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Bolivia, laboratorio de una nueva ‎estrategia de desestabilización


Thierry Meyssan

La prensa internacional nos relata con parsimonia los acontecimientos de Bolivia. ‎Describe el derrocamiento del presidente Evo Morales, señala que es un enésimo golpe ‎en la historia de ese país, pero no logra entender lo que realmente sucede. No percibe ‎el surgimiento de una nueva fuerza política, hasta ahora desconocida en Latinoamérica. ‎Thierry Meyssan señala que si las autoridades religiosas del continente no asumen ‎inmediatamente sus responsabilidades, nada podrá impedir la propagación del caos.‎

El 14 de octubre de 2019, el presidente Evo Morales anunciaba, en entrevista concedida a la ‎televisora GigaVisión, que tenía en su poder grabaciones que demostraban que personalidades de ‎la extrema derecha y ex militares estaban preparando un golpe de Estado en previsión de que ‎él volviera a ganar la elección presidencial [1].‎

Pero lo que sucedió no fue un golpe de Estado militar sino el derrocamiento del presidente ‎constitucional. Nada permite pensar que el nuevo régimen sea capaz de estabilizar el país. ‎Estamos viendo el inicio de un periodo de caos. ‎

Los motines iniciados el 21 de octubre, y que llevaron al presidente y al vicepresidente de la ‎República, a la presidente del Senado, al presidente de la Cámara de Diputados y al vicepresidente ‎del Senado a dimitir uno tras otro, no cesaron con la entronización de Jeanine Áñez, la segunda ‎vicepresidente del Senado, el 12 de noviembre. El partido político de la señora Áñez, el ‎Movimiento Demócrata Social, sólo cuenta con 4 diputados y senadores de un total de 130. Y ‎su decisión de instaurar un nuevo gobierno sin representantes de los pueblos originarios (pueblos ‎que los occidentales llamarían “indígenas”) llevó a los miembros de esos grupos étnicos a lanzarse ‎a las calles, en lugar de los grupos de matones que habían sacado del poder al gobierno del ‎presidente Evo Morales. ‎

Mientras la violencia interétnica se propaga por todo el país, la prensa boliviana publica relatos ‎sobre las humillaciones públicas, las violaciones y el diario conteo de manifestantes muertos ‎a manos de la policía y el ejército. ‎

Si bien es evidente que el ejército está respaldando a la nueva “presidenta” Áñez, nadie sabe ‎exactamente quién sacó del poder al presidente Evo Morales y se estima que pudo ser tanto una ‎facción local como una transnacional o ambas. La reciente anulación de un megacontrato para la ‎explotación del litio boliviano puede significar que algún competidor invirtió en el derrocamiento ‎del presidente Evo Morales. ‎

Lo único seguro es que Estados Unidos se alegra del giro que han tomado los acontecimientos, ‎pero es posible que Washington no haya intervenido para provocarlos, aunque ciudadanos y ‎funcionarios estadounidenses están probablemente implicados, como indicó el director del SVR ‎‎[2] ‎ruso, Serguei Narichkin.‎

La publicación de una conversación entre la nueva ministra colombiana de Exteriores, Claudia ‎Blum, y el embajador de Colombia en Estados Unidos, Francisco Santos –conversación grabada ‎en un café de Washington– no deja lugar a dudas [3]: el secretario de Estado ‎estadounidense, Mike Pompeo, se opone actualmente a toda intervención en Latinoamérica; ‎abandona al individuo que se autoproclamó presidente de Venezuela, Juan Guaidó, lo cual ‎inquieta al antivenezolano gobierno de Colombia, y rechaza todo contacto con los numerosos ‎aprendices golpistas latinoamericanos. ‎
Esto nos muestra que la nominación de Elliot Abrams como representante especial de ‎Estados Unidos en Latinoamérica no sólo fue una concesión a cambio del cierre de la ‎investigación del fiscal Robert Mueller sobre la supuesta «trama rusa» [4] sino también una astucia para acabar con la influencia de los neoconservadores en la ‎administración estadounidense. El “diplomático” Abrams se portó tan mal y cometió tantos ‎errores que destruyó en unos meses toda esperanza de intervención imperialista estadounidense ‎en Latinoamérica. ‎

