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WILLIAM MILLER, ENTRE LA ESPERANZA Y EL DESENCANTO: EL MILERISMO Y LA CONFIGURACIÓN DEL ADVENTISMO

 


Por: Rev. Pbro. Manning Maxie Suárez +
Docente Universitario
Email: manningsuarez@gmail.com    
Orcid: www.orcid.org/0000-0003-2740-5748    
Google Académico:
https://scholar.google.es/citations?hl=es&pli=1&user=uDe1ZEsAAAAJ  

Resumen

Este ensayo ofrece un análisis historiográfico y teológico de William Miller (1782–1849), líder laico del Segundo Gran Despertar en Estados Unidos y catalizador del movimiento milerita, del cual emergieron varias denominaciones adventistas, incluida la Iglesia Adventista del Séptimo Día (IASD). Se examinan su biografía, su formación intelectual y religiosa, los detonantes de su postura escatológica, los ejes doctrinales de su influencia en el adventismo y su impronta en el protestantismo moderno. El estudio muestra que Miller articuló una hermenéutica historicista de las profecías de Daniel y Apocalipsis, apoyado en el principio díaaño y una lectura literalpremilenial de la parusía, y que su proyecto evangelizador—mediante predicación itinerante y redes editoriales—condujo a una movilización masiva que culminó en el “Gran Chasco” de 1844. A pesar del error cronológico, su legado configuró la cultura teológica, misionera y organizativa de un amplio sector del protestantismo, generando innovaciones institucionales, sanitarias y educativas, y un ethos de esperanza escatológica prudente. Se argumenta que, para la Iglesia del siglo XXI, la recepción crítica del milerismo aconseja humildad hermenéutica, responsabilidad social y discipulado orientado por la esperanza, sin recurrir al fechamiento de eventos finales.

Palabras claves: William Miller; Milerismo; Adventismo; Escatología historicista; Segundo Gran Despertar; Protestantismo estadounidense.

Abstract

This essay offers a historiographical and theological analysis of William Miller (1782–1849), a lay leader of the Second Great Awakening in the United States and the catalyst of the Millerite movement, from which several Adventist denominations—including the Seventh-day Adventist Church—emerged. It examines his biography, intellectual and religious formation, the triggers of his eschatological stance, the core doctrinal elements that influenced Adventism, and his broader impact on Protestantism. The study argues that Miller articulated a historicist hermeneutic of Daniel and Revelation based on the dayyear principle and a literal premillennial reading of the Parousia, disseminated through itinerant preaching and print networks, leading to mass mobilization and the “Great Disappointment” of 1844. Despite chronological error, his legacy shaped theological, missionary, and organizational cultures across Protestantism, fostering institutional, health, and educational innovations and a hopecentered ethos. For the twentyfirstcentury Church, a critical reception of Millerism recommends hermeneutical humility, social responsibility, and discipleship guided by hope, without datesetting.

Keywords: William Miller; Millerism; Adventism; Historicist eschatology; Second Great Awakening; American Protestantism.

Metodología

Se realizó una revisión historiográfica crítica de monografías y artículos científicos indexados en Google Scholar y editoriales académicas, con especial atención a fuentes primarias mileritas y sus editores contemporáneos.  Además, se realizó un análisis documental comparado entre fuentes primarias (sermones y tratados de Miller) y secundarias (síntesis históricas y teológicas).  También se aplicó una Hermenéutica teológica a textos apocalípticos (Daniel y Apocalipsis) tal como fueron interpretados por Miller y sus continuadores/disidentes.  Hemos realizado una contextualización socioreligiosa del Segundo Gran Despertar y su cultura de imprenta, redes y reforma.

Objetivo general

Analizar la figura de William Miller en sus dimensiones biográfica, hermenéutica y eclesial, y evaluar su impacto doctrinal en el adventismo y su influencia en el protestantismo contemporáneo.

Objetivos específicos

1.    Describir la trayectoria vital, formación y redes de influencia de William Miller.

2.    Identificar los detonantes intelectuales y existenciales de su postura escatológica.

3.    Exponer los elementos doctrinales más significativos asumidos o reelaborados por la IASD.

4.    Valorar críticamente el “Gran Chasco” y sus efectos en la praxis eclesial y la epistemología teológica.

5.    Derivar orientaciones prácticas para la misión eclesial en el siglo XXI.

CONTENIDO

1.QUIÉN ERA WILLIAM MILLER: PERFIL BIOGRÁFICO

William Miller nació en 1782 en Pittsfield, Massachusetts, y se crió en Low Hampton, Nueva York. Fue un agricultor y funcionario local, sirvió en la milicia durante la Guerra de 1812 (batalla de Plattsburgh), experiencia que erosionó su deísmo juvenil y abrió paso a su conversión bautista (1816).

La lectura sistemática de la Biblia de la traducción King James y el uso de concordancias alimentaron su vocación exegética autodidacta. A partir de 1831 inició una intensa agenda de predicación itinerante; la alianza con el editor Joshua V. Himes multiplicó su influencia mediante periódicos, folletos y conferencias, configurando el movimiento milerita que fue un avivamiento protestante del siglo XIX en Estados Unidos, liderado por el predicador bautista laico William Miller, quien mediante una interpretación historicista de las profecías de Daniel y Apocalipsis anunció la inminente Segunda Venida de Cristo para 1843–1844.

Sus campañas, publicaciones y reuniones campestres movilizaron a decenas de miles en el contexto del “Segundo Gran Despertar”. La no ocurrencia del evento el 22 de octubre de 1844, fecha final adoptada por muchos, se conoció como el “Gran Chasco”, causando desilusión, abandonos y reconfiguraciones doctrinales. De sus remanentes surgieron corrientes adventistas, entre ellas la Iglesia Adventista del Séptimo Día y la Advent Christian Church.

El “Gran Chasco” fue esa profunda desilusión experimentada por los mileritas cuando en esa fecha propuesta por Samuel S. Snow como el verdadero “Día de Expiación” bíblico de ese año, dentro del marco de los cálculos proféticos de William Miller—no ocurrió la esperada Segunda Venida de Cristo.

Decenas de miles que habían difundido el “mensaje del séptimo mes” quedaron abatidos y objeto de burla pública; aunque hubo ventas de bienes y ajustes de vida, el mito de “batas de ascensión” es en gran medida una caricatura posterior.

Tras el fracaso, algunos abandonaron la fe adventista, otros recalcularon fechas, y un núcleo reinterpretó el evento espiritualmente: Hiram Edson y colaboradores concluyeron que Cristo pasó ese día del Lugar Santo al Santísimo del “santuario celestial”, iniciando un juicio previo a la Parusía (base de la doctrina del juicio investigador).

De esas corrientes surgieron, entre otros, la Iglesia Adventista del Séptimo Día (con énfasis en el sábado, el santuario y la autoridad profética de Ellen G. White) y la Advent Christian Church (con inmortalidad condicional).

El episodio marcó al protestantismo estadounidense, agudizó la cautela frente al fijar fechas proféticas y redefinió el adventismo como movimiento diverso y duradero.

William Miller, falleció en 1849, permaneciendo en la comunión bautista y sin incorporarse a las nuevas denominaciones que brotaron del milerismo. (Bliss, 1853).3; Cf. (Rowe, 2008).1; (Numbers & Butler, 1993).2

2. SU FORMACIÓN ACADÉMICA Y RELIGIOSA

Miller careció de educación teológica formal; su formación fue esencialmente autodidacta, con sólidos hábitos de lectura, sensibilidad ilustrada y una progresiva reorientación hacia la piedad evangélica baptista.

