efectiva la obediencia
externa al asentamiento religioso.
El régimen prefirió sanciones
graduadas y la pérdida de oficios ante las negativas persistentes, reservando
el endurecimiento punitivo para escenarios considerados de amenaza al orden (lo
que se acentuará tras 1570), en coherencia con una estrategia que buscaba
conformidad cultual y obediencia civil más que inquisición sistemática de
conciencias.
Así, la supremacía de 1559
articuló una eclesiología nacional “episcopal y regia” donde la potestas regia
tutela el bien común de la Iglesia visible, mientras la cura animarum permanece
en el ministerio ordenado, constituyendo el pilar jurídico del arreglo
isabelino y su duradero equilibrio entre autoridad, liturgia y margen de
conciencia (Bray, 1994).6 Cf. (Walsham, 2006).5
(MacCulloch, 1999).1 (Doran, 1994).2
3. La Acta de Uniformidad
(1559) y el Libro de Oración Común
La Acta de Uniformidad (1
Eliz. c. 2) impuso el uso del Libro de Oración Común (BCP) revisado en 1559,
unificando la liturgia dominical y sacramental en todo el reino. El BCP
isabelino reequilibra las ediciones de 1549 y 1552: mantiene el marco protestante
de 1552 (por ejemplo, teología de la Cena) pero reincorpora fórmulas de
ambigüedad calculada (como la fórmula de administración) para acomodar
sensibilidades tradicionales.
La uniformidad del culto —más
que la inquisición de creencias— fue el instrumento principal de integración
religiosa del régimen (Booty, 1976).7 Cf. (Maltby, 1998).4
Sobre la Acta de Uniformidad
de 1559 convirtió el Libro de Oración Común en el eje jurídico de la vida
religiosa inglesa al exigir su uso exclusivo en el culto dominical y
sacramental, prescribir el leccionario y el idioma vernáculo, y establecer
sanciones por inobservancia, incluida la multa por no asistir a los oficios en
domingos y fiestas.
El BCP isabelino, textual y
ritualmente, buscó una uniformidad integradora: conservó la teología
eucarística reformada de 1552, pero reintrodujo elementos de 1549 que permitían
un “doble registro” devocional —sobre todo la fórmula compuesta de administración
del sacramento— y dejó deliberadamente abierta la cuestión de los “ornamentos”
con la conocida Ornaments Rubric, remitiendo a las prescripciones del segundo
año de Eduardo VI.
De esta forma, la uniformidad
se aseguró menos por definiciones dogmáticas cerradas que por hábitos
litúrgicos comunes, verificados por visitas y comisiones, y respaldados por un
marco punitivo gradual para ministros y laicos que rehusaran conformarse (Booty,
1976).7 Cf. (Bray, 1994).6
En la práctica parroquial,
este dispositivo de uniformidad funcionó como una pedagogía de la oración común
que fue moldeando la identidad anglicana en la repetición del rito más que en
la persuasión doctrinal directa.
Las comunidades aprendieron a
habitar el mismo léxico orante aunque mantuvieran sensibilidades diversas
respecto de la presencia eucarística, los ornamentos o la música, y la Corona
priorizó esa obediencia externa y la pacificación del espacio público sobre la
inquisición de conciencias.
La recepción fue desigual —con
resistencias puritanas a las “ambigüedades” y recusancias católicas en
determinados focos—, pero el régimen logró, con el BCP y su aplicación
disciplinaria, una integración suficiente para estabilizar el reino sin
recurrir a persecuciones masivas, consolidando así la “vía media” como un pacto
de culto y disciplina compartidos (Maltby, 1998).4 Cf.
(MacCulloch, 1999).1 (Bray, 1994).6
4. Ritualidad y disciplina: el
peso de las Injuncciones y las Visitationes
Las Injuncciones Reales de
1559 y las visitas episcopales operacionalizaron la uniformidad: exigencia de
Biblias y libros litúrgicos en las parroquias, regulación del mobiliario y
ornamentos, y vigilancia de la predicación.