En todo caso, el Departamento de Estado es actualmente una zona de desastre: los altos ‎diplomáticos desfilan uno tras otro por el Capitolio para prestar testimonio contra el presidente ‎Donald Trump ante la comisión de la Cámara de Representantes encargada de destituirlo. ‎

Pero, si la administración Trump no está orquestando lo que sucede en Latinoamérica, ¿quién ‎está haciéndolo? Todo indica que aún no han desaparecido las redes que la CIA instauró en ese ‎continente en los años 1950-1970. Cuarenta años después, esas redes siguen existiendo en ‎numerosos países latinoamericanos y logran actuar por sí mismas con un mínimo de respaldo ‎externo. ‎
Las sombras del pasado
Cuando Estados Unidos decidió iniciar contra la URSS su estrategia de containment, el primer ‎director de la CIA, Allen Dulles, y su hermano, el secretario de Estado John Foster Dulles, ‎reciclaron numerosos líderes de las milicias ultranacionalistas creadas por las potencias del Eje ‎utilizándolos en la lucha contra los partidos comunistas. Esos elementos, previamente evacuados ‎por Estados Unidos de los países donde habían perpetrado numerosos crímenes durante la ‎Segunda Guerra Mundial, fueron agrupados en el seno de la Liga Anticomunista Mundial (WACL, ‎siglas en inglés) [5], la cual ‎organizó en Latinoamérica el «Plan Cóndor» [6], una estructura de cooperación entre los regímenes proestadounidenses ‎de Latinoamérica para secuestrar y asesinar líderes revolucionarios en cualquier país donde ‎buscaran refugio. ‎

Fue así como, después de haber participado en el golpe militar que instaló en la presidencia ‎de Bolivia al general René Barrientos, en 1964, el general Alfredo Ovando puso la búsqueda del ‎Che Guevara, en 1966, en manos del nazi Klaus Barbie, quien había sido jefe de la Gestapo en la ‎ciudad francesa de Lyon. Después de ser capturado por el ejército boliviano, Guevara fue ‎asesinado a sangre fría, por orden del dictador Barrientos, en 1967. ‎

Bajo las dictaduras de los generales bolivianos Hugo Banzer (1971-1978) y Luis García Meza ‎‎(1980-1981), el nazi fugitivo Klaus Barbie –conocido en Francia como “el Carnicero de Lyon”– y ‎el neofascista italiano Stefano Delle Chiaie –miembro del Gladio italiano que había organizado ‎en 1970 el fallido golpe de Estado del príncipe Borghese en Italia– trabajaron juntos en la ‎restructuración de la policía y de los servicios secretos bolivianos. ‎

Sin embargo, después de la dimisión del presidente estadounidense Richard Nixon, en 1974, ya ‎se había iniciado en Estados Unidos la ola de revelaciones de las comisiones Church, Pike ‎y Rockefeller sobre las actividades secretas de la CIA. El público vio solamente la espuma de ‎esa ola, pero hasta eso era demasiado. En 1977, el presidente James Carter nombraba director ‎de la CIA al almirante Stansfield Turner, ordenándole sacar de la agencia a los colaboradores que ‎habían trabajado para el Eje nazi-fascista y convertir las dictaduras proestadounidenses en ‎‎«democracias». Así que cabe preguntarse, ¿cómo pudieron entonces el nazi alemán Klaus ‎Barbie y el neofascista italiano Stefano Delle Chiaie convertirse en supervisores de la represión ‎en Bolivia hasta agosto de 1981? ‎

Es evidente que habían logrado organizar la sociedad boliviana de una manera que les permitía ‎no depender del apoyo de Washington y de la CIA. Les bastaban el discreto respaldo de algunos ‎funcionarios estadounidenses y el dinero de un grupo de transnacionales. Los golpistas de 2019 ‎han actuado probablemente de la misma manera. ‎