Su método consistía en la lectura “texto a texto” con apoyo de concordancias (p. ej., Cruden), la comparación interna de pasajes y una desconfianza hacia sistemas teológicos prefabricados, priorizando la suficiencia de la Escritura.

Miller, practicaba una exégesis “texto a texto” o “Escritura con Escritura” que, sin acudir a lenguas bíblicas ni a muchos comentarios, buscaba que la Biblia se explicara a sí misma: leía de forma continua, y cuando un término, símbolo o número le planteaba dudas, usaba una concordancia (sobre todo la de Cruden, basada en la versión KJV) para rastrear todas las ocurrencias de la palabra en la Biblia, comparar contextos y extraer una definición interna; privilegiaba el sentido literal salvo que el propio texto indicara que era simbólico, y entonces procuraba que el símbolo se interpretara con pasajes paralelos (p. ej., “bestias” como reinos, “días” como “años”, “cuernos” como poderes).

Con ese método encadenaba “pruebas” y fechas en un marco historicista continuo, identificando cumplimientos en la historia y anclando cronologías proféticas (70 semanas, 2300 “tardes y mañanas”, etc.) en hitos datables como el decreto de 457 a. C.; de ahí surgieron sus cálculos para 1843–1844.

La fortaleza del enfoque era su coherencia interna y su accesibilidad para laicos; su límite, señalado por críticos, fue la tendencia al “proof-texting” que puede descontextualizar y depender en exceso de traducciones y supuestos previos.

Este perfil híbrido—racionalidad ilustrada y piedad revivalista—favoreció una hermenéutica literalhistoricista de las profecías, en continuidad con corrientes protestantes previas (p. ej., Joseph Mede) pero aplicada con novedosa intensidad cronológica. (Miller, 1836).4; Cf. (Froom, 1954).8; (Rowe, 2008).1

3. ¿CUÁLES FUERON LOS DETONANTES DE SU POSTURA TEOLÓGICA?

TRES FACTORES CONFLUYERON:

1. LOS EXISTENCIALES: la experiencia bélica y el problema del mal minaron su deísmo y le impulsaron a buscar una teleología providencial en la historia.

2. LOS INTELECTUALES: la convicción de la unidad de la Escritura y del principio díaaño (Nm 14:34; Ez 4:6) como clave de cronometría profética; y la asunción historicista de Daniel/Apocalipsis.

3. LOS CONTEXTUALES: la cultura del Segundo Gran Despertar (camp meetings, democratización religiosa, imprenta barata) creó una atmósfera propicia para el anuncio apocalíptico.

Miller concluyó que los “2300 días” de Daniel (8:14), terminaban alrededor de 1843/1844, identificando la “purificación del santuario” con la conflagración de la tierra a la venida de Cristo. (Miller, 1836).4; Cf. (Hatch, 1989).11; (Rowe, 2008).1

4. NÚCLEOS DE SU DOCTRINA Y SU RECEPCIÓN EN LA IGLESIA ADVENTISTA DEL SÉPTIMO DÍA

Conviene distinguir entre los énfasis de Miller y la posterior doctrina adventista:

a. AUTORIDAD DE LA ESCRITURA Y HERMENÉUTICA HISTORICISTA: continuidad básica entre mileritas y adventistas sobre el valor profético de Daniel/Apocalipsis. (Froom, 1954).8; Cf. (Knight, 2000).10

b. PREMILENIALISMO LITERAL: la parusía es visible, audible y transforma la historia; rechazo del posmilenialismo dominante en sectores protestantes. (Rowe, 2008).1; Cf. (Knight, 1993).5

c. URGENCIA MISIONERA Y REFORMA: temperancia, disciplina, vida piadosa y redes de publicaciones; herencia que la IASD institucionalizó globalmente. (Numbers & Butler, 1993).2; Cf. (Land, 2005).9

d. CRONOMETRÍA PROFÉTICA: Miller sostuvo fechas (1843/1844) a partir de una cronología que la IASD posteriormente reinterpretó; tras 1844, los sabatarios redefinieron la “purificación del santuario” como ministerio de Cristo en el santuario celestial (juicio investigador) sin repetir el fechamiento para la parusía.

Esto implica continuidad del marco apocalíptico, pero ruptura con la datación milerita. (Knight, 2000).10; Cf. (Bull & Lockhart, 2007).7; (Froom, 1954).8

e. SABATISMO Y ESTADO DE LOS MUERTOS: no fueron enseñanzas de Miller; emergieron entre adventistas sabatarios (influjo de Bates, White, Andrews) y se consolidaron en la IASD. (Knight, 2000).10; Cf. (Land, 2005).9

Ambos enseñanzas surgieron y maduraron tras el Gran Chasco en el ala sabatariana del movimiento, donde convergieron influencias laicas y pastorales: el sábado del séptimo día pasó de los Bautistas del Séptimo Día a milleritas por medio de Rachel Oakes (que persuadió a F. Wheeler) y del folleto de T. M. Preble (1845), que convenció a Joseph Bates, cuyo tratado The Seventh Day Sabbath, a Perpetual Sign (1846) y su labor itinerante persuadieron a James y Ellen G. White; esta última ofreció en 1847 una confirmación visionaria que vinculó el sábado con el santuario y los “tres mensajes angélicos” como “sello de Dios”, noción que J. N. Andrews sistematizó en The History of the Sabbath and the First Day of the Week (1873) y que se afianzó en las Conferencias de Sábado y Santuario (1848–1850) y en la organización de 1863; en paralelo, el “estado de los muertos” (inmortalidad condicional, inconsciencia entre muerte y resurrección y aniquilación final de los impíos) entró por la predicación de George Storrs entre milleritas, fue adoptado tempranamente por sabatarios y articulado por figuras como James White, J. N. Andrews y Uriah Smith en polémica con el espiritualismo y la noción del alma naturalmente inmortal, encajando con el esquema del santuario/juicio investigador y reforzando la esperanza corporal de la resurrección; ambas doctrinas quedaron integradas en los “Principios Fundamentales” de 1872 y, más tarde, en las declaraciones de fe de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, donde se consolidaron como rasgos identitarios distintivos frente a otras corrientes postmileritas como los Advent Christians, que aceptaron la mortalidad del alma pero no el sábado.

5. EL “GRAN CHASCO” (22 DE OCTUBRE DE 1844) Y SUS EFECTOS

La predicación del “séptimo mes” (Samuel S. Snow) concentró expectativas en el 22 de octubre de 1844; el no cumplimiento generó crisis, disidencias y relecturas. Unos abandonaron la fe milerita; otros (adventistas evangélicos) retuvieron la inminencia sin interpretación del santuario; otro sector (adventistas sabatarios) reubicó el cumplimiento en el santuario celestial, sentando bases de la IASD. El episodio produjo una pedagogía eclesial contra el fechamiento, un examen crítico de reglas hermenéuticas y el afianzamiento de redes misioneras resilientes. (Numbers & Butler, 1993).2; Cf. (Knight, 1993).5; (Rowe, 2008).1

6. IMPACTO EN EL PROTESTANTISMO

a. MOVILIZACIÓN TRANSLOCAL: Millerismo mostró el poder de la imprenta religiosa, campañas itinerantes y conferencias proféticas en la formación de públicos creyentes modernos. (Gaustad, 1974).6; Cf. (Rowe, 2008).1