El énfasis no recayó en
elaborar nuevas teologías sistemáticas, sino en modelar hábitos de oración
común y disciplina parroquial, de manera que la identidad anglicana se fraguó
performativamente en el culto (Injuncciones 1559, arts. 2, 47; Maltby, 1998).4}
Las Injuncciones Reales de
1559 tradujeron el asentamiento isabelino en prácticas visibles y verificables:
exigieron que cada parroquia poseyera una Biblia en inglés “de mayor volumen” y
el libro de Homilías, restringieron la predicación a ministros licenciados
(quienes no lo estuviesen debían leer las Homilías), ordenaron la catequesis
dominical de la niñez en el Padrenuestro, Credo y Mandamientos, y mandaron
inventariar bienes y ornamentos para prevenir “supersticiones” (incluida la
retirada de imágenes “abusadas”).
Regularon también el espacio y
los hábitos del culto: uso de sobrepelliz por el ministro, mesa de comunión
“decente” y con mantel, y observancia del Libro de Oración Común en bautismos,
matrimonios y la eucaristía, dejando a las visitas la inspección del
cumplimiento de la Ornaments Rubric.
Estas disposiciones fueron
aplicadas por “visitations” regias iniciales y luego por visitas episcopales
periódicas, acompañadas de questionarios o articles of inquiry que escrutaban
desde la asistencia dominical hasta la calidad de la predicación y la disciplina
sacramental.
En conjunto, articularon un
régimen de uniformidad performativa: más que imponer nuevas definiciones
dogmáticas, instauraron un “habitus” parroquial común mediante libro, rito,
vestidura y supervisión regular (Injuncciones 1559, arts. 2, 47; Bray, 1994).6
Cf. (Booty, 1976).7 (Maltby, 1998).4
La disciplina que acompañó a
estas visitas combinó jurisdicción eclesiástica y sanción civil graduada:
moniciones, suspensión o excomunión por contumacia en los tribunales
diocesanos; y, por la Acta de Uniformidad, la multa de doce peniques por
ausencia dominical, con registros parroquiales y presentments de los
churchwardens como base probatoria.
La High Commission y las
comisiones visitadoras aseguraron la toma de juramentos, la remoción de
prácticas ilícitas y la corrección de ministros no conformes, mientras que las
Advertisements de 1566 precisaron rubros de indumentaria y predicación, cerrando
espacios a la improvisación puritana o a la persistencia de usos tradicionales
que contraviniesen el asentamiento.
Este entramado, aplicado con
variaciones locales y prudencia política, fue eficaz para producir obediencia
externa y una gramática orante compartida: al repetir las mismas oraciones,
cantar con “distinción y modestia”, comulgar conforme al rito prescrito y oír
sermones regulados, las comunidades interiorizaron una identidad anglicana
cotidiana, aun en medio de resistencias puntuales, sin necesidad de una
inquisición de conciencias de corte continental (Maltby, 1998).4
Cf. (Walsham, 2006).5 (MacCulloch, 1999).1
(Bray, 1994).6
5. Doctrina: los Artículos de
Religión (1563/1571)
Los Treinta y Nueve Artículos,
gestados en 1563 y autorizados en 1571, articularon una soteriología reformada
y una eclesiología nacional con margen para consensos amplios: Escritura como
norma, sacramentos en número de dos “instituidos por Cristo”, rechazo de
prácticas consideradas supersticiosas, y una comprensión del ministerio y de la
Iglesia que permitía continuidad histórica con reforma doctrinal.
Sirvieron de marco doctrinal a
la uniformidad litúrgica, evitando definiciones maximalistas que polarizaran el
cuerpo político (Artículos 6, 19, 25, 34; Bray, 1994). 6
Los Artículos trazan un
armazón teológico “reformado amplio” que delimita lo esencial sin clausurar
matices.
Afirman la suficiencia de la
Escritura y distinguen canónicamente los libros apócrifos (Art. 6), confiesan
los credos ecuménicos (Art. 8), exponen pecado original, justificación por la
fe y buenas obras como fruto y no causa de la justificación (Arts. 9–12), y
abordan la predestinación con un tono marcadamente pastoral, advirtiendo contra
sus “curiosas y peligrosas” especulaciones (Art. 17).
En materia de autoridad
eclesial, sostienen que la Iglesia tiene potestad para decretar ritos y
disciplina, pero no para imponer nada contra la Escritura (Art. 20), que los
concilios pueden errar (Art. 21), y que nadie predique o administre sacramentos
sin legítima vocación (Art. 23). Defienden el uso del vernáculo en la asamblea
(Art. 24), regulan las tradiciones locales de culto sin absolutizarlas (Art.