Durante el periodo de la lucha anticomunista, Klaus Barbie había facilitado la instalación ‎en Bolivia de numerosos fugitivos croatas ustachis que antes lo habían ayudado a él a huir ‎de Europa [7]. ‎Creada en 1929, la organización de los ustachis reivindicaba ante todo una identidad católica ‎croata y contó con el apoyo del Vaticano para luchar contra la URSS. Después de la Primera ‎Guerra Mundial y antes del inicio de la Segunda, los ustachis perpetraron numerosos asesinatos ‎políticos, como el atentado que costó la vida al rey ortodoxo Alejandro I de Yugoslavia durante ‎una visita en Francia. Durante la Segunda Guerra Mundial, los ustachis se aliaron a los ‎fascistas y a los nazis y perpetraron masacres contra los cristianos ortodoxos pero enrolaron a ‎musulmanes. En total contradicción con el cristianismo original, los ustachis promovieron una visión ‎racialista del mundo, según la cual los eslavos y los judíos no pueden ser considerados ‎enteramente humanos [8]. ‎

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, los ustachis huyeron de Europa hacia Argentina, ‎donde fueron acogidos por el general Juan Domingo Perón. Pero algunos rechazaron ‎el peronismo y prefirieron volver a emigrar. Fueron por consiguiente los más recalcitrantes ‎los que emigraron a Bolivia [9].‎
Los ustachis en Bolivia
Ya se sabe que las razones éticas no son motivo suficiente para que la CIA acepte renunciar a un ‎arma. Así que no hay que sorprenderse de que los colaboradores que la administración Carter había ‎expulsado de esa agencia estadounidense hayan colaborado después con el vicepresidente de ‎Ronald Reagan y ex director de la CIA‎, George Bush padre. Algunos de ellos formaron el ‎“Antibolchevik Bloc of Nations” [10]. Esos elementos eran principalmente ucranianos [11] e individuos ‎provenientes de los países bálticos [12] y ‎de Croacia. Todos esos criminales de guerra están hoy en el poder.‎

Los ustachis bolivianos se han mantenido vinculados a sus correligionarios en Croacia, ‎principalmente durante la guerra de 1991-1995, donde apoyaron al partido cristiano-demócrata ‎‎(HDZ) de Franjo Tudman. ‎

En Bolivia, esos elementos crearon la “Unión Juvenil Cruceñista”, una milicia conocida por sus ‎incursiones violentas y asesinatos de miembros del pueblo originario aymara. Uno de los antiguos ‎jefes de la Unión Juvenil Cruceñista, el abogado y hombre de negocios Luis Fernando Camacho, ‎preside actualmente el Comité Cívico Pro Santa Cruz y dirige abiertamente a los matones que ‎expulsaron del país al presidente Evo Morales, miembro de la etnia aymara. ‎

Al mismo tiempo, parece que el nuevo comandante de las fuerzas terrestres de Bolivia, el general ‎Iván Patricio Inchausti Rioja, es de origen croata. En todo caso, es ese general quien dirige ‎actualmente la represión contra la resistencia de los pueblos originarios, luego de haber recibido ‎lo que se ha denunciado como una «licencia para matar», concedida públicamente por la ‎autoproclamada presidente Jeanine Áñez.‎

La fuerza de los ustachis bolivianos no reside en su número, ya que son sólo un grupúsculo. ‎Si lograron derrocar al presidente Evo Morales es porque utilizan la religión para justificar sus ‎crímenes y, en un país eminentemente católico, pocos se atreven a oponerse abiertamente a ‎quien dice hablar en nombre de Dios. ‎

Los cristianos racionales que leyeron u oyeron las declaraciones de la presidente autoproclamada ‎cuando anunciaba el regreso de la Biblia al palacio de gobierno –en realidad eran los ‎‎Cuatro Evangelios pero la señora Áñez no parece conocer la diferencia entre esos dos libros– y ‎que recordaron las denuncias de la nueva jefa de Estado sobre los «ritos satánicos» que ella ‎atribuye a los pueblos originarios quedaron estupefactos y creyeron, con desagrado, que esta ‎señora proviene de alguna secta. No, es una ferviente católica. ‎

Hace años que venimos denunciando a los responsables del Pentágono partidarios de la estrategia ‎Rumsfeld/Cebrowski. Hemos advertido repetidamente que esos militares estadounidenses ‎pretenden repetir en la Cuenca del Caribe lo que ya hicieron en el Medio Oriente ampliado. ‎