Es bueno señalar que El millerismo desplegó una movilización translocal al combinar tecnologías de impresión a vapor, periódicos de alta tirada y redes de distribución (correo, canales y ferrocarriles) con giras de conferencistas, reuniones campestres y grandes “tabernáculos” urbanos, creando públicos creyentes que se reconocían y actuaban coordinadamente más allá de parroquias y denominaciones; la oficina editorial de J. V. Himes articuló periódicos como Signs of the Times y The Midnight Cry, millares de folletos y hojas sueltas, listas de suscriptores y una red de agentes-colportores que estandarizaban el mensaje mediante recursos visuales como el “chart de 1843” de Fitch y Hale, mientras las conferencias proféticas fijaban calendarios, adoptaban resoluciones, repartían fondos y anunciaban campañas, generando efectos de simultaneidad (un mismo programa litúrgico, textos y cronogramas) entre Nueva Inglaterra, el Atlántico medio, el “Viejo Noroeste” y Canadá, con envíos incluso a las Islas Británicas; este ensamblaje mediático-organizativo profesionalizó la propaganda protestante, modeló prácticas que luego replicaron evangelistas y conferencias bíblicas (prensa propia, marketing de eventos, circuitos de oradores, cobertura casi en tiempo real) y mostró cómo la imprenta y la itinerancia podían fabricar una “opinión adventista” disciplinada sin estructura denominacional formal (Gaustad, 1974).6; cf. Rowe, 2008).1

b. RECONFIGURACIÓN ESCATOLÓGICA: revitalizó el premilenialismo norteamericano, en paralelo y contraste con el dispensacionalismo emergente (J. N. Darby), y consolidó el historicismo en sectores evangélicos. (Numbers & Butler, 1993).2; Cf. (Froom, 1954).8

El millerismo reactivó un premilenarismo popular de cuño historicista que hizo de la inminencia y visibilidad de la Parusía su eje, normalizando la lectura continua de Daniel y Apocalipsis con principio díaaño, cadenas cronológicas y la identificación de potencias históricas (p. ej., “cuerno pequeño”/papado), y ofreciendo así una alternativa norteamericana al futurismo dispensacional emergente: mientras Darby separaba Israel e Iglesia, colocaba la “semana 70” en el futuro y popularizaba el rapto pretribulacional, los adventistas milleritas y posmilleritas (SDA, Advent Christian) sostuvieron un premilenarismo postribulacional e histórico que institucionalizó el historicismo en prensa, manuales y gráficos proféticos; la controversia entre ambos modelos contribuyó a erosionar el optimismo postmilenial del protestantismo del XIX, alimentó conferencias y sociedades proféticas, y difundió un repertorio pedagógico (tablas cronológicas, “señales de los tiempos”) que luego sería estándar en el evangelicalismo; a la vez, la memoria del “Gran Chasco” actuó como vacuna contra el fechamiento explícito, moldeando un ethos premilenial que mantuvo la urgencia sin fijar días, rasgo que los dispensacionalistas enfatizaron incluso al diferir en marco hermenéutico; la huella millerita también se proyectó más allá del adventismo sabatario (p. ej., Advent Christian y, por mediación de los “Second Adventists”, los Estudiantes de la Biblia de C. T. Russell), de modo que, hacia fines del siglo XIX e inicios del XX, el campo premilenial quedó bifurcado pero consolidado frente al liberalismo postmilenial, con el historicismo preservado sobre todo en la familia adventista y sectores afines (Numbers & Butler, 1993).2 ; Cf. (Froom, 1954).8

c. NACIMIENTO DE FAMILIAS DENOMINACIONALES: Advent Christian, Evangelical Adventist, y IASD, esta última con un impacto global en educación, salud y ayuda humanitaria. (Land, 2005).9; Cf. (Bull & Lockhart, 2007).7

Es relevante profundizar en el impacto global de esta última. Mientras que las dos primeras se mantuvieron más circunscritas a contextos geográficos y culturales específicos, la IASD experimentó un crecimiento exponencial, estableciendo una presencia global distintiva.

Esto se debe en gran parte a su enfoque misional que, más allá de la simple evangelización, se centró en el desarrollo de una vasta red de instituciones educativas, hospitales y clínicas, y agencias de ayuda humanitaria.

Esta estrategia, basada en la creencia de que la salud, la educación y el bienestar social son parte integral del mensaje del evangelio, permitió a la IASD dejar una huella tangible y duradera en comunidades de todo el mundo.

Su sistema educativo, que va desde escuelas primarias hasta universidades, y su red de salud, que incluye instituciones como los hospitales de la red adventista, han servido como plataformas para la difusión de sus valores y, simultáneamente, han brindado servicios vitales a millones de personas, independientemente de su fe.

Por lo tanto, el impacto de la IASD en el protestantismo y en la sociedad en general se distingue por su enfoque holístico y su compromiso con el servicio práctico.

d. ADVERTENCIA EPISTEMOLÓGICA: el fechamiento fallido se convirtió en caso de estudio sobre límites de la cronometría profética y la necesidad de humildad interpretativa. (Knight, 1993).5; Cf. (Rowe, 2008).1 el mismo se convirtió en un caso de estudio fundamental sobre los límites de la cronometría profética y la necesidad de humildad interpretativa.

Este evento demostró los peligros inherentes a la fijación de fechas para eventos escatológicos, llevando a los seguidores a un profundo desengaño. La crisis que siguió al 22 de octubre de 1844 obligó a los remanentes del movimiento a reexaminar su metodología exegética.

En lugar de descartar la profecía, reinterpretaron el evento como un cambio de ministerio de Cristo en el santuario celestial, y no como su regreso físico a la Tierra.

Este ajuste doctrinal no solo permitió que el movimiento sobreviviera y eventualmente formara la Iglesia Adventista del Séptimo Día, sino que también estableció una advertencia duradera en el protestantismo: las profecías de tiempo, si bien pueden tener un valor simbólico o histórico, no deben usarse para predecir con exactitud el futuro.

Este principio de cautela interpretativa se ha convertido en un pilar del adventismo, enfatizando que la fe debe centrarse en la preparación del corazón en lugar de la especulación de fechas.

7. EVALUACIÓN CRÍTICA DE SU HERMENÉUTICA

La fortaleza de Miller residió en su coherencia interna y su apelación democratizadora a la Escritura; su debilidad, en el énfasis cronológico que rigidizó supuestos discutibles (cómputos, sincronismos, identificación del santuario). La recepción adventista sabataria mantuvo el horizonte apocalíptico corrigiendo el locus de cumplimiento (santuario celestial) y renunciando al fechamiento de la parusía, integración que permitió una teología más estable sin abandonar la urgencia misionera. (Knight, 2000).10; Cf. (Froom, 1954).8; (Bull & Lockhart, 2007).7

Para entender la evaluación crítica de la hermenéutica de William Miller, es crucial analizar tanto sus puntos fuertes como sus debilidades. Su principal fortaleza fue su coherencia interna y su apelación democratizadora a la Escritura, lo que le permitió argumentar su posición de forma convincente y accesible a la gente común. Miller no se basó en la autoridad eclesiástica, sino que invitó a las personas a estudiar la Biblia por sí mismas, lo que resonó fuertemente en el clima de avivamiento del siglo XIX.

Sin embargo, su principal debilidad fue el énfasis cronológico que puso en la profecía, lo que lo llevó a rigidizar supuestos que eran discutibles. Estos supuestos incluían sus cómputos matemáticos, los sincronismos históricos que estableció, y su interpretación del "santuario" como la Tierra. Esta rigidez culminó en la fijación de una fecha para la segunda venida de Cristo, lo que llevó al "Gran Chasco" de 1844.

La posterior recepción adventista sabataria (la que derivaría en la Iglesia Adventista del Séptimo Día) adoptó una postura más madura. Mantuvieron el horizonte apocalíptico y la urgencia misional, pero corrigieron el locus de cumplimiento, interpretando que el santuario no era la Tierra, sino el santuario celestial.