34) y definen la relación con la potestad civil, negando jurisdicción papal e
insistiendo en la competencia del magistrado en lo temporal de la Iglesia
visible (Art. 37).
Esta plataforma doctrinal, al
mismo tiempo confesional y contenida, encuadra la “vía media” al fijar
fronteras nítidas frente al romanismo y a los radicalismos, pero con suficiente
elasticidad para sostener un consenso nacional (Bray, 1994).6
En sacramentología y
eclesiología, los Artículos consolidan el núcleo reformado: reconocen sólo dos
sacramentos instituidos por Cristo y califican los “comúnmente llamados” cinco
restantes como ritos útiles pero no sacramentos del Evangelio (Art. 25); niegan
la transubstanciación y la adoración de las especies, afirman la comunión del
cuerpo de Cristo por la fe y que los inicuos no lo reciben en la Cena (Arts.
28–29), y recalcan el carácter único y suficiente del sacrificio de Cristo
(Art. 31).
Rechazan purgatorio,
indulgencias, culto a imágenes y a los santos como “vainas” sin fundamento
escriturario (Art. 22), permiten el matrimonio del clero (Art. 32), y ordenan
la disciplina de la excomunión (Art. 33).
A la vez, anclan la vida común
en instrumentos pedagógicos oficiales —las Homilías (Art. 35)—, legitiman las
ordenaciones según los ritos de la Iglesia de Inglaterra (Art. 36) y definen la
Iglesia visible como congregación donde se predica la Palabra y se administran
debidamente los sacramentos (Art. 19).
En conjunto, ofrecieron el marco de lectura doctrinal del Libro de Oración Común y el fundamento para las suscripciones clericales de 1571, promoviendo uniformidad cultual y cohesión política sin imponer definiciones maximalistas (Bray, 1994).6
6. Tolerancia relativa y
límites de la coerción
Comparada con la Europa de las
guerras de religión, la política isabelina optó por la conformidad cultual y el
pago de multas antes que por purgas masivas. La “tolerancia” fue cívica y
condicionada: quienes asistían al culto oficial y evitaban actividades
subversivas podían permanecer en la comunidad política.
Tras la bula Regnans in
Excelsis (1570), que excomulgó a la reina y alentó la desobediencia, la Corona
endureció medidas contra sacerdotes misioneros y recusantes militantes, aunque
el objetivo seguía siendo la seguridad del Estado, no un exterminio
confesional. La etiqueta “tolerancia relativa” subraya que hubo coerción, pero
se evitó la violencia indiscriminada típica de escenarios franceses o de los
Países Bajos (Pío V, 1570).8 Cf. (1–3; Walsham, 2006).5
Antes de 1570, la “tolerancia”
isabelina funcionó como una tolerancia cívica condicionada: se exigía la
obediencia visible al asentamiento —asistencia dominical conforme al BCP y
abstención de actos públicos contrarios—, mientras se dejaba en la esfera privada
un margen de conciencia no escrutado sistemáticamente.
La sanción típica por
inasistencia era pecuniaria (doce peniques por domingo según la Acta de
Uniformidad), aplicada con variaciones locales por jueces de paz y visitadores,
a menudo con componendas o dispensas tácitas.
De ahí el fenómeno de los
“church papists”, católicos que acudían al oficio parroquial para evitar multas
sin renunciar a su lealtad interior a Roma, y de puritanos conformistas que
soportaban ornamentos o fórmulas ambiguas por razones de paz eclesial.
Más que depurar el reino de disidentes, el régimen buscó civilizar el espacio público mediante un repertorio común de culto y la penalización de la desobediencia ostensible, estrategia pragmática para preservar el orden y evitar las espirales de violencia vistas en Francia o en los Países Bajos (Haigh, 1993).3 Cf. (Walsham, 2006).5 (MacCulloch, 1999).1
Tras la sublevación del Norte
(1569) y la bula Regnans in Excelsis (1570), la política viró hacia una
coerción selectiva centrada en la seguridad del Estado: el Treason Act de 1571
criminalizó la difusión de bulas papales; el Act de 1581 elevó drásticamente
las multas por recusancia (hasta 20 libras mensuales) y castigó oír misa; el
Act de 1585 tipificó como alta traición la presencia de jesuitas y “seminary
priests”, y penalizó su amparo, y en 1593 se restringió la movilidad de
recusantes.
