José María Castillo S.
www.religiondigital.com/070315
El Papa Francisco
El profesor Alvaro
Restrepo, jesuita colombiano, compañero mío en los años de estudio en la
universidad Gregoriana de Roma, escribió esto en el Anuario de los jesuitas del
año 2014: "El Vaticano es una isla. Por eso, cuando tanta gente de buena
voluntad dice que la Iglesia necesita un buen Papa, no se refiere a que el
nuevo Pontífice sea conservador o progresista, de derechas o de
izquierdas".
Y añadía: "Lo
que importa es que sea un hombre libre y decidido. Necesita un hombre tan
apasionado por el Evangelio, que desconcierte a todos cuantos en el papado
buscan un hombre de poder y mando. El Papa debe resultar desconcertante. El
día en que el Vaticano sea el "punto de encuentro" de todos los que
sufren, ese día la Iglesia habrá encontrado el buen Papa que necesita"
(José María Castillo antes de la elección del Papa Francisco)".
Han transcurrido dos años desde el día en que el jesuita Jorge Mario
Bergoglio fue elegido para suceder al dimitido Benedicto XVI. Y todo el
mundo está viendo que el nuevo papa no se ajusta al modelo convencional y
tradicional de ejercer el papado que se había impuesto en la Iglesia desde
tiempo inmemorial.
Como es lógico,
cuando se produce un cambio tan importante, en una institución tan enorme como
la Iglesia, hay gente que está de acuerdo con el cambio. De la misma manera que
hay también muchísimas personas que no están de acuerdo con ese cambio. En
cualquier caso, hay algo que resulta incuestionable. Me refiero a que, si el
papa Francisco dura unos años más, y si logra configurar el número de
cardenales electores de forma que el futuro papa prolongue las incipientes
reformas, que Francisco está poniendo en marcha, lo más seguro es que la
Iglesia que tenemos, dentro de una o dos décadas, será muy distinta de como es
ahora mismo.
No se trata de que,
ni este papa ni los que vengan después, vayan a cambiar lo que ningún papa
puede cambiar. Un papa no puede modificar a su antojo los dogmas de fe, las
verdades de "fe divina y católica", sobre las que descansa la
estabilidad y el ser mismo de la Iglesia. Eso no va a suceder. Pero lo que sí
sucede es que en la Iglesia hay mucha gente que, por ignorancia o por
fanatismo, piensa que son dogmas de fe muchas cosas que no lo son. Y si se
trata de cosas que no son dogmas de fe, un papa las puede cambiar. Todo lo
que son costumbres, tradiciones (no la "Tradición"), normas,
cuestiones jurídicas y legales, etc, etc, un papa puede modificarlas. Y algunas
(o bastantes) de ellas, no sólo "puede", sino que "debe"
hacer lo que esté a su alcance, en los asuntos que van a redundar en bien para
la Iglesia y para muchas gentes en el mundo.
Por poner un
ejemplo. Puede ocurrir que un papa sea menos "teológico-especulativo"
que sus antecesores. Pero, si ese déficit se suple con el hecho de que el papa
es más "pastoral-cercano" a la gente, sobre todo a la gente sencilla
(enfermos, ancianos, niños, pobres...), ¿por qué vamos a hacer un problema de
semejante cambio en la forma de ejercer el papado? Es más, ¿no se podría pensar
que un papa cercano a los más sencillos y gente humilde es, por eso mismo, un
hombre evangélico? ¿Y nos vamos a escandalizar de eso? Es más, ¿se puede
asegurar tranquilamente que Jesús -el Jesús que presentan los evangelios - no
hizo teología? Lo que pasa es que en el Nuevo Testamento nos encontramos con dos
modos (o modelos) de hacer teología. Una cosa es la "teología
especulativa" de Pablo. Y otra cosa es la "teología narrativa"
de los evangelios.
Esto supuesto, lo
que está ocurriendo ahora mismo en la Iglesia es que el papa Francisco está
recuperando, con su sencilla espontaneidad y su forma de vivir, la fuerza
enorme que tiene el relato (la teología narrativa).
Sobre todo cuando
ese relato responde a los anhelos, carencias, necesidades y búsquedas de la
gente más sencilla, la que no sabe de teologías ni alcanza a seguir las
especulaciones de los grandes maestros del pensamiento.
Pues bien, como es
lógico, lo que acabo de apuntar tiene tantas y tantas aplicaciones a lo que
viene ocurriendo en la Iglesia y en el mundo, que resulta imposible abarcar
todas las consecuencias que de lo dicho se siguen. Por eso, yo me voy a limitar
a una de esas posibles consecuencias. Porque me parece que así tocamos uno de
los temas más importantes (y más urgentes) en el empeño por renovar la
Iglesia. Me refiero al tema de la
"sinodalidad de la Iglesia".
Y es que, en los
ambientes cercanos a la Curia Vaticana, se habla ahora con frecuencia de un
proyecto capital que está resultando determinante en el gobierno de la Iglesia,
tal como lo entiende el papa Francisco. Se trata de la "reforma del
papado" o, para decirlo con más precisión, de la llamada "conversión
del papado" (Marco Politi, Francesco
tra i lupi. Il segreto di una rivoluzione, Bari, Laterza, 2014, 146). Esta
reforma tendrá, como componente esencial, el proyecto de recuperar para el
gobierno de la Iglesia, la "sinodalidad". Así lo había ya indicado el
mismo Francisco en la entrevista que concedió al director de "la Civiltà
Cattolica" (19. 09. 2013).