Pero en Latinoamérica, su plan encontraba una importante dificultad: la ausencia de una fuerza ‎regional comparable a la Hermandad Musulmana y al-Qaeda. En Latinoamérica, todas las ‎manipulaciones terminaban volviendo a la tradicional oposición entre «capitalistas liberales» y ‎‎«socialistas del siglo XXI». Ya no es así. Ahora existe dentro del catolicismo una corriente ‎política que predica la violencia en nombre de Dios. Esa corriente hace posible el caos. ‎Los católicos latinoamericanos se ven ahora ante la misma situación que los sunnitas árabes: ‎tendrán que condenar urgentemente a esos fundamentalistas o serán arrastrados por la violencia ‎que estos predican. ‎
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[1] «Bolivie: Morales redoute un coup d’Etat s’il gagne ‎les élections» (en español, “Bolivia: Morales teme un golpe de Estado si gana las elecciones”), ‎AFP, 15 de noviembre de 2019.
[2] El SVR es el servicio de inteligencia exterior de la Federación Rusa. Nota de la Red Voltaire.
[4] «Venezuela, Irán, Trump y el ‎Estado Profundo», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 21 de mayo ‎de 2019.
[5] «La Liga Anticomunista Mundial, internacional del crimen», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 20 de enero de 2005.
[6] Operación Cóndor, 40 años después, Stella ‎Calloni, Infojus, 2015.
[7] Los ustachis eran miembros de una organización terrorista –la Ustacha– creada ‎sobre la base del racismo religioso y del ultranacionalismo croata. Nota de la Red Voltaire.
[8] En 1823, el poeta Antun Mihanovic, fuertemente influenciado por el ‎romanticismo alemán, se interrogaba sobre un hipotético origen no eslavo de los croatas. ‎Partiendo de esa hipótesis romántica, Ante Starcevic teorizó la justificación de la independencia ‎croata de los demás pueblos de los Balcanes. En eso se basaron los ustachis para construir ‎su propia ideología racialista, independientemente del nazismo. Los nazis, que deberían haber ‎visto a los croatas como subhumanos destinados a servir como esclavos, encontraron más ‎conveniente y cómodo utilizarlos como fuerza de combate fingiendo creer el mito inventado por ‎los ustachis. Cf. The Racial Idea in the Independent State of Croatia. Origins and Theory, ‎Nevenko ‎Bartulin, Brill, 2014.‎
[9] Nationalism and Terror. Ante Pavelic and Ustasha Terrorism from ‎Fascism to the ‎Cold War, Pino Adriano y Giorgio Cingolani, Central European University Press, ‎‎2018.
[10] Old Nazis, the new right and the Republican party, Russ Bellant, ‎South End Press, 1988.
[11] «¿Quiénes son los nazis en el gobierno ucraniano?», por Thierry Meyssan, 3 de marzo ‎de 2014; «Organizaciones nazis irrumpen en el escenario europeo», por Andrey Fomin, Oriental Review (Rusia), 6 de marzo de 2014; «Entrenamiento estadounidense para neonazis ucranianos», por Manlio Dinucci, ‎‎Il Manifesto (Italia), 11 de febrero de 2015; «Manifestación nazi en Kiev», ‎‎16 de octubre de 2017; «Ucrania, vivero de neonazis de la OTAN», por ‎Manlio Dinucci, Il Manifesto (Italia), Red Voltaire, 24 de julio de 2019.
[12] «La presidente de Letonia rehabilita el nazismo», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 20 de marzo de 2005; «Derecho de respuesta del gobierno letón», Embajadora Solvita Aboltina y ‎comentarios de Manlio Dinucci y Thierry Meyssan, Red Voltaire, 13 de octubre de 2018.

Bolivia: ¿golpe o (contra)revolución?


www.nuso.org / noviembre 2019

¿Cómo interpretar lo ocurrido en Bolivia? El movimiento que culminó con la renuncia de Evo Morales y la polémica proclamación de Jeanine Añez como presidenta interina fue producto de diversas dinámicas y anuncia un giro político-ideológico en un sentido conservador. No obstante, el escenario boliviano no está cerrado.

