José M. Castillo S.
www.religiondigital.com/13.08.15
¿Cómo se explica esto? El comportamiento religioso consiste en la fidelidad a la observancia de los rituales sagrados. Pero ocurre que los ritos son acciones que, debido al rigor de la observancia de las normas, se constituyen en un fin en sí (G. Theissen, B. Lang, W. Turner). Y, entonces, lo que ocurre es que el fiel observante del ritual se tranquiliza en su conciencia, se siente en paz consigo mismo, se libera de posibles sentimientos de culpa o de miedos que adentran sus raíces en el inconsciente, al tiempo que la conducta ética, con sus incómodas exigencias queda desplazada.
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Es un hecho que Jesús instituyó la eucaristía en
una cena. Y es también un hecho que los cristianos celebramos la eucaristía en
una misa. Una cena es una experiencia
humana. Una misa es un ritual religioso. Lo que nos está diciendo, en un
asunto tan central como éste, que - en el cristianismo, al menos, y sin duda
alguna -, cuando está en juego nuestra relación con Dios, los rituales
religiosos han tenido (y siguen teniendo) más fuerza que la experiencia humana,
incluso cuando se trata de una experiencia tan importante como es la
experiencia de comer y beber. Comer y beber compartiendo mesa y mantel con
quienes decimos que son nuestros “hermanos”. Esto no es una teoría. Es un
hecho.
¿Por qué, en un asunto que es capital para
personas creyentes, los rituales religiosos se superponen a la experiencia
humana y son más determinantes que lo humano, incluso más decisivos que la vida
misma, en tantos casos y en tantos asuntos que son fundamentales para la
felicidad o la desgracia de muchas personas?
Y conste que, al hacer esta pregunta, no estamos
imaginando situaciones extravagantes ni sucesos poco frecuentes. Nada de eso.
Esta cuestión se refiere a cosas tan normales y tan presentes en la vida de
cualquiera, que, si empezamos por los evangelios, los constantes conflictos,
que tuvo Jesús con los dirigentes religiosos de su tiempo, se referían casi
todo ellos, de una forma o de otra, precisamente a este problema.
Si curaba a los enfermos en sábado, si comía con
gente de mala fama, si dejaba de observar los ayunos que imponía la religión,
si no practicaba los rituales purificatorios antes de las comidas, si no
mantenía la debida compostura y respeto en el templo, en definitiva, en todos
estos casos nos encontramos siempre con el mismo asunto.
Un asunto que Jesús formuló en la tremenda
pregunta que hizo cuando, un sábado, curó a un manco en la sinagoga: “¿Qué está permitido en sábado, hacer bien
o hacer daño, salvar una vida o matar?” (Mc 3, 4). O sea, ¿qué es lo primero: someterse al ritual del
sábado o hacer feliz la vida de un enfermo? En definitiva, ¿lo más importante es el ritual religioso o
la experiencia humana?
Y no pensemos que este tipo de historias se
presentaron en la vida de Jesús y, con Jesús, se acabaron tales historias. Todo
lo contrario. Con el paso del tiempo, el problema se fue agigantando. Entre
otras cosas, porque sabemos que este asunto está presente en todos los rincones
del mundo. Donde hay religión y, con ella, hay dirigentes religiosos, allí está
el problema.
En la historia del cristianismo, el desastre ha
sido brutal. Desde las guerras de religión, las cruzadas y la inquisición,
pasando por el colonialismo y acabando con el integrismo de los fundamentalistas,
católicos o herejes, cristianos o musulmanes, a fin de cuentas lo mismo da.
Además, el mismo problema está presente todos los días y por todas partes: en
los matrimonios divorciados que no pueden acercarse a comulgar, en los
homosexuales que se ven despreciados hasta en su propia casa, en los
matrimonios rotos, en los amores imposibles, en la vida sexual de tantas
gentes, ¿qué sé yo?
Esto es una historia interminable. Y siempre
tropezamos en la misma piedra. La piedra de algún extraño ritual religioso,
que, en el fondo, lo que nos está recordando es que, por encima de lo humano,
hay algo que es más fuerte que lo humano, y a lo que lo humano -nos guste o no
nos guste- se tiene que someter siempre. Y si no te sometes, te atienes a las
consecuencias.