En el contexto de complots
(Ridolfi, Throckmorton, Babington), de la misión jesuítica (desde 1580) y de la
Armada (1588), un número considerable de sacerdotes fue ejecutado por traición
y muchos laicos sufrieron encarcelamientos y ruina por multas, aunque la Corona
siguió prefiriendo la composición económica y la conformidad externa para la
mayoría.
La coerción no se dirigió sólo
a católicos: también alcanzó a disidentes protestantes radicales (p. ej.,
medidas contra “sectarios” y separatistas en 1593), confirmando que el objetivo
era sostener el marco de uniformidad más que imponer una ortodoxia inquisitorial.
En suma, fue una “tolerancia
relativa”: real y limitada, con sufrimiento y represión selectiva, pero sin
purgas generalizadas ni masacres de Estado, al servicio de un orden
político-religioso que priorizaba la paz civil y la liturgia común (Walsham,
2006).5 Cf. (MacCulloch, 1999).1
(Collinson, 2007).9
7. La “vía media” como
proyecto eclesial
El arreglo isabelino ha sido
descrito como una “vía media” entre Ginebra y Trento. Más que una síntesis
doctrinal perfectamente acabada, fue un marco jurídico-litúrgico que posibilitó
la coexistencia de matices dentro de una obediencia común: oración común,
predicación regulada y autoridad real moderada por estructuras episcopales.
Este diseño facilitó una identidad nacional con elasticidad teológica, capaz de contener puritanos conformistas, humanistas erasmianos y laicos de sensibilidad tradicional (Collinson, 2007).9
El arreglo isabelino,
establecido entre 1559 y 1563, surgió como una solución pragmática para poner
fin a décadas de profunda inestabilidad religiosa en Inglaterra, dividida entre
católicos y protestantes tras los reinados de Enrique VIII, Eduardo VI y María
I. Más que una síntesis doctrinal perfectamente acabada, la "vía
media" fue un marco jurídico-litúrgico diseñado para permitir la
coexistencia de matices teológicos dentro de una obediencia común y evitar la
persecución religiosa.
Sus pilares fueron el Acta de
Supremacía de 1559, que restableció a la monarca como Gobernadora Suprema de la
Iglesia de Inglaterra, rompiendo nuevamente con Roma, y el Acta de Uniformidad
de 1559, que reintrodujo una versión modificada del Libro de Oración Común.
Este libro, de un tono
deliberadamente ambiguo, buscaba ser aceptable tanto para aquellos con
inclinaciones protestantes como para los de sensibilidad más tradicional,
permitiendo cierta latitud en la interpretación de la Eucaristía y el uso de
vestimentas sacerdotales tradicionales. (MacCulloch, D. (1999).1
Cf. Doran, S. (1994).2
Este diseño facilitó una
identidad nacional con una notable elasticidad teológica, albergando a grupos
tan diversos como puritanos conformistas, humanistas erasmianos y laicos de
sensibilidad católica tradicional, sin exigir una uniformidad doctrinal estricta.
La Reina Isabel I, buscando la
unidad y la tolerancia, no pretendía "abrir ventanas en el alma de los
hombres", enfocándose más en la conformidad externa que en la pureza
teológica interna. Doran, S. (1994).2 Cf. Haigh, C. (1993).3
La consolidación de esta
"vía media" se reforzó con las 57 Injunctions Reales y,
posteriormente, con los Treinta y Nueve Artículos de 1571, una declaración
doctrinal que buscaba un camino intermedio entre las doctrinas reformadas y
luteranas, definiendo la posición de la Iglesia de Inglaterra sin ser un
compendio exhaustivo de la fe cristiana. (MacCulloch, D. (1999).1
Cf. Haigh, C. (1993).3
Aunque el arreglo no eliminó
por completo las disputas religiosas y enfrentó resistencia, logrando su
aprobación parlamentaria por un margen estrecho, sentó las bases para el
anglicanismo, una iglesia que se describía a sí misma como "protestante en
doctrina, católica en apariencia". (MacCulloch, D. (1999).1
Cf. Doran, S. (1994).2
8. Debates historiográficos
recientes
La historiografía ha matizado
lecturas triunfalistas. Por ejemplo: Haigh subraya la persistencia de
religiosidades locales y la lenta interiorización del anglicanismo; Otros como Maltby
destaca la agencia parroquial en la recepción del BCP; Doran recalca el
pragmatismo político de Isabel; Walsham complejiza la categoría de
“tolerancia”, evidenciando una cultura de disciplinamiento que convivió con la
evitación de crueldades indiscriminadas.
