www.nuso.org / diciembre 2019
Haití y República Dominicana constituyen un sistema
socioeconómico desigual y muy conflictivo. Uno de los componentes claves de
este sistema es la movilidad de haitianos a República Dominicana, donde ocupan
espacios en mercados laborales vitales para la economía nacional. Esta relación
se reproduce desde una construcción ideológica xenófoba y racista, que tuvo su
expresión más trágica en la desnacionalización masiva de ciudadanos de origen
haitiano en 2013. El mito de la «invasión pacífica» haitiana, sin embargo,
parece no ser apoyado por los resultados estadísticos de las últimas encuestas
de migrantes.
Un
dato crucial para explicar lo que sucede con la movilidad humana de Haití hacia
República Dominicana es entender que ambas naciones –un caso poco usual en que
dos Estados nacionales comparten una isla– forman un sistema socioeconómico,
imperfecto y notablemente desigual, que se ha ido desarrollando desde el mismo
momento en que los primeros bucaneros franceses pisaron la parte occidental de
la isla. Un lugar excelente para una nueva vida, que había quedado despoblado
merced a las políticas coloniales españolas de reconcentración de población
para evitar contactos con los herejes.
No
es posible explicar la historia de una parte sin tener en cuenta a la otra.
Durante mucho tiempo, la porción occidental de la isla –la colonia francesa de
Saint-Domingue y luego la República de Haití– fue la parte dominante de la
relación bilateral. Todavía hasta la segunda década del siglo xx, los dominicanos apreciaban a Puerto
Príncipe como una metrópoli con oferta variada de servicios y mercancías, en
contraste con una capital propia –Santo Domingo– que no pasaba de ser un pueblo
provinciano con calles lodosas, plagas de mosquitos y una carencia angustiante
de agua potable.
La
situación comenzó a cambiar cuando se produjo la inserción violenta de la isla
en la economía capitalista mundial, de la mano de las compañías azucareras
estadounidenses. República Dominicana pasó a ser productora de azúcar a gran
escala, mientras que Haití –con mucha población y poca tierra– fue diseñada
como proveedora de mano de obra barata y desprotegida para las plantaciones de
Cuba y República Dominicana. Esta última comenzó a despegar como una economía
agroexportadora dependiente. Haití, en cambio, inició una autofagia que no
concluye.
En
1937, el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo inició lo que se llamó la
«dominicanización de la frontera», en esencia, una limpieza étnica sangrienta, la destrucción de los vínculos
transfronterizos y el cierre de los contactos entre las dos partes de la isla.
Pero, sobre todo, y es vital para el tema que nos ocupa, el programa
trujillista contenía una codificación ideológica que anatematizaba al haitiano
y lo ubicaba como antítesis del ser dominicano. República Dominicana existía a
pesar de Haití, y su esencia blanca, católica y de raíz española era retada por
un vecino negro, africano y pagano. Haití pasó a ser el enemigo protagonista de
una «invasión pacífica» y la frontera, una trinchera que defendía a la
comunidad nacional. El racismo antihaitiano devino parte de la cultura nacional
y una pieza bien cotizada en el mercado político. «Dominicanizar la frontera
–escribió un testaferro ideológico del dictador– es devolver la patria entera a
la hispanidad»1.
Durante
seis décadas, casi la única excepción a este cierre de contactos fue el paso
anual de los contingentes de braceros haitianos destinados al corte de la caña
de azúcar, lo que resultaba una necesidad para la economía azucarera y un
negocio altamente redituable para los grupos militares de ambos países. El
comercio binacional se limitaba a unos pocos millones de dólares, regularmente
reexportaciones haitianas.
Pero
desde la década de 1990, cuando la economía dominicana abandonó su modelo
sustitutivo de importaciones y produjo una diversificación económica con las
miras puestas en el mercado externo, Haití pasó a ser un objetivo de primer
orden. Los trabajadores migrantes dejaron de ser «trabajadores huéspedes» concentrados
en los bateyes azucareros y controlados militarmente, para desparramarse por
todo el mercado laboral que requiriera mano de obra barata y desprotegida. Los
haitianos pasaron a ser piezas imprescindibles de la dinámica constructiva, de
la producción de alimentos y de los servicios urbanos. La movilidad de los
haitianos se descentralizó y rebasó los estrechos límites de los bateyes. Sin
esa fuerza de trabajo joven y barata, muchos sectores económicos dominicanos,
ineficientes y poco rentables, sucumbirían a la competencia internacional y
pondrían en peligro la propia seguridad alimentaria nacional.