Unas veces, porque tendrás que arrastrar,
durante toda tu vida, el pesado lastre de la mala conciencia. Otras veces,
porque te verás rechazado por la familia, los amigos, la sociedad.... Y en
otros casos, porque, a fuerza de pasarlo mal, terminarás siendo carne de
confesionario o del despacho de un psiquiatra, teniendo además (tantas veces)
que ocultar celosamente en el armario lo que resulta socialmente impresentable.
¿Hay derecho a que la vida sea así? ¿Es
tolerable que, por estas cosas, nos llevemos frecuentemente como perros y
gatos, teniendo que ocultar en nuestra intimidad secreta muchas cosas que nos
hacen sufrir inútilmente y sin pies ni cabeza?
Y como es lógico, siempre acabamos en lo mismo:
si Dios es Dios, ¿cómo permite estas cosas? ¿cómo puede querer estas cosas?
¿cómo y por qué nos hace aguantar estas cosas?
Seguiré con el tema. Pero, antes de seguir con
este desagradable asunto, sólo un par de preguntas: ¿Es Dios el que quiere, provoca o permite todo este asombroso embrollo
de oscuridades, miedos y tormentos? Y si no es Dios, ¿son sus representantes en
la tierra (curas y rabinos, imanes y bonzos, chamanes y profetas...) los que lo provocan porque les conviene?
Lo primero,
lo más elemental, en el problema planteado a propósito de los rituales
religiosos, es tener muy claro que no es
lo mismo hablar de Dios que hablar de la religión. Dios es el fin último
que podemos buscar o anhelar los mortales. La religión es el medio por el que
(y con el que) intentamos acercarnos a Dios o relacionarnos con él. Por tanto, Dios
no es un elemento más, un componente más (entre otros) de la religión.
Por otra parte -si intentamos llegar al fondo del problema-, Dios y la religión no se pueden situar en el mismo plano. Ni pertenecen al mismo orden o ámbito de la realidad. Porque Dios es el Absoluto. Y el Absoluto es el Trascendente. Es decir, Dios se sitúa en el orden o ámbito de la “trascendencia”. Mientras que todo lo que no es Dios (incluida la religión) es siempre una realidad que se queda “aquí abajo”, o sea en el ámbito de la “inmanencia”.
Por otra parte -si intentamos llegar al fondo del problema-, Dios y la religión no se pueden situar en el mismo plano. Ni pertenecen al mismo orden o ámbito de la realidad. Porque Dios es el Absoluto. Y el Absoluto es el Trascendente. Es decir, Dios se sitúa en el orden o ámbito de la “trascendencia”. Mientras que todo lo que no es Dios (incluida la religión) es siempre una realidad que se queda “aquí abajo”, o sea en el ámbito de la “inmanencia”.
Todo esto
quiere decir que “ser trascendente” significa “ser inabarcable” o “ser
inconmensurable”. Es decir, Dios no está
a nuestro alcance. Por tanto, Dios
no es una realidad “cultural”. En tanto que la religión es siempre un producto de la cultura. Otra cosa es
las “representaciones” que los humanos nos hacemos de Dios. Pero eso ya no
es “Dios en Sí”, sino nuestra manera (culturalmente condicionada) de
representarnos al Trascendente.
Hecha esta
disquisición, que me parece indispensable, tocamos ya las cuestiones que nos
interesan más directamente en esta reflexión. Ante todo, es importante saber
que, en la larga historia y prehistoria de la religión, lo primero no fue el
conocimiento y la experiencia de Dios, sino la práctica de rituales de
sacrificio (así, por lo menos, desde E. O.
Wilson, incluso ya antes Karl Meuli). De forma
que abundan los paleontólogos que defienden que, desde el paleolítico
superior, hay huellas claras de este tipo de prácticas rituales (W. Burkert, H. Kühn, P. W. Scmidt, A. Vorbichler).
