Por: Lys Arango
www.plazapublica.com.gt / 11-05-2020
Finquero de Purulhá aprovechó el estado de
Calamidad para resolver a su manera un conflicto legal de lustros con una
comunidad indígena: al ver que no se ejecutaba el desalojo, los expulsó por su
cuenta.
Ya eran las siete y doce de la tarde. Treinta y
seis familias esperaban frente a la casa comunitaria a que saliera el líder,
encerrado durante horas en conversación telefónica con el abogado. Había
rumores y la ansiedad crecía por segundos cuando Tomás Choc abrió la puerta y
anunció en poqomchi´:
—El desalojo de mañana se ha pospuesto.
La escena resumía veinte años de angustia: otra vez
habían ganado y a la vez perdido. Muchas caras reflejaban alivio, incluso
alegría, pero a Tomás Choc se lo veía desolado. Trató de explicar con palabras
entonces que el miedo al destierro seguiría haciéndoles compañía.
El jueves 13 de febrero de 2020, la comunidad
Washington, en Purulhá (Baja Verapaz), debía haber sido desalojada por orden
judicial, pero a falta de suficientes efectivos policiales, se aplazó la fecha
un mes, y después otro, hasta que el Covid19 se presentó en Guatemala y todas
las causas quedaron suspendidas temporalmente. Fue entonces cuando el finquero
de apellido Thomae aprovechó el estado de calamidad existente en el país para
librarse de estas familias por sus propios medios.
La historia que cuentan los mayas poqomchi´ que
habitan estas tierras está cargada de violaciones a sus derechos más básicos.
«Siempre hemos sido perseguidos, obligados a trabajar sin salario y ahora nos
quieren echar del territorio en el que nacieron y murieron nuestros
antepasados», dice el líder la comunidad.
Micaela Choc, de 49 años, posa en la puerta de su
casa donde está preparando el desayuno. Se quedó huérfana de madre a los 13
años y desde entonces tuvo que sacar adelante a sus hermanos mientras su padre
trabajaba en el cafetal para el finquero Thomae / Lys Arango
El pedazo de tierra que defienden está situado en
un entorno montañoso de vegetación espesa y ríos caudalosos. Hay loros,
tucanes, colibríes y quetzales. Hay árboles frutales, plantas medicinales y
diversas especies de orquídeas. Una Arcadia… sin Estado.
No hay escuela, ni centro de salud.
No hay energía eléctrica, ni agua potable.
Viven en un abandono absoluto y carcomidos por un
miedo atroz a ser expulsados.
Estos problemas comenzaron tras la llegada de los
alemanes a finales del siglo XIX. La familia Thomae se estableció en Purulhá
gracias a las concesiones del gobierno liberal de la época. Mauricio Thomae fue
adquiriendo fincas en la región Verapaz hasta consolidarse como uno de los
terratenientes más influyentes y sacó adelante un inmenso negocio cafetalero
con mano de obra indígena. Los habitantes de la comunidad Washington pasaron a
ser mozos colonos en sus propias tierras.
«Siempre le andaban amenazando de muerte para que
trabajase más»
Macario Choc, de 76 años, cuenta cómo comenzó a
trabajar para la familia Thomae.
—Mi papá trabajaba muy duro, pero un día enfermó y
quiso quedarse en la casa para descansar. No le dejaron. El patrón vino a
buscarle y bajo amenaza tuvo que volver a la finca. Dos días más tarde murió
allá, mientras sembraba café. Fue bien triste porque ni siquiera pude ir al
entierro. El jefe volvió preguntando quién era el hijo primogénito de la
familia. Era yo, que por entonces tenía 11 años y ahí mismo me jaló directo a
trabajar en el cafetal en sustitución de mi padre.
Tomás Choc, el líder comunitario de Washington
recoge frijol de su cultivo / Lys Arango
—¿Cuánto le pagaba?
—Nada o muy poco. A veces nos daba diez libras de
maíz, pero cuando terminaba la quincena nos decía que estábamos en deuda por la
comida, así que teníamos que seguir trabajando.
—¿Nunca le pagaron con dinero?
—Alguna vez nos daba 40 centavos por la quincena,
pero obviamente eso no nos alcanzaba para sustentar a la familia.