En
segundo lugar, el capitalismo dominicano percibió el mercado haitiano como una
posibilidad particularmente provechosa de realización, no solo por la cercanía
geográfica y la baratura del transporte, sino por las pocas exigencias de
calidad. Ha sido un comercio tremendamente desbalanceado en el que las
exportaciones dominicanas, que pueden llegar a los 1.000 millones de dólares,
se componen fundamentalmente de productos de difícil exportación a otros
lugares –por ejemplo, materiales de construcción o huevos– o sencillamente de
tan baja calidad que ni siquiera se pueden realizar en el mercado dominicano.
Haití resulta, en consecuencia, una prolongación degradada del mercado interno
dominicano. A cambio, la ex-colonia francesa solo logra vender a su vecina
algunos bienes de consumo por montos totales anuales que no exceden
regularmente unas pocas decenas de millones de dólares. El mercado haitiano es,
en consecuencia, una suerte de subsidio para las ineficientes industrias
dominicanas.
Desde
una óptica económica, la manera como Haití compensa este desbalance es
exportando su mercancía más abundante y demandada por el mercado dominicano: la
fuerza de trabajo. Solo que esta mercancía porta en sí la condición humana, y
en consecuencia su consumo pone sobre el tapete los dilemas del reconocimiento
y la redistribución que animaron aquel famoso debate entre Alex Honneth y Nancy
Fraser2, pero que el capitalismo dominicano y su sistema
político-cultural han tratado de sepultar bajo la herencia de los prejuicios
trujillistas. Por consiguiente, la sociedad dominicana ha vivido bajo la
esquizofrénica situación de percibir al haitiano como un peligro, pero que la
beneficia; como un enemigo sin el cual la vida sería menos confortable. En
última instancia, como un sujeto supuestamente antitético, pero con el que
convive y es capaz de establecer relaciones cordiales en la cotidianeidad.
La
interrelación de las economías haitiana y dominicana apunta a la formación de
un sistema interdependiente. Como todo sistema asimétrico, es altamente
conflictivo. Y diría que es, también, notablemente imperfecto, sea porque se
asienta en una construcción ideológica y cultural que resalta la diferencia y
atiza el conflicto para sus propios fines, o por el hecho de que el sistema
carece de mecanismos políticos de mediación. Haití y República Dominicana no
son parte de algún proyecto integracionista supranacional, no poseen acuerdos
durables y consistentes y los pocos espacios de coordinación bilateral –como
las comisiones mixtas binacionales organizadas por cada cancillería– apenas
funcionan y no son efectivas en ningún sentido.
En
buena medida, estas comisiones no funcionan porque cada parte pretende hacer
prevalecer sus propias demandas y temáticas. Los dominicanos siempre quieren
priorizar el comercio, denunciando las diversas trabas y prohibiciones que el
gobierno haitiano coloca a los productos «estrellas» dominicanos cuando ocurren
acciones antiinmigratorias en República Dominicana. Los haitianos, por razones
obvias, prefieren focalizar la discusión en el tema migratorio. Unos y otros
pierden de vista que estas cuestiones forman parte de flujos de trabajo, abstracto
y concreto, que vertebran un sistema económico insular y que seguirá
consolidándose a pesar de las veleidades políticas y los resentimientos
chovinistas de ambas partes.
Acotar la «invasión pacífica»
El
antihaitianismo no es un elemento secundario de la cultura política dominicana,
sino un componente organizador. En la actualidad, ese discurso opera sobre dos
campos. El primero de ellos es el campo duro, del odio heredado directamente de
la prédica trujillista: es el que percibe y explica al haitiano como un agresor
cultural, político y biológico. El otro es más blando y fija su atención en la
pobreza haitiana. El migrante es descrito como una persona muy pobre que viene
a aprovechar los servicios dominicanos y resulta una carga insoportable para el
presupuesto y un competidor para los dominicanos pobres que deben consumir los
mismos servicios. La versión dura no otorga nada al haitiano: su principal
sistematizador contemporáneo,
Joaquín
Balaguer, lo recalcaba: «La influencia de Haití ha corrompido la fibra sagrada
de la nacionalidad (…) La vecindad de Haití ha sido y sigue siendo el principal
problema de la República Dominicana»3. La segunda, la blanda, los considera merecedores
de afectos básicos, pero omite sus inmensas contribuciones a la economía
nacional y en ningún momento los percibe como productores culturales. Una y
otra sirven de sustento para el arraigo de una visión racista en la que la
categoría de «negro» solo es aplicada al haitiano. El dominicano nunca lo es,
aun cuando sea de piel muy oscura: a lo sumo es «moreno». Hasta hace poco
tiempo los mulatos eran llamados «indios» y así quedaba estampado en los
documentos oficiales. Todo ello, en la que probablemente es la sociedad más
mestiza afrodescendiente de nuestro continente.