Lo más importante es que renunciaron al fechamiento de la Parusía, la segunda venida de Cristo. Esta integración teológica les permitió construir una teología más estable y duradera, que evitó el desengaño de una profecía fallida, al mismo tiempo que mantuvo el sentido de urgencia por preparar al mundo para el inminente regreso de Jesús.

8. RELEVANCIA PARA LA IGLESIA DEL SIGLO XXI

En un ecosistema de crisis ecológicas, tecnológicas y geopolíticas, el milerismo recuerda el valor de la esperanza escatológica como motor ético, siempre subordinada a una hermenéutica responsable y una praxis de servicio integral.

Ello exige comunidades alfabetizadas bíblicamente, transparentes con la incertidumbre, activas en justicia y salud, y prudentes ante discursos apocalípticos sensacionalistas. (Hatch, 1989).11; Cf. (Land, 2005).9

CONCLUSIONES

El devenir histórico nos sugiere ser más humilde en nuestra hermenéutica. La experiencia milerita desaconseja el fechamiento de la parusía y recomienda distinguir entre certeza de la esperanza y prudencia sobre su cronología. (Knight, 1993).5

Es importante señalar que la fe cristiana original entendía mejor la centralidad de Cristo y del discipulado. Así, la escatología debe conducir a vida santa, compasiva y misionera, no a retraimiento ni a alarmismo. (Rowe, 2008).1

Reforma integral: El legado organizativo adventista muestra que una esperanza bien orientada potencia educación, salud y servicio social como anticipos del Reino. (Land, 2005).9; Cf. (Bull & Lockhart, 2007).7

Alfabetización bíblica y comunitaria: La lectura paciente y comunitaria de la Escritura, con control cruzado de fuentes y apertura al diálogo académico, previene sesgos interpretativos. (Froom, 1954).8; Cf. (Gaustad, 1974).6

Ética de la esperanza: La expectativa del retorno de Cristo, libre de cronografías especulativas, sostiene resiliencia, solidaridad y misión en contextos de incertidumbre. (Numbers & Butler, 1993).2

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.

[1] Rowe, D. L. (2008). God’s Strange Work: William Miller and the End of the World. Grand Rapids, MI: Wm. B. Eerdmans.

[2] Numbers, R. L., & Butler, J. M. (Eds.). (1993). The Disappointed: Millerism and Millenarianism in the Nineteenth Century (2nd ed.). Knoxville, TN: University of Tennessee Press.

[3] Bliss, S. (1853). Memoirs of William Miller. Boston, MA: Joshua V. Himes.

[4] Miller, W. (1836). Evidence from Scripture and History of the Second Coming of Christ, about the Year 1843. Troy, NY: Kemble & Hooper.

[5] Knight, G. R. (1993). Millennial Fever and the End of the World: A Study of Millerite Adventism. Nampa, ID: Pacific Press.

[6] Gaustad, E. S. (Ed.). (1974). The Rise of Adventism: Religion and Society in Mid-Nineteenth-Century America. New York, NY: Harper & Row.

[7] Bull, M., & Lockhart, K. (2007). Seeking a Sanctuary: Seventh-day Adventism and the American Dream (2nd ed.). Bloomington, IN: Indiana University Press.

[8] Froom, L. E. (1954). The Prophetic Faith of Our Fathers (Vol. 4). Washington, DC: Review and Herald.

[9] Land, G. (2005). Historical Dictionary of Seventh-day Adventists. Lanham, MD: Scarecrow Press.

[10] Knight, G. R. (2000). A Search for Identity: The Development of Seventh-day Adventist Beliefs. Berrien Springs, MI: Andrews University Press.

[11] Hatch, N. O. (1989). The Democratization of American Christianity. New Haven, CT: Yale University Press.

[12] Schwarz, R. W., & Greenleaf, F. (2000). Light Bearers: A History of the Seventh-day Adventist Church (rev. ed.). Nampa, ID: Pacific Press.

ISABEL I Y LA CONSOLIDACIÓN DEL ANGLICANISMO: SUPREMACÍA, UNIFORMIDAD LITÚRGICA Y TOLERANCIA RELATIVA (1558–1603)

Por: Rev. Pbro. Manning Maxie Suárez +
Docente Universitario
Email: manningsuarez@gmail.com 
Orcid: www.orcid.org/0000-0003-2740-5748 
Google Académico:
https://scholar.google.es/citations?hl=es&pli=1&user=uDe1ZEsAAAAJ

Resumen

Este ensayo examina, desde una perspectiva histórico-teológica, el papel de Isabel I en la consolidación del anglicanismo como religión oficial del reino inglés. Se analizan cuatro vectores del “arreglo isabelino” de 1559: el Acta de Supremacía, el Acta de Uniformidad, la instauración del Libro de Oración Común con sus rituales, y una política de tolerancia relativa que evitó las formas más extremas de persecución presentes en la Europa contemporánea. Con base en fuentes normativas (estatutos, artículos doctrinales, injunciones reales) y en la historiografía especializada, se argumenta que la “vía media” isabelina fue una solución político-eclesial pragmática que buscó la obediencia cívica y la uniformidad cultual sin imponer una inquisición sistemática, aun cuando a partir de 1570 se intensificó la coerción contra ciertos disensos militantes. El trabajo concluye con implicaciones pastorales para las iglesias del siglo XXI sobre autoridad, liturgia común y tolerancia en sociedades plurales.

Palabras claves: Isabel I; Reforma inglesa; Acta de Supremacía (1559); Acta de Uniformidad (1559); Libro de Oración Común; Artículos de Religión; tolerancia religiosa; anglicanismo; vía media.

Abstract

This essay explores Queen Elizabeth I’s role in consolidating Anglicanism as England’s established religion. It analyzes four pillars of the 1559 Settlement: the Act of Supremacy, the Act of Uniformity, the establishment of the Book of Common Prayer and its rites, and a policy of relative toleration that avoided the most extreme forms of religious persecution then common across Europe. Drawing on statutory sources and leading scholarship, it argues that Elizabeth’s via media prioritized civic obedience and liturgical conformity without instituting a sistematice inquisition, though coercion hardened after 1570 against militant dissent. The essay closes with pastoral implications for twenty-first-century churches on authority, common prayer, and toleration in plural societies.

Keywords: Elizabeth I; English Reformation; Act of Supremacy (1559); Act of Uniformity (1559); Book of Common Prayer; Thirty-Nine Articles; religious toleration; Anglican settlement; via media

Metodología

Análisis histórico-crítico de fuentes normativas del periodo: Acta de Supremacía (1 Eliz. c. 1), Acta de Uniformidad (1 Eliz. c. 2), Injuncciones Reales de 1559, Libro de Oración Común (1559/1552), y los Artículos de Religión (1563/1571), citadas por capítulo/artículo cuando procede.

Revisión de historiografía especializada y comparada sobre reforma y tolerancia en Inglaterra, con atención a la noción de vía media y a los debates sobre coerción y disenso.

Y el enfoque comparativo con la Europa confesional (Francia, Imperio, Países Bajos) para ponderar el grado “relativo” de tolerancia isabelina.