Macario Choc trabajó quince años en el cafetal y
asegura que nunca recibió ayudas, ni derechos laborales. Su hija Micaela, que
ahora tiene 49 años y posee la única tienda de la comunidad, recuerda con
terror aquellos años:
—Cuando mi padre se tardaba en regresar a la casa,
mi mamá lloraba y decía que lo iban a matar. Los capataces de los finqueros
eran muy malos. Siempre le andaban amenazando de muerte para que trabajase más.
Micaela Choc se quedó huérfana de madre a los 13
años. A partir de entonces se ocupó de la casa y de sus cuatro hermanos
mientras su padre trabajaba. En la época de cosecha iban todos, hasta los más
pequeños, a cortar café.
Juan Coy, de 54 años y su mujer Paulina Choc, de
44, otros vecinos de la comunidad, también trabajaron bajo el sistema de mozos
colonos durante más de 20 años.
Estela Pop Tul prepara café y tortillas para el
desayuno / Lys Arango
—Nos habían convencido de que si trabajábamos nos
darían los papeles de propiedad de la comunidad. Así que engañados nos
emplearon como esclavos durante varias generaciones hasta que nos cansamos de
las mentiras. Ahora resulta que no solo no nos dan lo que nos pertenece, sino
que nos han denunciado como usurpadores de la tierra y nos quieren echar. Es
injusto —se queja Juan Coy.
Así, cientos de familias se emplearon en la
siembra, mantenimiento, cosecha y otras labores de la explotación del café en
condiciones de servidumbre, sin recibir pagos y bajo la promesa de que de esta
manera podrían quedarse con la propiedad de sus tierras ancestrales.
En el año 2000, la comunidad Washington se organizó
y decidió dejar de trabajar para la familia Thomae bajo estas formas contemporáneas de
esclavitud, que según
el Convenio 29 de la Organización Internacional del Trabajo, designa «todo
trabajo o servicio exigido a un individuo bajo la amenaza de una pena
cualquiera y para el cual dicho individuo no se ofrece voluntariamente».
Coincidiendo con la crisis del café, los finqueros
abrieron nuevos horizontes de inversión y se centraron en proyectos
hidroeléctricos. Los indígenas se volvieron prescindibles para el negocio, pues
además el terreno que habitaban estaba pensado para los cuartos de máquinas de
la hidroeléctrica. Desde este momento, las familias poqomchi´ cuentan que
pasaron a ser víctimas de amenazas y violencia para que abandonaran la tierra.
El 28 de marzo de 2005 tuvo lugar el primer intento
de desalojo de forma extrajudicial, según su relato.
—Los hombres de seguridad del finquero rodearon la
comunidad y comenzaron a disparar al aire. Yo agarré a mis dos hijos y me
encerré en la casa. Llorábamos los tres acurrucados en la cama. Mi esposo,
Tomás, se quedó fuera y le gritaron: «Tienen dos horas para recoger sus
pertenencias y largarse». ¡Iban a quemar nuestras casas!
Macario Choc muestra su antiguo DPI donde certifica
su lugar de nacimiento / Lys Arango
La voz de Estela Pop Tul se quiebra y su esposo
retoma la conversación:
—No nos quedó más remedio que sacar las cosas a
toda prisa. Agarramos lo que pudimos: ropa, mantas, algo de maíz que teníamos
almacenado, los trastes de cocina y las gallinas. Lo metimos en sacos y lo
dejamos a un lado del camino pues no podíamos cargar a los niños y los bultos a
la vez. Anduvimos hasta el río, que está a dos horas a pie. Cuando regresamos
por nuestras cosas, ya no estaban. Nos las habían robado los hombres del
finquero.
Sus casas quedaron reducidas a cenizas, al igual
que los cultivos. Les quemaron todo para evitar que pudieran regresar. Varias
familias se unieron al líder comunitario e improvisaron un refugio a orillas
del río. Tomás y Estela apenas pudieron salvar una manta y una lona de plástico
para cobijarse en la época de lluvias. Su hijo Lionel, de año y nueve meses,
enfermó por el frío y murió. Le enterraron en el cementerio de Sinajá, donde
están los restos de los antepasados de la comunidad.
La tradición maya en esta zona se basa en la
reconexión con la naturaleza. Cuando alguien muere, los familiares cavan un
hoyo en la tierra, dejan dentro el cuerpo del difunto y al cubrirlo plantan una
semilla con la misma tierra.
—Justo ahí… en el lugar donde descansa mi hijo, ha
crecido un árbol piñón. Ahí está, en vez de una cruz. Todavía está pequeño,
pero será un árbol frondoso —dice Estela Pop entre sollozos.