El presidente boliviano Evo Morales fue derrocado. Para varios países, miles de observadores extranjeros y muchos bolivianos, fue obra de un golpe de Estado. Los motivos que tienen para pensar así son diversos, pero entre ellos sobresale la secuencia de los acontecimientos del pasado 10 de noviembre. Poco antes de que Morales leyera su renuncia en la televisión estatal, compareció ante la prensa el alto mando militar, y su jefe, el general Williams Kaliman, «sugirió» al presidente que dimitiera. «Post hoc ergo propter hoc»: como un hecho sucede a otro, se supone que es causado por este.

Esto no considera, entre otras muchas cosas, que también la Central Obrera Boliviana (COB), liderada por un dirigente cercano al oficialista Movimiento al Socialismo (MAS), el minero Juan Huarachi, pidió que Morales renunciara. ¿Por qué Huarachi, insospechable de ser «proimperialista», hizo algo así? Porque en la movilización contra Morales actuaron mineros de Potosí, una región que hasta 2015 fuera un bastión del MAS y luego se volcó en contra de él, a causa de lo que sus dirigentes llamaron el «ninguneo» de la región.

Por otro lado, otros muchos bolivianos consideran que el proceso que derrocó a Morales fue una revolución libertadora contra un «dictador». Una idea que no considera cuestiones como las siguientes: ¿por qué esta «dictadura» no intentó echar mano de los militares para defender su poder? ¿Por qué no trató de acallar a los medios de comunicación en los que, durante los 18 días que duró la movilización, los dirigentes de los comités cívicos llamaron insistentemente a empujar al presidente fuera de su cargo? Y las preguntas siguen.

La verdad no está en las interpretaciones ideológicas. Sin embargo, seguramente el debate doctrinal sobre los sucesos bolivianos –golpe o revolución libertadora– será tan interminable como irreconciliable. Este artículo, lejos de intentar cerrar la discusión, quiere abrirla, proporcionando nuevas perspectivas. Veamos.

La primera causa de la caída de Morales fue un levantamiento masivo de los sectores urbanos y de clase media de la población, que paralizó todas las ciudades del país, con la excepción de La Paz y El Alto, y logró trabar el funcionamiento normal del país. Este levantamiento comenzó luego de que el Tribunal Electoral anunciara que el resultado de las elecciones del 20 de octubre había sido la victoria en primera vuelta de Morales –resultado que la auditoría de las elecciones de la Organización de Estados Americanos (OEA), solicitada por el gobierno boliviano, consideraría posteriormente ilegítimo–. Sin embargo, las motivaciones de la gente para actuar iban más allá de la «indignación por el fraude». La clase media «tradicional» nunca aceptó del todo a Morales. Las razones eran varias: desde su condición de indio, que siempre fue un factor importante de rechazo, hasta la devaluación, en su gobierno, de los capitales educativos respecto de otro tipo de «capitales» (ser dirigente social era más importante para obtener un puesto público que tener un doctorado), lo que perjudicaba sus aspiraciones.

Ahora bien, esta oposición más o menos constante de una clase a un gobierno que le quitó poder simbólico y político se radicalizó y amplió a las clases populares por dos causas:
a) la decepción general por la maniobra que Morales ejecutó para poder ser reelegido una vez más, pese a haber perdido el referéndum de 2016, convocado para eliminar la prohibición constitucional que se lo impedía;
b) las múltiples irregularidades y contradicciones del proceso electoral del 20 de octubre de 2019 y la ineptitud de los conductores del Tribunal Electoral.