Objetivo general

Caracterizar, en clave teológico-histórica, cómo Isabel I, consolidó el anglicanismo mediante supremacía real, uniformidad litúrgica y una tolerancia relativa, y extraer lecciones pastorales aplicables para la Iglesia del siglo XXI

Objetivos específicos

1.   Describir el contenido y alcance del Acta de Supremacía de 1559.

2.   Explicar la Acta de Uniformidad y el papel del Libro de Oración Común en la conformación del culto.

3.   Evaluar la política de tolerancia relativa y sus límites, especialmente tras 1570.

4.   Sintetizar el impacto eclesiológico del arreglo isabelino y sus resonancias actuales.

Contenido

1. Contexto y problema teológico-político

Al ascender Isabel I en 1558, Inglaterra emergía de oscilaciones religiosas bruscas: el reformismo eduardino (1547–1553) y la restauración católica mariana (1553–1558).

La cuestión no era sólo doctrinal, sino de autoridad eclesial: ¿quién gobierna a la Iglesia en Inglaterra? El reto consistía en asegurar la estabilidad del reino, evitar el faccionalismo y reinsertar a Inglaterra en el concierto europeo sin prolongar persecuciones de masas, como las de María I o las guerras de religión francesas. Isabel optó por un equilibrio entre continuidad institucional y reforma doctrinal moderada: la vía media (Haigh, 1993).3

Hay que señalar que las “oscilaciones” entre el reformismo eduardino y la restauración mariana no sólo reconfiguraron doctrinas y ritos, sino que fracturaron el mapa de lealtades políticas y eclesiales del reino. Bajo Eduardo VI, la aceleración reformista (1549 y 1552, con sendas ediciones del Libro de Oración Común) redefinió la piedad pública y el imaginario sacramental; bajo María I, la reconciliación con Roma (1554), la reimplantación de la jurisdicción pontificia y los procesos por herejía produjeron martirios y exilios que sedimentaron identidades confesionales y redes transnacionales en Frankfurt, Estrasburgo o Ginebra.

A la muerte de María, la cuestión de fondo reaparece con toda su fuerza: ¿la Iglesia en Inglaterra se rige por una supremacía regia de alcance jurisdiccional o por la autoridad papal? La respuesta ya no podía ser meramente doctrinal; debía ser también institucional y geopolítica, capaz de estabilizar el orden civil, contener el faccionalismo y recomponer la posición internacional de Inglaterra sin reabrir un ciclo de persecuciones masivas que desgastara la legitimidad del régimen (Haigh, 1993).3 Cf. (Bray, 1994).(MacCulloch, 1999).1

En ese cruce de exigencias, la “vía media” de Isabel I consistió en un asentamiento jurídico-litúrgico que priorizó la obediencia civil y la conformidad cultual por encima de la inquisición de conciencias: restauró la supremacía de la Corona en términos de “gobernación suprema” (no “cabeza” sacramental), impuso la uniformidad del Libro de Oración Común de 1559 —equilibrando 1549 y 1552—, y desplegó Injuncciones y visitas para modelar hábitos parroquiales, mientras mantenía la continuidad episcopal y evitaba definiciones doctrinales maximalistas; sólo tras la excomunión de 1570 se endureció la coerción por razones de seguridad del Estado.

Más que un programa dogmático cerrado, fue una arquitectura de compromiso que sostuvo la paz religiosa mediante mínimos compartidos de culto y disciplina, suficiente elasticidad teológica para integrar sensibilidades diversas y una prudente delimitación entre jurisdicción civil y autoridad eclesial; esto explica su eficacia estabilizadora y su perdurable huella en la identidad anglicana (Doran, 1994).2 Cf. (Bray, 1994).6 (Collinson, 2007).9 (MacCulloch, 1999).1

2. El Acta de Supremacía (1559): autoridad y jurisdicción

El Acta de Supremacía (1 Eliz. c. 1) restauró a la Corona la “jurisdicción” sobre la Iglesia de Inglaterra, suprimió la autoridad papal en el reino y requirió un juramento de obediencia a oficiales y clero.

Notoriamente, Isabel evitó el título de “Head” y prefirió “Supreme Governor”, fórmula que, junto a las Injuncciones de 1559, permitió un margen de interpretación sobre la teología del ministerio y la relación entre potestas regia y cura animarum (1 Eliz. c. 1; Injuncciones 1559, art. 1–3).

Historiográficamente, se interpreta como un compromiso deliberado para aplacar escrúpulos concienciales y marcar la naturaleza político-jurisdiccional, no sacramental, de la supremacía (MacCulloch, 1999).1

La elección terminológica de “Supreme Governor” frente a “Supreme Head” no fue un detalle semántico, sino una operación teológico-política cuidadosamente calibrada para delimitar la jurisdicción real a lo externo y coactivo de la vida eclesial, sin invadir el ministerio de la Palabra y los sacramentos ni comprometer la confesión de Cristo como única “cabeza” de la Iglesia.

Esa distinción quedó reforzada por las Injuncciones de 1559 y, más tarde, por el Artículo 37, que niega a los príncipes el “ministerio” y les reconoce sólo la cura del orden público de la Iglesia; así se aplacaban escrúpulos de conciencia de conservadores (reticentes ante una “mujer-cabeza” y ante la negación explícita de la autoridad papal) y de protestantes para quienes la única cabeza de la Iglesia es Cristo.

La restauración de la supremacía implicó, además, la deprivación de la mayoría del episcopado mariano que rehusó el juramento y la recomposición del colegio episcopal bajo la Corona, asegurando continuidad institucional a la vez que se quebraba definitivamente el vínculo jurídico con Roma; todo ello se diseñó como un compromiso de alcance jurisdiccional, no sacramental ni doctrinal, concebido para estabilizar el cuerpo político sin imponer un uniformismo de conciencia (MacCulloch, 1999).1 Cf. (Bray, 1994).6 (Doran, 1994).2

En el plano operativo, el Acta facultó a la Corona para emitir comisiones eclesiásticas y practicar “visitations” que inspeccionaran diócesis y parroquias, desarrollándose de ahí un aparato disciplinario (incluida la High Commission) encargado de exigir el juramento a oficiales y clero, corregir abusos y hacer efectiva la obediencia externa al asentamiento religioso.

El régimen prefirió sanciones graduadas y la pérdida de oficios ante las negativas persistentes, reservando el endurecimiento punitivo para escenarios considerados de amenaza al orden (lo que se acentuará tras 1570), en coherencia con una estrategia que buscaba conformidad cultual y obediencia civil más que inquisición sistemática de conciencias.

Así, la supremacía de 1559 articuló una eclesiología nacional “episcopal y regia” donde la potestas regia tutela el bien común de la Iglesia visible, mientras la cura animarum permanece en el ministerio ordenado, constituyendo el pilar jurídico del arreglo isabelino y su duradero equilibrio entre autoridad, liturgia y margen de conciencia (Bray, 1994).6 Cf. (Walsham, 2006).5 (MacCulloch, 1999).1 (Doran, 1994).2

3. La Acta de Uniformidad (1559) y el Libro de Oración Común

La Acta de Uniformidad (1 Eliz. c. 2) impuso el uso del Libro de Oración Común (BCP) revisado en 1559, unificando la liturgia dominical y sacramental en todo el reino. El BCP isabelino reequilibra las ediciones de 1549 y 1552: mantiene el marco protestante de 1552 (por ejemplo, teología de la Cena) pero reincorpora fórmulas de ambigüedad calculada (como la fórmula de administración) para acomodar sensibilidades tradicionales.

La uniformidad del culto —más que la inquisición de creencias— fue el instrumento principal de integración religiosa del régimen (Booty, 1976).7 Cf. (Maltby, 1998).4

Sobre la Acta de Uniformidad de 1559 convirtió el Libro de Oración Común en el eje jurídico de la vida religiosa inglesa al exigir su uso exclusivo en el culto dominical y sacramental, prescribir el leccionario y el idioma vernáculo, y establecer sanciones por inobservancia, incluida la multa por no asistir a los oficios en domingos y fiestas.