Si bien hay
quienes piensan que los rituales religiosos relacionados con la muerte se
inician a partir del mesolítico (Ina Wunn). En todo caso, se acepta la
convicción que ya propuso G. Van der Leeuw: “Dios es un producto tardío en
la historia de la religión” (K. Lorenz, W. Burkert). Lo que es comprensible, si
tenemos en cuenta que Dios nos trasciende y no está a nuestro alcance, como lo
están los rituales religiosos.
Así las
cosas, es un hecho que los rituales religiosos, en sus más variadas formas,
están más presentes en cada ser humano, ya desde la infancia, que la claridad y
la profundidad en la relación con Dios. Dicho más claramente, creo que no
es ninguna exageración afirmar que, tanto en los individuos como en la
sociedad, están más presentes los rituales y sus observancias que Dios y sus
exigencias.
O sea, en la
vida de muchos (muchísimos) creyentes, están muy presentes los rituales
religiosos y la observancia de los mismos. Mientras que la firmeza, la cercanía
y la fiel escucha de Dios es un asunto que son también muchos (muchísimos) los
creyentes que no tienen eso resuelto debidamente. Lo que lleva consigo, entre
otras cosas, una consecuencia de enorme importancia. Una consecuencia que consiste
en que, con demasiada frecuencia, en la conducta de muchas personas se
divorcian la observancia de los ritos sagrados, por una parte, y la fidelidad a
la honestidad, la honradez y la bondad ética, por otra parte.
Y entonces, nos encontramos con un hecho que lamentamos
muchas veces. Me refiero al hecho de tantas personas que son fielmente
observantes y religiosas, pero al mismo tiempo son personas que dejan mucho que
desear en su conducta ética.
¿Cómo se explica esto? El comportamiento religioso consiste en la fidelidad a la observancia de los rituales sagrados. Pero ocurre que los ritos son acciones que, debido al rigor de la observancia de las normas, se constituyen en un fin en sí (G. Theissen, B. Lang, W. Turner). Y, entonces, lo que ocurre es que el fiel observante del ritual se tranquiliza en su conciencia, se siente en paz consigo mismo, se libera de posibles sentimientos de culpa o de miedos que adentran sus raíces en el inconsciente, al tiempo que la conducta ética, con sus incómodas exigencias queda desplazada.
Y el sujeto
se siente en paz con su conciencia, con sus semejantes y con Dios. En lo que he
intentado explicar aquí, radica (según creo) la clave para comprender el
conflicto de Jesús con los hombres más religiosos y observantes de su tiempo.
Es notable que, por lo que narran los relatos evangélicos, Jesús no tuvo
enfrentamientos ni con los romanos, ni con los pecadores, los samaritanos, los
extranjeros, etc. Los conflictos de Jesús se produjeron precisamente con los
más fieles cumplidores de la religión: sumos sacerdotes, maestros de la Ley y
fariseos.
¿Por qué
precisamente con estas personas y no con los alejados de la religión y sus
rituales? Jesús fue un hombre profundamente religioso. Pero Jesús vio el
peligro que entraña la fiel observancia de los ritos de la religión. ¿Qué
quiere decir esto? Jesús no rechazó el culto religioso. Lo que Jesús hizo
fue desplazar el centro de la religión. Ese centro no está ni en el templo y
sus ceremonias, ni en lo sagrado y sus rituales.
El centro de
la experiencia religiosa, para Jesús, está en hacer lo que hizo el mismo Dios,
que se “encarnó” en Jesús. Es decir, Dios
se humanizó en Jesús. Dios está presente en cada ser humano, sea
quien sea, piense como piense, viva como viva. Sólo reconociendo esta realidad
sorprendente y viviéndola, como la vivió el propio Jesús, sólo así estaremos en
el camino que nos lleva al centro mismo de la religiosidad que vivió y enseñó
Jesús.
¿En qué consiste, entonces, el culto a Dios? La carta a los hebreos lo dice con tanta claridad
como firmeza: “No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales
sacrificios son los que agradan a Dios” (Heb 13, 16). Que no es sino la fórmula
tajante que plantea el autor de la carta de Santiago: “Religión pura y sin tacha
a los ojos de Dios Padre, es ésta: mirar por los huérfanos y las viudas en
sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo” (Heb 1, 27).