La complicada y trabada aplicación institucional del primer factor vació al Tribunal Electoral de capacidades técnicas y de credibilidad social. También generó, entre bolivianos de diversas clases sociales, la creencia de que el gobierno era capaz de toda clase de triquiñuelas (de aplicar la vernácula «viveza criolla») para permanecer en el poder.
Por estas razones, no solo la oposición estaba ya predispuesta a denunciar fraude antes de la misma realización de las elecciones, como denunció el MAS, sino que su denuncia caló y pudo ser creída por amplias capas de la población. La desconfianza de la gente respecto del gobierno fue determinante en la dinámica de radicalización de la protesta, pese a las concesiones realizadas por el presidente, y también fue clave en la adhesión de ciertos sectores populares e indígenas a las demostraciones de las zonas del país y las clases más cerradamente antievistas. ¿Y qué provocó esta desconfianza? No otra cosa que la actitud reeleccionista de Morales, que chocaba con la cultura política boliviana, tradicionalmente favorable a la alternancia.

El factor básico de la caída de Morales fue la sublevación de las ciudades junto a algunos sectores de trabajadores. Pero el factor desencadenante fue el motín de la policía, que se debió a razones enraizadas en la gestión gubernamental (con Morales, la Policía perdió privilegios y recibió menos beneficios que los militares). Sin embargo, al estar esta institución semimilitarizada, por fuerza su comportamiento tuvo que ser precedido por un proceso previo de descomposición de la disciplina, que ocurrió por la «presión social ambiente», como ocurre en todas las insurrecciones.

El pueblo abruma a los uniformados con sus solicitudes y chantajes emocionales. Así lo retrataron clásicamente los grandes teóricos de la toma violenta del poder. Con una anticipación de más de un siglo, Lenin describió los sucesos de los últimos días y las últimas horas de Morales, cuando dijo que una situación revolucionaria se caracterizaba por que «los de arriba ya no pueden seguir mandando como lo hicieron hasta ese momento».

En efecto, el resorte último del poder, los cuerpos militares, inicialmente subordinados al gobierno, al cabo se independizaron de este y comenzaron a actuar de manera errática, contradictoria y, en suma, tan sediciosa como la de los manifestantes: la Policía, de forma activa, al sumarse a estos; las Fuerzas Armadas, de manera pasiva, al negarse a defender al presidente, primero, y al pedirle su renuncia, después.

Huelga general, paralización de la vida urbana, organización espontánea de las masas a fin de administrar los servicios básicos y los medios de transporte, desarrollo embrionario de órganos coercitivos, toma de instituciones estatales, «poder dual» en amplias zonas del territorio: todos estos fenómenos, que forman un cuadro familiar para la izquierda porque fueron parte de insurrecciones espontáneas caras a su historia (por ejemplo, la de 1905 y la de febrero de 1917, en Rusia), también se dieron en Bolivia durante las más de dos semanas de duración de la crisis.

Ahora bien, «insurrección» solo es el nombre de una forma, la más extrema, de alteración del orden social, cuando este se resquebraja y cede a una presión incontenible proveniente desde abajo. El concepto no dice nada acerca de la naturaleza de este orden ni de la dirección de la fuerza ascendente que lo rompe.

Bolivia es un país de insurrecciones. René Zavaleta decía que era la Francia de Sudamérica, donde la política se daba en su aspecto clásico: por medio de revoluciones y contrarrevoluciones. Hace 16 años, otra sublevación parecida a la actual, pero de signo contrario, derrocó al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. En junio de 2005, otra insurrección terminó con el gobierno de Carlos Mesa.

¿Qué orden se venía abajo en aquellos tiempos? El orden democrático elitista neoliberal. ¿Cuál era el sentido de la fuerza ascendente que lo echó abajo? Progresista, democrático-comunitarista y antielitista. Al triunfar, esta fuerza consumó una revolución política (y no social, según la célebre diferenciación marxista) de carácter antielitista, izquierdista, nacional-popular e indigenista. Por una serie de contingencias, esta pudo ser contenida por el marco democrático-liberal. Dadas sus características, esta revolución, en el plano geopolítico, impuso al norte (más indígena e indigenista) sobre el sureste del país (más blanco y conservador); es decir, a La Paz y El Alto sobre Santa Cruz-Sucre-Tarija.