El BCP isabelino, textual y ritualmente, buscó una uniformidad integradora: conservó la teología eucarística reformada de 1552, pero reintrodujo elementos de 1549 que permitían un “doble registro” devocional —sobre todo la fórmula compuesta de administración del sacramento— y dejó deliberadamente abierta la cuestión de los “ornamentos” con la conocida Ornaments Rubric, remitiendo a las prescripciones del segundo año de Eduardo VI.

De esta forma, la uniformidad se aseguró menos por definiciones dogmáticas cerradas que por hábitos litúrgicos comunes, verificados por visitas y comisiones, y respaldados por un marco punitivo gradual para ministros y laicos que rehusaran conformarse (Booty, 1976).7 Cf. (Bray, 1994).6

En la práctica parroquial, este dispositivo de uniformidad funcionó como una pedagogía de la oración común que fue moldeando la identidad anglicana en la repetición del rito más que en la persuasión doctrinal directa.

Las comunidades aprendieron a habitar el mismo léxico orante aunque mantuvieran sensibilidades diversas respecto de la presencia eucarística, los ornamentos o la música, y la Corona priorizó esa obediencia externa y la pacificación del espacio público sobre la inquisición de conciencias.

La recepción fue desigual —con resistencias puritanas a las “ambigüedades” y recusancias católicas en determinados focos—, pero el régimen logró, con el BCP y su aplicación disciplinaria, una integración suficiente para estabilizar el reino sin recurrir a persecuciones masivas, consolidando así la “vía media” como un pacto de culto y disciplina compartidos (Maltby, 1998).4 Cf. (MacCulloch, 1999).1 (Bray, 1994).6

4. Ritualidad y disciplina: el peso de las Injuncciones y las Visitationes

Las Injuncciones Reales de 1559 y las visitas episcopales operacionalizaron la uniformidad: exigencia de Biblias y libros litúrgicos en las parroquias, regulación del mobiliario y ornamentos, y vigilancia de la predicación.

El énfasis no recayó en elaborar nuevas teologías sistemáticas, sino en modelar hábitos de oración común y disciplina parroquial, de manera que la identidad anglicana se fraguó performativamente en el culto (Injuncciones 1559, arts. 2, 47; Maltby, 1998).4}

Las Injuncciones Reales de 1559 tradujeron el asentamiento isabelino en prácticas visibles y verificables: exigieron que cada parroquia poseyera una Biblia en inglés “de mayor volumen” y el libro de Homilías, restringieron la predicación a ministros licenciados (quienes no lo estuviesen debían leer las Homilías), ordenaron la catequesis dominical de la niñez en el Padrenuestro, Credo y Mandamientos, y mandaron inventariar bienes y ornamentos para prevenir “supersticiones” (incluida la retirada de imágenes “abusadas”).

Regularon también el espacio y los hábitos del culto: uso de sobrepelliz por el ministro, mesa de comunión “decente” y con mantel, y observancia del Libro de Oración Común en bautismos, matrimonios y la eucaristía, dejando a las visitas la inspección del cumplimiento de la Ornaments Rubric.

Estas disposiciones fueron aplicadas por “visitations” regias iniciales y luego por visitas episcopales periódicas, acompañadas de questionarios o articles of inquiry que escrutaban desde la asistencia dominical hasta la calidad de la predicación y la disciplina sacramental.

En conjunto, articularon un régimen de uniformidad performativa: más que imponer nuevas definiciones dogmáticas, instauraron un “habitus” parroquial común mediante libro, rito, vestidura y supervisión regular (Injuncciones 1559, arts. 2, 47; Bray, 1994).6 Cf. (Booty, 1976).7 (Maltby, 1998).4

La disciplina que acompañó a estas visitas combinó jurisdicción eclesiástica y sanción civil graduada: moniciones, suspensión o excomunión por contumacia en los tribunales diocesanos; y, por la Acta de Uniformidad, la multa de doce peniques por ausencia dominical, con registros parroquiales y presentments de los churchwardens como base probatoria.

La High Commission y las comisiones visitadoras aseguraron la toma de juramentos, la remoción de prácticas ilícitas y la corrección de ministros no conformes, mientras que las Advertisements de 1566 precisaron rubros de indumentaria y predicación, cerrando espacios a la improvisación puritana o a la persistencia de usos tradicionales que contraviniesen el asentamiento.

Este entramado, aplicado con variaciones locales y prudencia política, fue eficaz para producir obediencia externa y una gramática orante compartida: al repetir las mismas oraciones, cantar con “distinción y modestia”, comulgar conforme al rito prescrito y oír sermones regulados, las comunidades interiorizaron una identidad anglicana cotidiana, aun en medio de resistencias puntuales, sin necesidad de una inquisición de conciencias de corte continental (Maltby, 1998).4 Cf. (Walsham, 2006).5 (MacCulloch, 1999).1 (Bray, 1994).6

5. Doctrina: los Artículos de Religión (1563/1571)

Los Treinta y Nueve Artículos, gestados en 1563 y autorizados en 1571, articularon una soteriología reformada y una eclesiología nacional con margen para consensos amplios: Escritura como norma, sacramentos en número de dos “instituidos por Cristo”, rechazo de prácticas consideradas supersticiosas, y una comprensión del ministerio y de la Iglesia que permitía continuidad histórica con reforma doctrinal.

Sirvieron de marco doctrinal a la uniformidad litúrgica, evitando definiciones maximalistas que polarizaran el cuerpo político (Artículos 6, 19, 25, 34; Bray, 1994). 6

Los Artículos trazan un armazón teológico “reformado amplio” que delimita lo esencial sin clausurar matices.

Afirman la suficiencia de la Escritura y distinguen canónicamente los libros apócrifos (Art. 6), confiesan los credos ecuménicos (Art. 8), exponen pecado original, justificación por la fe y buenas obras como fruto y no causa de la justificación (Arts. 9–12), y abordan la predestinación con un tono marcadamente pastoral, advirtiendo contra sus “curiosas y peligrosas” especulaciones (Art. 17).

En materia de autoridad eclesial, sostienen que la Iglesia tiene potestad para decretar ritos y disciplina, pero no para imponer nada contra la Escritura (Art. 20), que los concilios pueden errar (Art. 21), y que nadie predique o administre sacramentos sin legítima vocación (Art. 23). Defienden el uso del vernáculo en la asamblea (Art. 24), regulan las tradiciones locales de culto sin absolutizarlas (Art. 34) y definen la relación con la potestad civil, negando jurisdicción papal e insistiendo en la competencia del magistrado en lo temporal de la Iglesia visible (Art. 37).

Esta plataforma doctrinal, al mismo tiempo confesional y contenida, encuadra la “vía media” al fijar fronteras nítidas frente al romanismo y a los radicalismos, pero con suficiente elasticidad para sostener un consenso nacional (Bray, 1994).6

En sacramentología y eclesiología, los Artículos consolidan el núcleo reformado: reconocen sólo dos sacramentos instituidos por Cristo y califican los “comúnmente llamados” cinco restantes como ritos útiles pero no sacramentos del Evangelio (Art. 25); niegan la transubstanciación y la adoración de las especies, afirman la comunión del cuerpo de Cristo por la fe y que los inicuos no lo reciben en la Cena (Arts. 28–29), y recalcan el carácter único y suficiente del sacrificio de Cristo (Art. 31).

Rechazan purgatorio, indulgencias, culto a imágenes y a los santos como “vainas” sin fundamento escriturario (Art. 22), permiten el matrimonio del clero (Art. 32), y ordenan la disciplina de la excomunión (Art. 33).