Tres años después regresaron a la comunidad. No
podían seguir viviendo en la montaña, ni tampoco tenían dinero para pagar un
terreno de alquiler. Poco a poco reconstruyeron sus casas, sembraron maíz y
frijol, criaron chompipes y gallinas. La vida renacía, pero también sus miedos
a volver a ser desposeídos.
«La suma de las extensiones registradas por la
familia Thomae es desproporcionada»
En conjunto con organizaciones no gubernamentales
que se dedican a la defensa de la tierra, se formó una mesa de diálogo para
resolver el conflicto. Su primer triunfo fue hace siete años, cuando la
comunidad fue reconocida como pretendiente de la tierra por el Registro de
Información Catastral. Pero la alegría duró poco: la familia Thomae les acusó
de delitos de usurpación agravada, coacción y hurto. En noviembre del 2016,
consiguió que el juez decretara 34 órdenes de captura en contra de los
comunitarios. Se han ejecutado siete.
Ricardo Chun Laj fue uno de los primeros
capturados.
Adela y sus hijas llevan flores a la tumba de su
abuelo Pablo Chej, donde en su día plantaron un árbol zapote. / Lys Arango
—Estaba cortando café en una finca y cuando me
senté a descansar en la vereda, a eso de las cuatro de la tarde, se acercó un
furgón de la policía y me arrestaron. Estuve preso un mes con otras 45 personas
en la misma celda. Fue horrible, pero gracias al esfuerzo de la comunidad, que
logró reunir 5,000 quetzales de la fianza, pude salir.
A Tomás Choc lo capturaron en la aldea Santa
Bárbara cuando fue a visitar un familiar que estaba muy enfermo:
—Nada más bajar del microbús me esperaban los
policías. Los acompañaba el administrador de la finca de los Thomae para
señalarme. Al igual que mis otros compañeros tuve que permanecer un mes en
prisión preventiva hasta que pudieron sacarme.
Además, el juez de paz de Purulhá emitió una orden
de desalojo en contra de la comunidad, a pesar de que durante el proceso
judicial que finalizó el 26 de septiembre de 2018 el perito Juan Carlos Peláez
cuestionó la legalidad de la propiedad de esas tierras. Los Thomae las reclaman
como suyas, adquiridas legalmente por su familia, desde hace más de un siglo
con el fruto de sus esfuerzos y que han sido “invadidas” recientemente por las
comunidades. La versión de los comunitarios es distinta: no es una propiedad
privada, es una tierra en la que han vivido por generaciones. No están
invadiendo, simplemente ocupan el espacio que les corresponde.
—Si bien el Registro de la Propiedad tiene
inscritas las tierras como parte del Sr. Thomae, hay muchas anomalías que aún
se están investigando —explica el abogado Ignacio Santiago, representante
jurídico de la comunidad de Washington, durante una entrevista telefónica.
—Al parecer algunas fincas no fueron legalmente
registradas en primer momento a finales del siglo XIX, por tanto, toda
inscripción posterior sería nula. Se debe estudiar el origen y las
irregularidades que han ocurrido para que estas tierras llegaran a manos
privadas.
Una adolescente saca el maíz almacenado para
preparar las tortillas del almuerzo. La comunidad Washington, en Purulhá
subsiste gracias a sus cultivos de maíz y frijol / Lys Arango
Se trata —resume Santiago— de un litigio entre el
derecho meramente registral y los derechos históricos y ancestrales del pueblo
poqomchi´.
Asimismo, el juez Castro Can admite en la sentencia
que «la suma de las extensiones registradas por la familia Thomae (37
caballerías) es desproporcionada y habría de traer conflictividad social puesto
que a tal situación se opone la precariedad, limitación y pobreza en la que
vive la mayoría de los habitantes de las comunidades circunvecinas».
Washington es aparentemente una comunidad
tranquila: los hombres salen temprano hacia los cultivos de maíz y frijol, las
mujeres caminan hasta el río para lavar la ropa, mientras los niños se bañan
desnudos en sus aguas cristalinas. Después regresan a casa con las tinajas de
colores sobre sus cabezas y comienzan a preparar el almuerzo para la familia. A
pocos metros de la casa de Tomás Choc, hay una iglesia evangélica construida
con tablas de madera, donde el pastor Braulio se reúne con los feligreses dos
días por semana para cantar sus alabanzas al Señor.
Un niño de la comunidad se baña desnudo en el río.