Ahora bien, ¿cuál era el orden que cayó con Morales? El democrático, corporativo, reeleccionista y plurinacional. ¿Y cuál es el sentido de la fuerza ascendente que lo derribó? No lo sabemos todavía del todo, aunque ya existen algunos indicios:

- una fuerza dirigida por representantes de las clases altas pero populista, capaz de dirigirse a la población en general e interesada en influir sobre todas las capas sociales;

- una alianza entre dos sectores sociales: uno predominantemente blanco y urbano, con exiguos nexos con los sectores indígenas, y otro popular e indígena, sobre todo en Potosí;

- una fuerza que viene desde el sureste del país y logra una adhesión precaria de La Paz, El Alto y Cochabamba, pero que aún no está consolidada en estas ciudades;

- una fuerza antagónica al modelo económico y político de Evo Morales. Por tanto, antiestatista (¿hasta qué punto?) y opuesta (¿hasta dónde?) al Estado Plurinacional o Estado con derechos especiales para los indígenas. En este sentido, es importante lo que pasó con la bandera indígena o wiphala. Durante toda la movilización, fue signo del MAS y quien la portaba se delataba como simpatizante de ese partido y como enemigo. Pero luego de la renuncia presidencial y ante la violenta reacción de ciertos grupos indígenas a la caída de Morales y, sobre todo, ante la quema y la falta de respeto a la wiphala que se dio en la revuelta, los líderes de esta no se hicieron problema e incorporaron esta divisa a su repertorio de agitación política;

- una fuerza conservadora, que busca «regresar al Señor y la Biblia al Palacio», que aglutina seguidores y que representa su movilización –en el sentido teatral de «representar»– con un ceremonial religioso;

- una fuerza que se alinea bajo el signo de la democracia liberal anticorporativa, que aún no sabemos si podrá desplegarse en un marco democrático y si logrará o no formar un gobierno plenamente legítimo.

En suma, podemos decir que el triunfo de esta fuerza por medio de una insurrección es simétrico, pero inverso, al triunfo insurreccional del ciclo nacional-popular (2006-2019). La historia boliviana oscila pendularmente: un cambio de elites –una revolución política– se despliega y prepara las condiciones para otro cambio de elites –otra revolución política–, que entonces funciona respecto a la primera como una contrarrevolución.

Se trata, insisto, del ya muchas veces observado movimiento de péndulo de la historia boliviana, que va del proyecto de las elites al proyecto contraelitario, y viceversa. Se trata, para decirlo con otra figura, del «ciclo nacionalismo-privatismo-nacionalismo». O, para usar términos famosos en el debate boliviano, se trata del «empate catastrófico» entre dos bloques sociales, dos tipos de elites, dos áreas geográficas, dos visiones del país que los dirigentes bolivianos, empeñados en juegos ganar-ganar, hasta ahora no han sido capaces de conciliar y reconciliar. (Me parece un poco “robótica” esta conclusión)

Morales logró tener la hegemonía política entre 2009 y 2014, pero no pudo conservarla porque no supo hacer la concesión clave a la otra parcialidad: sacrificar su reelección, lo que le hubiera permitido institucionalizar el poder del MAS. Por su parte, las fuerzas ascendentes del momento tuvieron la oportunidad de pactar con Morales una salida más ordenada de su gobierno, cuando, hacia el final, este pidió una reunión para definir qué hacer con la crisis. Pero prefirieron no pactar y quitarle todo el oxígeno al presidente, porque se engolosinaron con la posibilidad de una victoria «final» sobre su gran rival de tantos años. El resultado ha sido una victoria para ellas, pero una derrota dura para las fuerzas contrarias, y por tanto una situación inestable y potencialmente explosiva, como se ha podido ver en los primeros días del nuevo poder.

La falta de un sistema de pactos que permita tramitar la «grieta» entre las elites plebeyas y las elites antiguas o tradicionales: tal es la razón por la que el país no logra un «consenso nacional» y se precipita en un círculo vicioso de revoluciones y contrarrevoluciones.
Golpe de Estado, revolución y contrarrevolución son tres formas de ruptura del flujo democrático; pueden dar lugar, como en 2003-2005, a procesos políticos que luego se reinserten en tal flujo, cumpliendo un requisito urgente en los tiempos que corren, y a procesos que no lo logren, una falencia que, en estos mismos tiempos, conduce al fracaso en el plano internacional. Cada una de estas categorías tiene implicaciones preceptivas o de «deber ser». Se supone que «no se debe» ser golpe de Estado, que se «debe» ser revolución, etc. De ahí que estos conceptos politológicos, estos artefactos teóricos, se conviertan en instrumentos de la batalla política.