A la vez, anclan la vida común en instrumentos pedagógicos oficiales —las Homilías (Art. 35)—, legitiman las ordenaciones según los ritos de la Iglesia de Inglaterra (Art. 36) y definen la Iglesia visible como congregación donde se predica la Palabra y se administran debidamente los sacramentos (Art. 19).

En conjunto, ofrecieron el marco de lectura doctrinal del Libro de Oración Común y el fundamento para las suscripciones clericales de 1571, promoviendo uniformidad cultual y cohesión política sin imponer definiciones maximalistas (Bray, 1994).6

6. Tolerancia relativa y límites de la coerción

Comparada con la Europa de las guerras de religión, la política isabelina optó por la conformidad cultual y el pago de multas antes que por purgas masivas. La “tolerancia” fue cívica y condicionada: quienes asistían al culto oficial y evitaban actividades subversivas podían permanecer en la comunidad política.

Tras la bula Regnans in Excelsis (1570), que excomulgó a la reina y alentó la desobediencia, la Corona endureció medidas contra sacerdotes misioneros y recusantes militantes, aunque el objetivo seguía siendo la seguridad del Estado, no un exterminio confesional. La etiqueta “tolerancia relativa” subraya que hubo coerción, pero se evitó la violencia indiscriminada típica de escenarios franceses o de los Países Bajos (Pío V, 1570).8 Cf. (1–3; Walsham, 2006).5

Antes de 1570, la “tolerancia” isabelina funcionó como una tolerancia cívica condicionada: se exigía la obediencia visible al asentamiento —asistencia dominical conforme al BCP y abstención de actos públicos contrarios—, mientras se dejaba en la esfera privada un margen de conciencia no escrutado sistemáticamente.

La sanción típica por inasistencia era pecuniaria (doce peniques por domingo según la Acta de Uniformidad), aplicada con variaciones locales por jueces de paz y visitadores, a menudo con componendas o dispensas tácitas.

De ahí el fenómeno de los “church papists”, católicos que acudían al oficio parroquial para evitar multas sin renunciar a su lealtad interior a Roma, y de puritanos conformistas que soportaban ornamentos o fórmulas ambiguas por razones de paz eclesial.

Más que depurar el reino de disidentes, el régimen buscó civilizar el espacio público mediante un repertorio común de culto y la penalización de la desobediencia ostensible, estrategia pragmática para preservar el orden y evitar las espirales de violencia vistas en Francia o en los Países Bajos (Haigh, 1993).3 Cf. (Walsham, 2006).5 (MacCulloch, 1999).1

Tras la sublevación del Norte (1569) y la bula Regnans in Excelsis (1570), la política viró hacia una coerción selectiva centrada en la seguridad del Estado: el Treason Act de 1571 criminalizó la difusión de bulas papales; el Act de 1581 elevó drásticamente las multas por recusancia (hasta 20 libras mensuales) y castigó oír misa; el Act de 1585 tipificó como alta traición la presencia de jesuitas y “seminary priests”, y penalizó su amparo, y en 1593 se restringió la movilidad de recusantes.

En el contexto de complots (Ridolfi, Throckmorton, Babington), de la misión jesuítica (desde 1580) y de la Armada (1588), un número considerable de sacerdotes fue ejecutado por traición y muchos laicos sufrieron encarcelamientos y ruina por multas, aunque la Corona siguió prefiriendo la composición económica y la conformidad externa para la mayoría.

La coerción no se dirigió sólo a católicos: también alcanzó a disidentes protestantes radicales (p. ej., medidas contra “sectarios” y separatistas en 1593), confirmando que el objetivo era sostener el marco de uniformidad más que imponer una ortodoxia inquisitorial.

En suma, fue una “tolerancia relativa”: real y limitada, con sufrimiento y represión selectiva, pero sin purgas generalizadas ni masacres de Estado, al servicio de un orden político-religioso que priorizaba la paz civil y la liturgia común (Walsham, 2006).5 Cf. (MacCulloch, 1999).1 (Collinson, 2007).9

7. La “vía media” como proyecto eclesial

El arreglo isabelino ha sido descrito como una “vía media” entre Ginebra y Trento. Más que una síntesis doctrinal perfectamente acabada, fue un marco jurídico-litúrgico que posibilitó la coexistencia de matices dentro de una obediencia común: oración común, predicación regulada y autoridad real moderada por estructuras episcopales.

Este diseño facilitó una identidad nacional con elasticidad teológica, capaz de contener puritanos conformistas, humanistas erasmianos y laicos de sensibilidad tradicional (Collinson, 2007).9

El arreglo isabelino, establecido entre 1559 y 1563, surgió como una solución pragmática para poner fin a décadas de profunda inestabilidad religiosa en Inglaterra, dividida entre católicos y protestantes tras los reinados de Enrique VIII, Eduardo VI y María I. Más que una síntesis doctrinal perfectamente acabada, la "vía media" fue un marco jurídico-litúrgico diseñado para permitir la coexistencia de matices teológicos dentro de una obediencia común y evitar la persecución religiosa.

Sus pilares fueron el Acta de Supremacía de 1559, que restableció a la monarca como Gobernadora Suprema de la Iglesia de Inglaterra, rompiendo nuevamente con Roma, y el Acta de Uniformidad de 1559, que reintrodujo una versión modificada del Libro de Oración Común.

Este libro, de un tono deliberadamente ambiguo, buscaba ser aceptable tanto para aquellos con inclinaciones protestantes como para los de sensibilidad más tradicional, permitiendo cierta latitud en la interpretación de la Eucaristía y el uso de vestimentas sacerdotales tradicionales. (MacCulloch, D. (1999).1 Cf. Doran, S. (1994).2

Este diseño facilitó una identidad nacional con una notable elasticidad teológica, albergando a grupos tan diversos como puritanos conformistas, humanistas erasmianos y laicos de sensibilidad católica tradicional, sin exigir una uniformidad doctrinal estricta.

La Reina Isabel I, buscando la unidad y la tolerancia, no pretendía "abrir ventanas en el alma de los hombres", enfocándose más en la conformidad externa que en la pureza teológica interna. Doran, S. (1994).2 Cf. Haigh, C. (1993).3

La consolidación de esta "vía media" se reforzó con las 57 Injunctions Reales y, posteriormente, con los Treinta y Nueve Artículos de 1571, una declaración doctrinal que buscaba un camino intermedio entre las doctrinas reformadas y luteranas, definiendo la posición de la Iglesia de Inglaterra sin ser un compendio exhaustivo de la fe cristiana. (MacCulloch, D. (1999).1 Cf. Haigh, C. (1993).3  

Aunque el arreglo no eliminó por completo las disputas religiosas y enfrentó resistencia, logrando su aprobación parlamentaria por un margen estrecho, sentó las bases para el anglicanismo, una iglesia que se describía a sí misma como "protestante en doctrina, católica en apariencia". (MacCulloch, D. (1999).1 Cf. Doran, S. (1994).2

8. Debates historiográficos recientes

La historiografía ha matizado lecturas triunfalistas. Por ejemplo: Haigh subraya la persistencia de religiosidades locales y la lenta interiorización del anglicanismo; Otros como Maltby destaca la agencia parroquial en la recepción del BCP; Doran recalca el pragmatismo político de Isabel; Walsham complejiza la categoría de “tolerancia”, evidenciando una cultura de disciplinamiento que convivió con la evitación de crueldades indiscriminadas.