La consolidación, por tanto,
fue un proceso más que un acto, y combinó convicción, cálculo y hábito
litúrgico (Haigh, 1993).3; Cf. (Doran, 1994).2; (Maltby,
1998).4; (Walsham, 2006).5
La historiografía reciente ha
revisado significativamente las interpretaciones triunfalistas sobre la
consolidación del anglicanismo en Inglaterra, revelando un proceso mucho más
complejo y gradual de lo que se había asumido previamente.
Autores como Christopher Haigh
han enfatizado la persistencia de religiosidades locales profundamente
arraigadas, sugiriendo que la interiorización del anglicanismo oficial fue un
fenómeno lento y no siempre uniforme. En esta misma línea, Judith Maltby ha
destacado la activa "agencia parroquial", mostrando cómo las
comunidades locales no fueron meros receptores pasivos de las directrices
religiosas, sino que interpretaron y adaptaron el Libro de Oración Común (BCP)
de maneras diversas.
Por su parte, Susan Doran ha subrayado el pragmatismo político de Isabel I en la implementación de la reforma religiosa, indicando que las decisiones no siempre estuvieron motivadas puramente por convicciones teológicas, sino también por la necesidad de estabilidad y control político.
Esta perspectiva matizada
demuestra que la consolidación del anglicanismo no fue un acto singular y
decisivo, sino un proceso prolongado que entrelazó múltiples factores. Implicó
una combinación de genuina convicción religiosa por parte de algunos, un cálculo
político estratégico por parte de la monarquía y la élite, y la lenta pero
efectiva fuerza del hábito litúrgico que, a través de la repetición de ritos y
prácticas, fue moldeando la identidad religiosa de la población.
Alexandra Walsham, al
complejizar la noción de "tolerancia", ha revelado que, si bien se
evitaban crueldades indiscriminadas en comparación con otros contextos
europeos, existía una cultura de disciplinamiento social y religioso que,
aunque no siempre violenta, buscaba conformar a la población a las nuevas
normas, evidenciando así la naturaleza multifacética de esta transformación
histórica.
9. Impacto eclesiológico y
relevancia contemporánea
El legado isabelino sugiere
que la estabilidad eclesial en contextos plurales se sostiene más en marcos
comunes de oración y disciplina que en uniformidades doctrinales exhaustivas.
Asimismo, distingue entre la
jurisdicción civil sobre lo eclesial visible y la libertad de conciencia,
buscando prudencia pastoral y paz cívica; una lección pertinente para iglesias
que hoy dialogan con Estados seculares y sociedades diversas (MacCulloch, 1999).1
El legado eclesiológico del
periodo isabelino ofrece una profunda reflexión sobre cómo la estabilidad de
una iglesia puede sostenerse en contextos de pluralidad, un desafío constante
en la historia y particularmente relevante hoy.
La experiencia de la Iglesia
de Inglaterra bajo Isabel I sugiere que la cohesión no necesariamente emana de
una uniformidad doctrinal exhaustiva e inflexible, sino más bien de la adopción
de marcos comunes de oración y disciplina.
Esta aproximación pragmática
permitió acomodar diversas sensibilidades teológicas dentro de una estructura
eclesial unificada, priorizando la práctica litúrgica compartida y una
gobernanza eclesiástica clara por encima de la imposición de cada detalle dogmático.
Este modelo, aunque surgido de un contexto específico, resalta la importancia
de la liturgia y la disciplina como elementos aglutinadores capaces de
trascender diferencias doctrinales, fomentando una unidad funcional sin anular
por completo la diversidad de creencias individuales.
Además, la política isabelina
estableció una distinción crucial entre la jurisdicción civil sobre los
aspectos visibles y organizativos de la Iglesia y la esfera de la libertad de
conciencia individual.