El
uso del «peligro haitiano» sigue siendo un recurso de primer orden para la
clase política dominicana. En ocasiones puede resultar un recurso coyuntural de
alta visibilidad –como ocurrió en 1996, cuando la derecha nacional se alió en
un llamado Frente Patriótico para impedir el ascenso de un político negro
progresista–, pero es también un recurso cotidiano cuando se trata de
enmascarar los graves problemas nacionales tales como el conservadurismo, la
corrupción y la depredación social. En cualquier caso, resulta un elemento
corrosivo de la cultura política democrática y auspiciador de tendencias
autoritarias y alterofóbicas.
Desde
comienzos del siglo xxi, el
antihaitianismo tomó un derrotero inédito: la institucionalización de la lucha
contra la inmigración haitiana, una «invasión pacífica» que no solo dañaba «las
fibras sagradas de la nacionalidad» sino que amenazaba con el copamiento del
propio Estado. En 2004 se dictó la Ley Migratoria (Nº 285), que dio un primer
golpe al derecho de suelo que había constituido la piedra de toque del sistema
de ciudadanía. Pero esta ley permaneció varios años sin reglamentación, por lo
que su impacto inicial fue reducido. Tres años más tarde, en 2007, la Suprema
Corte de Justicia, en un fallo sobre una disputa legal sobre el tema, dictaminó
un sinsentido memorable: los haitianos indocumentados deberían ser considerados
pasajeros en tránsito –aun cuando hubieran habitado la media isla por decenios–
y sus hijos no podían acceder a la ciudadanía por nacimiento. Acto seguido,
todas las oficialías fueron instruidas de no extender certificaciones de
nacimiento a las personas de origen haitiano que hubieran tenido padres en
condiciones irregulares. En 2010, una nueva Constitución conservadora
restringió medularmente el principio de ius solis, y un año más tarde la ley de 2004 fue
reglamentada de la peor manera imaginable.
Esta
institucionalización fue acompañada de violentos brotes racistas en varios
puntos de la geografía nacional, que culminaron en la expulsión e incluso el
asesinato de ciudadanos haitianos. La propaganda antihaitiana se intensificó
como nunca antes, usando como vectores a una serie de pequeñas organizaciones
bien financiadas y encabezadas por figuras de alta raigambre trujillista. La
prensa se hizo eco –a veces de manera francamente delirante– de la «invasión
pacífica» y de cálculos exorbitantes sobre los «millones de haitianos» en el
país. Y más de un político vio aquí un campo fértil para captar votos y apoyos,
prometiendo muros en las fronteras y expulsiones masivas.
En
este contexto de histeria fabricada, la elite política dominicana dio su paso
más deplorable: la desnacionalización de cientos de miles de personas
dominicanas de origen haitiano mediante la sentencia 168 de 2013 del Tribunal
Constitucional. El argumento legal fue que, siendo descendientes de personas en
situación irregular (en realidad, todos los inmigrantes estaban en una
situación legal que hoy se consideraría irregular, pero entonces era
sencillamente normal), sería anulada de manera retroactiva la ciudadanía de
todas aquellas personas de origen haitiano nacidas entre 1929 y 2010. Se trató
de una auténtica monstruosidad jurídica que lanzó a la apatridia a más de un
cuarto de millón de personas, la mayoría de las cuales no tenía nacionalidad
haitiana, ni hablaba creole, ni siquiera había visitado alguna vez el país
vecino. Los haitianos perdieron empleos y oportunidades de estudios, fueron
humillados en las oficinas públicas y debieron someterse a un escrutinio
burocrático degradante.
Pero
no por truculento el hecho debe considerarse una anomalía en el sistema
político dominicano. Fue el resultado lógico, como antes anotábamos, tanto de
los usos de los migrantes en la reproducción económica y política de esa
sociedad, como de las derivas autoritarias de la propia cultura política. Según
Wilfredo Lozano, fue «un producto directo del proceso de pérdida de poder
ciudadano y exclusión social que intenta asumir por la vía autoritaria los
problemas que genera la masiva inmigración haitiana en Santo Domingo»4. De alguna manera, esta
«organicidad» de la desnacionalización explica que el gobierno dominicano no
tuviera serias dificultades internas para ejecutar la resolución del Tribunal
Constitucional.