La consolidación, por tanto, fue un proceso más que un acto, y combinó convicción, cálculo y hábito litúrgico (Haigh, 1993).3; Cf.  (Doran, 1994).2; (Maltby, 1998).4; (Walsham, 2006).5

La historiografía reciente ha revisado significativamente las interpretaciones triunfalistas sobre la consolidación del anglicanismo en Inglaterra, revelando un proceso mucho más complejo y gradual de lo que se había asumido previamente.

Autores como Christopher Haigh han enfatizado la persistencia de religiosidades locales profundamente arraigadas, sugiriendo que la interiorización del anglicanismo oficial fue un fenómeno lento y no siempre uniforme. En esta misma línea, Judith Maltby ha destacado la activa "agencia parroquial", mostrando cómo las comunidades locales no fueron meros receptores pasivos de las directrices religiosas, sino que interpretaron y adaptaron el Libro de Oración Común (BCP) de maneras diversas.

Por su parte, Susan Doran ha subrayado el pragmatismo político de Isabel I en la implementación de la reforma religiosa, indicando que las decisiones no siempre estuvieron motivadas puramente por convicciones teológicas, sino también por la necesidad de estabilidad y control político.

Esta perspectiva matizada demuestra que la consolidación del anglicanismo no fue un acto singular y decisivo, sino un proceso prolongado que entrelazó múltiples factores. Implicó una combinación de genuina convicción religiosa por parte de algunos, un cálculo político estratégico por parte de la monarquía y la élite, y la lenta pero efectiva fuerza del hábito litúrgico que, a través de la repetición de ritos y prácticas, fue moldeando la identidad religiosa de la población.

Alexandra Walsham, al complejizar la noción de "tolerancia", ha revelado que, si bien se evitaban crueldades indiscriminadas en comparación con otros contextos europeos, existía una cultura de disciplinamiento social y religioso que, aunque no siempre violenta, buscaba conformar a la población a las nuevas normas, evidenciando así la naturaleza multifacética de esta transformación histórica.

9. Impacto eclesiológico y relevancia contemporánea

El legado isabelino sugiere que la estabilidad eclesial en contextos plurales se sostiene más en marcos comunes de oración y disciplina que en uniformidades doctrinales exhaustivas.

Asimismo, distingue entre la jurisdicción civil sobre lo eclesial visible y la libertad de conciencia, buscando prudencia pastoral y paz cívica; una lección pertinente para iglesias que hoy dialogan con Estados seculares y sociedades diversas (MacCulloch, 1999).1

El legado eclesiológico del periodo isabelino ofrece una profunda reflexión sobre cómo la estabilidad de una iglesia puede sostenerse en contextos de pluralidad, un desafío constante en la historia y particularmente relevante hoy.

La experiencia de la Iglesia de Inglaterra bajo Isabel I sugiere que la cohesión no necesariamente emana de una uniformidad doctrinal exhaustiva e inflexible, sino más bien de la adopción de marcos comunes de oración y disciplina.

Esta aproximación pragmática permitió acomodar diversas sensibilidades teológicas dentro de una estructura eclesial unificada, priorizando la práctica litúrgica compartida y una gobernanza eclesiástica clara por encima de la imposición de cada detalle dogmático. Este modelo, aunque surgido de un contexto específico, resalta la importancia de la liturgia y la disciplina como elementos aglutinadores capaces de trascender diferencias doctrinales, fomentando una unidad funcional sin anular por completo la diversidad de creencias individuales.

Además, la política isabelina estableció una distinción crucial entre la jurisdicción civil sobre los aspectos visibles y organizativos de la Iglesia y la esfera de la libertad de conciencia individual.

Esta separación, aunque no siempre perfecta en la práctica, reflejó una búsqueda de prudencia pastoral y paz cívica, reconociendo los límites del poder estatal en asuntos de fe profunda mientras se aseguraba el orden público y la lealtad.

Para las iglesias contemporáneas que operan en Estados seculares y sociedades cada vez más diversas, esta lección es de inmensa pertinencia.

El modelo isabelino sugiere que es posible mantener una identidad eclesial y una misión espiritual al tiempo que se dialoga constructivamente con el poder civil y se respeta la pluralidad de convicciones, evitando tanto la imposición teocrática como la disolución completa de la identidad religiosa en el ámbito público.

10. Conclusiones para la vida de la Iglesia del siglo XXI

Siguiendo con esta reflexión y análisis histórico-crítico de fuentes normativas del periodo, te comparto los siguientes aportes como conclusiones:

1. La Autoridad servicial y limitada: La noción de “gobernación suprema” como jurisdicción política y no sacramental enseña a distinguir competencias y a evitar clericalismos o cesaropapismos contemporáneos (1 Eliz. c. 1; Doran, 1994).2

2. La Liturgia común como escuela de comunión: Un léxico orante compartido —aun con sensibilidades diversas— forma unidad práctica y caridad, mejor que disputas interminables sobre matices no esenciales (BCP 1559; Maltby, 1998).4   Además de esto, estar abiertos a otras realidades socioculturales en el mundo que comparten estas creencias pero que tienen formas de adoración que son auténticas y son propias de su expresión diaria.

3. La Tolerancia robusta con límites claros: La “tolerancia relativa” de Isabel invita a cultivar espacios de hospitalidad y desacuerdo, a la vez que se protegen el bien común y la no violencia; diálogo sí, connivencia con la incitación al odio, no (Walsham, 2006).5

4. La Prudencia pastoral ante la polarización: En épocas de radicalismos, optar por normas mínimas compartidas y una disciplina proporcionada puede preservar la misión y la paz eclesial (Collinson, 2007).9

5. La Formación en historia para discernir: Conocer la complejidad del arreglo isabelino vacuna contra simplismos y capacita a líderes y comunidades para discernimientos graduales y encarnados (Haigh, 1993).3 Cf. (Doran, 1994).2

En síntesis, la experiencia isabelina orienta a las iglesias del siglo XXI a ejercer una autoridad servicial y jurídicamente delimitada que respete la distinción entre competencias civiles y eclesiales; a cultivar una liturgia común como gramática compartida de comunión que prevenga guerras de matices; a practicar una tolerancia robusta que acoja el disenso sin transigir con la incitación al odio ni con amenazas al bien común; a responder a la polarización con normas mínimas compartidas y disciplina proporcionada antes que con maximalismos identitarios; y a formar líderes y comunidades en historia para discernimientos graduales, encarnados y prudentes en sociedades plurales.

Referencias bibliográficas (formato APA, numeración ascendente)

1.   MacCulloch, D. (1999). The Later Reformation in England, 1547–1603. Palgrave Macmillan.

2.   Doran, S. (1994). Elizabeth I and Religion, 1558–1603. Routledge.

3.   Haigh, C. (1993). English Reformations: Religion, Politics, and Society under the Tudors. Oxford University Press.

4.   Maltby, J. (1998). Prayer Book and People in Elizabethan and Early Stuart England. Cambridge University Press.

5.   Walsham, A. (2006). Charitable Hatred: Tolerance and Intolerance in England, 1500–1700. Cambridge University Press.

6.   Bray, G. (Ed.). (1994). Documents of the English Reformation (rev. ed.). James Clarke & Co.

7.   Booty, J. E. (Ed.). (1976). The Book of Common Prayer 1559: The Elizabethan Prayer Book. University Press of Virginia.

8.   Pius V. (1570). Regnans in Excelsis. In Acta Apostolicae Sedis / Archivo de la Santa Sede (ediciones y transcripciones disponibles). Ciudad del Vaticano.

9.   Collinson, P. (2007). The Elizabethan Puritan Movement (new ed.). Oxford University Press.