Más allá de esta instrumentalización, nosotros podemos recuperar el sentido «verdadero» del léxico. Descartaremos, entonces, el concepto de «golpe de Estado», entendido en su sentido de putsch, «blanquismo» o conspiración externa al proceso político concreto y, por tanto, sin responsables: un producto exclusivo de la voluntad ajena, concepto que absuelve al gobierno de Morales de todo error y que minimiza su desgaste de 14 años en el poder. Nos quedaremos, más bien, con este péndulo revolución-contrarrevolución, como expresión de la fractura social que divide a la sociedad boliviana.

(No considera en ningún momento todo lo que se pierde, todo lo que avanzó el gobierno de Morales. Me parece un análisis manco y cojo, aunque tenga elementos interesantes)

P.N.U.D. ¿PARA QUÉ?

Miguel Antonio Bernal

“La falsedad tiene alas y vuela y la verdad la sigue arrastrándose, de modo que cuando las gentes se dan cuenta del engaño ya es demasiado tarde” (Cervantes)

Hace solo cinco meses, me preguntaba en este mismo espacio: Reformas ¿Para qué? Hoy, la decisión autocrática de un Ejecutivo al servicio de los factores reales de poder que desprecian a la ciudadanía, acude a una organización foránea: el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), para mantener vigente la constitución militarista impuesta desde 1972.

 Una vez más, deciden imponernos unas reformas a la constitución sin una real y verdadera participación ciudadana.      Una vez más, prefieren ponerse en manos de quienes carecen de legitimidad política para ser mediadores o facilitadores de un tema que es esencial e intrínsecamente potestad del soberano, o sea el pueblo, la ciudadanía quien es la poseedora del poder crear Constitución, dueña y señora del poder constituyente.

La constitución militarista -vigente desde hace casi 47 años-, es una prueba viviente de que, a pesar de haber sido reformada en cuatro ocasiones, sus parches no la han despojado, ni de sus orígenes autoritarios y cuartelarios, ni tampoco de su sustancia contraria a la participación ciudadana.

Aprobadas en Concejo de Gabinete y en tres debates de una legislatura de la Asamblea Nacional por “sus” diputados, ahora el Ejecutivo les ordena a sus espoliques que se despojen de sus funciones y las cedan a los burócratas anntipanameños del PNUD.

Ya sabemos que las reformas que buscan la yunta PRD-PNUD, no son para nada innovadoras, actualizadoras, explicativas o correctivas.

 Es preciso reiterar que, es así como buscan reproducir “la oligocracia dominada por cleptómanos”, que no tienen la menor disposición de ceder el control que mantienen sobre el poder político y que, lo que menos les interesa o importa, es el que podamos alcanzar un Estado Constitucional Democrático, el cual “se entiende y percibe a partir del poder constituyente del pueblo”.


La Constitución que Panamá requiere para su renacimiento, no puede ser pensada racionalmente sino es a partir de un proceso constituyente participativo que permita el pleno ejercicio del poder ciudadano: el poder constituyente.



Ludwig van Beethoven - Sinfonie Nr. 9 | Gewandhaus zu Leipzig (31.12.2013)





Sinfonie Nr. 9 - Gewandhaus zu Leipzig

3,83 mil suscriptores

Live aus dem Gewandhaus zu Leipzig (am 31. Dezember 2013)



Ludwig van Beethoven (1770-1827) - Sinfonie Nr. 9 d-Moll op. 125

mit dem Schlusschor über Schillers Ode "An die Freude"



Gewandhausorchester



Dirigent: Riccardo Chailly



GewandhausKinderchor (Einstudierung: Frank-Steffen Elster)

GewandhausChor (Einstudierung: Gregor Meyer)

Chor der Oper Leipzig (Einstudierung: Alessandro Zuppardo)



Solisten: Camilla Tilling (Sopran), Gerhild Romberger (Alt), Simon O'Neill (Tenor), Ain Anger (Bass)