Aunque
todas las encuestas de opinión indicaban que la mayoría de la población no
simpatizaba con la medida, solo una «inmensa minoría» –compuesta por
intelectuales, activistas sociales y jóvenes dominico-haitianos afectados por
la expropiación de derechos– se opuso de manera pública, lo que dejó el
escenario libre para la actuación de los grupos chovinistas. Fueron días
particularmente tensos en los que, con total complicidad de la clase política,
se profirieron amenazas contra figuras democráticas y se realizaron actos de
violencia estructural y física contra residentes haitianos. Un informe de la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos que visitó la isla en diciembre de
2013 señalaba la prevalencia de un clima de «discriminación estructural:
afectación al acceso a los servicios básicos, incluyendo la educación infantil;
incremento de la vulnerabilidad de los grupos afectados y un régimen de
intolerancia e incitación a la violencia»5.
A
fines de 2013 se promulgó el decreto 327-13, que ordenaba a todos los
despojados de ciudadanía someterse a un programa de regularización que les
permitiría recuperarla en un plazo considerable, lo que fue complementado (con
fuertes presiones internacionales de por medio) en mayo de 2014 por la ley
169-14, que dispuso la devolución de la ciudadanía a quienes estaban
«legalmente» inscriptos en los archivos del registro civil, y remitía a los que
no poseían esta ventaja a un largo y costoso proceso de naturalización, aun
cuando pudieran demostrar que habían nacido en República Dominicana en momentos
en que ius solis
les concedía la ciudadanía. Es decir, dejó incólumes los argumentos ilegales y
xenófobos de la derecha, pero les antepuso una supuesta razón humanitaria para
beneficiar a una parte de las decenas de miles de afectados.
Estas
últimas personas debieron acogerse a un riguroso proceso que les exigía
justificar vínculos estables con la sociedad dominicana, estabilidad
socioeconómica, un tiempo suficiente de radicación, relaciones familiares,
etc., mediante la presentación de documentos formales difíciles de obtener para
una población que sobrevive en la informalidad. Tras 18 meses de gestión, se
informó que unas 288.466 personas habían presentado los papeles, pero se le
había negado la regularización a 17%. Según un informe del Programa de las
Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud)
basado en una encuesta nacional, 58% de los afectados no se presentó al
programa de regularización6. Y en 2016, la Mesa Nacional de Migraciones
reportaba a través de un periódico nacional que el proceso había dejado afuera
a medio millón de personas y denunciaba la ocurrencia de persecuciones y
deportaciones masivas sin garantías.
¿Quiénes son los «invasores
pacíficos»?
La
idea sembrada durante decenios acerca de cientos de miles de invasores
haitianos que parasitan a la sociedad, interesados en subvertir los valores
nacionales y copar el Estado para una fusión insular, comenzó a mostrar fisuras
cuando diferentes grupos técnicos miraron hacia dentro de la comunidad haitiana
y hurgaron tanto en su composición como en sus motivaciones. Tres conclusiones
reiteradas en esos estudios tempranos apuntaban a que los inmigrantes eran
normalmente personas en edades laborales óptimas que estaban empleadas la mayor
parte del tiempo, que sus cantidades eran mucho más discretas que las cifras
millonarias difundidas por los nacionalistas vocingleros y que una buena parte
de ellos no eran técnicamente migrantes, sino temporeros que circulaban y
estaban dispuestos a volver a Haití a la primera oportunidad.
En
2012 y 2017, el Fondo de Población de las Naciones Unidas (unfpa, por sus siglas en inglés) tuvo la
loable idea de patrocinar encuestas con muestras muy amplias que permitieron
realizar diagnósticos más exhaustivos y más convincentes para la comunidad
nacional7. La primera indicaba que había en el país 524.632
inmigrantes y 244.161 descendientes, una buena parte de ellos con nacionalidad
dominicana según las normas de derecho de suelo vigentes hasta 2010; 87% de los
inmigrantes eran haitianos, 77% de ellos en edades laborales óptimas y 65%
varones.
La
encuesta de 2017 –sobre la que me detengo con más detalle– fue más concluyente.