Cada mañana acompaña a su madre a lavar la ropa, mientras sus hermanos y él se
zambullen en el agua / Lys Arango
Parecería una aldea rural normal si no fuera por la
larga sombra que cubre sus tres caballerías. La mayoría de la población es
analfabeta, porque nunca tuvieron escuela. Tampoco tienen un centro de salud al
que acudir cuando una mujer está embarazada o alguien en la comunidad cae
enfermo. Los hombres tienen miedo a salir en busca de trabajo, al tener casi
todos, una orden de captura. La única tienda de la comunidad apenas tiene
jabón, agua, velas y cerillas. Micaela Choc teme traer más productos por si de
un momento a otro la comunidad es desalojada.
En Washington no hay una sola familia que no haya
sido víctima, directa o indirectamente, del conflicto histórico con los Thomae.
Cada relato suele ilustrarse con documentos: aquí está mi certificado de
nacimiento en la finca, aquí las denuncias que interpusimos por las amenazas
constantes, aquí las facturas de cuando viajamos a tal o cual prisión en busca
de mi marido o mi hijo... En cada casa hay una carpeta, desgastada por el uso,
donde se guardan como una reliquia todos los papeles relacionados con la orden
de captura, los papeles de la prisión, las denuncias... Esa carpeta tiene
también algo de ataúd y como un túnel de dolor se adentra en burocracias para
tratar de explicar su camino de espinas. Lo muestran todo porque ya la única
esperanza de esta gente está en el exterior, en la prensa y en los tribunales.
Por el contrario, la postura de los representantes
de la finca no se ha podido incluir en este reportaje. En un primer contacto,
Byron Thomae expresó su conformidad con otorgar una entrevista, pero después no
ha habido más respuesta a pesar de los numerosos intentos por entablar comunicación
con la familia.
El peor de los temores llegó a finales del mes de
marzo.
Según relata Tomás Choc al teléfono, el día 30 a
las 10 de la mañana un grupo numeroso de hombres dispararon contra cinco
comunitarios de la comunidad Washington. Estaban en la roza, preparaban el
terreno para sembrar maíz en cuanto llegaran las primeras lluvias. Los
campesinos identificaron a estos hombres como miembros de seguridad de Byron
Thomae. Con los disparos, Tomás Choc y sus compañeros se escondieron hasta que
cayó la noche y pudieron regresar a la comunidad. A partir del día siguiente y
a lo largo de una semana, cada mañana volvían los mismos hombres armados para
disparar contra las casas de la comunidad con rifles y escopetas calibre 12.
—Hicimos una reunión con toda la comunidad y
decidimos abandonar nuestros hogares —explica Tomás.
Salieron el 6 de abril a las siete de la mañana y
«cada quién tiró por su lado». Ese mismo día Víctor Manuel Xoc, administrador
de las fincas de Byron Thomae, ordenó quemar las casas y lo que quedaba dentro:
ropa, canastos, maíz…
Algunas casitas de la comunidad y al fondo la
montaña Tomiyel, lugar sagrado para la comunidad maya Poqomchi´ que habita esta
tierra desde tiempos inmemoriales / Lys Arango
Según la denuncia urgente de la Unidad de
Protección a Defensores y Defensoras de Derechos Humanos de Guatemala
–Udefegua–, el ganado, propiedad de Thomae, fue conducido a los cultivos de
maíz y frijol de los comunitarios para que sirvieran de pasto y de paso
destruyeran la única vía de subsistencia de las familias que allí habitaban.
—¡Todos queremos volver a casa! —dice al teléfono
Hilario Coy, un joven de la comunidad—. Pero nuestra casa ya no está, solo queda
un pedazo de suelo quemado, como después de una gran hoguera.
Cuando Coy regresó a la comunidad al día siguiente,
encontró entre las cenizas una cacerola deformada por el fuego. Es todo lo que
pudo salvar de su casa. Su madre, relata el joven, «se pasa muchas horas
callada y de pronto en la noche se pone a chillar: “¡Ay, mi casa! ¡Ay, mi casa!
¿Qué va a ser de nosotros ahora?”» Hilario le pide que confíe en el cerro del
Cuartel Maya, una montaña sagrada para el pueblo poqomchi´, que se alza frente
a la comunidad: «Al igual que protegió a nuestros antepasados en la batalla
contra los soldados españoles, ahora nos protegerá a nosotros en esta lucha
para reclamar lo que nos pertenece».