¿Qué es una Iglesia sinodal? Como es bien
sabido, esta expresión no se refiere al hecho de que, cada dos años, el papa
convoque un sínodo en Roma para debatir un tema teológico más o menos
importante. "Iglesia sinodal"
fue la Iglesia de los siglos III al IX, que estuvo gobernada de tal manera que
las Iglesias locales (o nacionales) se auto-gobernaban por sí mismas mediante
los sínodos o concilios locales o nacionales. Sínodos que eran presididos
por los obispos de cada región o de cada país. La teología de esta forma de
gobierno de la Iglesia fue sabiamente formulada por san Isidoro de Sevilla en
el Ordo de celebrando concilio, redactado por el mismo Isidoro, para el
IV concilio de Toledo (a. 633), un texto que tuvo una amplia difusión en
Occidente (Y. Congar, L'ecclésiologie du Haut
Moyen-Age, Paris, Cerf, 1968, 131-138).
Es más, sabemos que
hubo obispos y teólogos, ampliamente reconocidos en la Iglesia de aquellos
siglos, como es el caso de Hinkmaro, Benedictus Levita o el autor de las
Seudo-Decretales, para quienes el papa incluso estaba obligado a observar
los cánones de los sínodos y a ejercer su autoridad de acuerdo con las
decisiones de dichos sínodos (K. F. Morrison, The two
Kingdoms. Ecclesiology in Carolingian political thought, Princeton, 1964,
71-98).
Lo que acabo de
indicar puede parecer extraño o incluso escandaloso a no pocos católicos, que
sólo conocen de la Iglesia y del papado lo que se ve y se oye en los últimos
tiempos. Pero las cosas no fueron siempre así.
Voy a poner un solo ejemplo que es elocuente
por sí mismo. En el otoño del año 254, el gran obispo de Cartago, que fue san
Cipriano, tuvo que resolver, en un sínodo, reunido en el mismo Cartago, el
problema que habían planteado los fieles de tres diócesis españolas. Se trataba
de las diócesis de León, Astorga y Mérida. En estas diócesis, los
obispos habían flaqueado en la persecución de Diocleciano. Los tres prelados no
habían confesado su fe y, ante tal cobardía, las comunidades los habían
depuesto de sus cargos. Uno de estos obispos, un tal Basílides, acudió a Roma,
al papa Esteban, seguramente con una información no del todo objetiva. El papa
lo repuso en su cargo. Lo que indignó a los fieles, que acudieron a Cipriano.
Éste reunió un
concilio local para resolver el asunto. La resolución está perfectamente
documentada y nos ha llegado en la carta 67 de Cipriano, que además está
firmada por los 37 obispos que asistieron al concilio. Parece, por tanto, esta
forma de gobierno de la Iglesia estaba ya bastante extendida y aceptada en el
s. III.
Así las cosas, lo
que aquí interesa es saber que la carta sinodal de aquel concilio de Cartago
afirma tres cosas:
1) El pueblo tiene
poder para elegir a sus ministros, concretamente al obispo (Cipriano, Epist. 67, IV, 1-2).
2) El pueblo tiene
poder para quitar al obispo cuando éste se comporta de manera indigna (Cipriano, Epist. 67, III, 2).
3) El recurso a Roma
no debe cambiar la situación, porque ese recurso se ha hecho sin atenerse a la
verdad y sinceridad que requieren estas decisiones (Cipriano,
Epist. 67, V, 3) (cf. José M. Castillo, La
alternativa cristiana, Salamanca, Sígueme, 1978, 192-193).
Es evidente que todo
esto indica una mentalidad según la cual la Iglesia tenía su centro, más en la
comunidad del pueblo creyente, que en el clero y en la jerarquía. Es importante
saber que, en el tiempo de los Padres y en toda la alta Edad Media, los sínodos
repetían frecuentemente el criterio que formuló el papa Celestino I: "nullus invitis detur episcopus": "ningún
obispo se les imponga a quienes no lo aceptan". Para nombrar a un
obispo se requería la aceptación y el deseo del clero y del pueblo: "Cleri, plebis et ordinis, consensus ac
desiderium requiratur" (Celestino I, Epist. IV,
5. PL 50, 434 B). Y conste que este criterio estuvo en vigor hasta
el s. XI, como consta en el Decreto de Graciano (c.
13, D. LXI. Friedberg, 231. Cf. J. A. Estrada, La identidad de los laicos,
Madrid, Cristiandad, 1990, 128).
Por supuesto, la
Iglesia nunca perdió la idea y el sentimiento del primado papal. De forma que
el obispo de Roma intervenía en la solución de los asuntos más graves o que no
podían decidirse a nivel local. Además, siempre se tuvo el convencimiento según
el cual "el papa tiene la autoridad de Pedro si tiene la fe, la
justicia y las costumbres de Pedro". Una convicción mantenida y
difundida por los papas, obispos y teólogos del Alto Medievo (Y. Congar, o. c., 162-163).
A partir de estos
criterios, y mediante eta forma de gobierno, la Iglesia de aquellos siglos se
mantuvo fiel a la fe en Jesús el Señor, fiel al Evangelio y fiel a su misión en
el mundo. Y mientras se mantuvo así, pudo influir decisivamente en la cultura,
en las costumbres y en la vida de los pueblos y las gentes de aquellos tiempos.
Fue una Iglesia que
tuvo una presencia y una fuerza que hoy ya no tiene. Una presencia y una
fuerza que el papa Francisco quiere, a toda costa, recuperar. No para ganar
poder y prestigio, sino para ayudar a humanizar el "mundo desbocado"
(A. Giddens) que tenemos en este momento.