Esta separación, aunque no
siempre perfecta en la práctica, reflejó una búsqueda de prudencia pastoral y
paz cívica, reconociendo los límites del poder estatal en asuntos de fe
profunda mientras se aseguraba el orden público y la lealtad.
Para las iglesias
contemporáneas que operan en Estados seculares y sociedades cada vez más
diversas, esta lección es de inmensa pertinencia.
El modelo isabelino sugiere
que es posible mantener una identidad eclesial y una misión espiritual al
tiempo que se dialoga constructivamente con el poder civil y se respeta la
pluralidad de convicciones, evitando tanto la imposición teocrática como la disolución
completa de la identidad religiosa en el ámbito público.
10. Conclusiones para la vida
de la Iglesia del siglo XXI
Siguiendo con esta reflexión y
análisis histórico-crítico de fuentes normativas del periodo, te comparto los
siguientes aportes como conclusiones:
1. La Autoridad servicial y
limitada: La noción de “gobernación suprema” como jurisdicción
política y no sacramental enseña a distinguir competencias y a evitar
clericalismos o cesaropapismos contemporáneos (1 Eliz. c. 1; Doran, 1994).2
2. La Liturgia común como
escuela de comunión: Un léxico orante compartido —aun con
sensibilidades diversas— forma unidad práctica y caridad, mejor que disputas
interminables sobre matices no esenciales (BCP 1559; Maltby, 1998).4 Además
de esto, estar abiertos a otras realidades socioculturales en el mundo que
comparten estas creencias pero que tienen formas de adoración que son auténticas
y son propias de su expresión diaria.
3. La Tolerancia robusta con
límites claros: La “tolerancia relativa” de Isabel invita a
cultivar espacios de hospitalidad y desacuerdo, a la vez que se protegen el
bien común y la no violencia; diálogo sí, connivencia con la incitación al
odio, no (Walsham, 2006).5
4. La Prudencia pastoral ante
la polarización: En épocas de radicalismos, optar por normas
mínimas compartidas y una disciplina proporcionada puede preservar la misión y
la paz eclesial (Collinson, 2007).9
5. La Formación en historia
para discernir: Conocer la complejidad del arreglo isabelino
vacuna contra simplismos y capacita a líderes y comunidades para
discernimientos graduales y encarnados (Haigh, 1993).3 Cf.
(Doran, 1994).2
En síntesis, la experiencia
isabelina orienta a las iglesias del siglo XXI a ejercer una autoridad
servicial y jurídicamente delimitada que respete la distinción entre
competencias civiles y eclesiales; a cultivar una liturgia común como gramática
compartida de comunión que prevenga guerras de matices; a practicar una
tolerancia robusta que acoja el disenso sin transigir con la incitación al odio
ni con amenazas al bien común; a responder a la polarización con normas mínimas
compartidas y disciplina proporcionada antes que con maximalismos identitarios;
y a formar líderes y comunidades en historia para discernimientos graduales,
encarnados y prudentes en sociedades plurales.
Referencias bibliográficas
(formato APA, numeración ascendente)
1. MacCulloch,
D. (1999). The Later Reformation in England, 1547–1603. Palgrave Macmillan.
2. Doran,
S. (1994). Elizabeth I and Religion, 1558–1603. Routledge.
3. Haigh,
C. (1993). English Reformations: Religion, Politics, and Society under the
Tudors. Oxford University Press.
4. Maltby,
J. (1998). Prayer Book and People in Elizabethan and Early Stuart England.
Cambridge University Press.
5. Walsham,
A. (2006). Charitable Hatred: Tolerance and Intolerance in England, 1500–1700.
Cambridge University Press.
6. Bray,
G. (Ed.). (1994). Documents of the English Reformation (rev. ed.). James Clarke
& Co.
7. Booty,
J. E. (Ed.). (1976). The Book of Common Prayer 1559: The Elizabethan Prayer
Book. University Press of Virginia.
8. Pius
V. (1570). Regnans in Excelsis. In Acta Apostolicae Sedis / Archivo de la Santa
Sede (ediciones y transcripciones disponibles). Ciudad del Vaticano.
9. Collinson, P. (2007). The Elizabethan Puritan Movement (new ed.). Oxford University Press.