Se aplicó sobre 73.000 viviendas, donde fueron encuestados 24.547 migrantes de
todos los orígenes. Por entonces había 570.933 extranjeros y de ellos
nuevamente 87% eran haitianos, unos 497.825. Sumados los descendientes, el
total de personas haitianas o dominico-haitianas era de 750.174. Es decir, la
cifra total distaba mucho de los apocalípticos «uno o dos millones», y el
incremento de los inmigrantes no solo se debía a los haitianos, sino a extranjeros
en general.
Esto
representaba 5,6% de la población nacional, muy por debajo del porcentaje
aproximado de 10% de dominicanos que han emigrado a otros lugares, tal y como
hacen los haitianos, en busca de mejoras en sus condiciones de vida.
La
migración haitiana se había movido del campo a la ciudad (66% vivía en
ciudades, aunque otros inmigrantes se ubicaban en el medio urbano en 96%) y
seguía siendo predominantemente masculina (63%) en edades laborales óptimas;
71% se ubicaba en regiones de alta demanda de fuerza de trabajo, lo que apunta
a su funcionalidad productiva; 56% se empleaba en empresas privadas
–principalmente en las actividades agropecuaria y de construcción– y otro 33%
era cuentapropista, sobre todo en el área comercial.
Un
dato interesante es que, tanto en la construcción como en la agricultura, los
nacionales dominicanos tenían poca presencia, regularmente operaban en tareas
jerárquicas, por lo que los haitianos estaban ocupando y valorizando
actividades que en otras circunstancias no podrían funcionar, con el efecto
dañino que esto tendría en las cadenas de valor en que se insertaban.
Curiosamente, 73% estaba alfabetizado, una proporción que no es sustancialmente
diferente al porcentaje de alfabetización en República Dominicana, donde 17% de
la población es analfabeta.
Los
haitianos ocupaban el lugar inferior de la escala social inmigratoria. Sus
salarios promedio se ubicaban en torno de los 14.000 pesos (algo menos de 300
dólares estadounidenses al cambio del momento), lo que equivalía a 40% de los
salarios de los otros inmigrantes y a 80% de los promedios dominicanos; 95%
vivía sin seguros de salud y la mitad carecía de contratos formales. Era
también el grupo inmigrante que afrontaba mayores dificultades para realizar
trámites, debido tanto a que el sistema público dominicano resultaba poco
amigable, como a que la situación crítica haitiana les impedía obtener
documentos básicos. Ello se reflejaba en la situación de sus descendientes, que
continuaban ocupando los estamentos inferiores de la sociedad.
Sin
embargo, a pesar de la masividad, los inmigrantes haitianos no parecían ser los
invasores devoradores de la dominicanidad que denunciaban los grupos xenófobos.
Aproximadamente 16% de los haitianos entraban y salían usualmente del país, por
lo que técnicamente habría dificultades para considerarlos inmigrantes. Pero
entre los que habían entrado una sola vez, 32% lo había hecho en el último año,
por lo que, si consideramos los valores de 2012, una cantidad considerable de
haitianos había hecho un regreso sin retorno a su país. Todo ello, concluía el
informe, era «revelador del carácter circular de la inmigración en el grupo
predominante: el de origen haitiano».
A modo de conclusiones
Si
seguimos a Gary Freeman en su discusión sobre los regímenes de incorporación
–los marcos regulatorios que acotan las aspiraciones de integración de los
migrantes en los campos mercantil, legal, de acceso al consumo colectivo y de
producción y consumo cultural–, habría que concluir que los haitianos y sus
descendientes encuentran en República Dominicana muros francamente
infranqueables8. A sus usos en los espacios menos
favorecidos del mercado laboral –construcciones y agricultura– se une el acecho
ideológico y político a que son sometidos, que tuvo su peor expresión en la
desnacionalización masiva de dominico-haitianos en 2013.
Este
uso de la fuerza de trabajo haitiana es equiparable al uso que los empresarios
dominicanos hacen del mercado consumidor en la otra mitad de la isla. Y que en
última instancia habla del engarzamiento sistémico de la economía insular, y de
la manera como la asimetría de las partes actúa en beneficio del capitalismo
dominicano. Aunque la propaganda antihaitiana en República Dominicana se empeña
en mostrar los supuestos costos de la relación con Haití, en realidad sucede lo
contrario: la relación con Haití es, en varios sentidos, un subsidio monumental
para el capitalismo dominicano.
Pero
ello tiene un efecto perverso. Al mismo tiempo, la prevalencia de las políticas
de discriminación estructural, xenofobia y racismo que apuntalan la
subordinación haitiana constituye un caldo de cultivo ideal para la
proliferación de zonas autoritarias en la cultura política dominicana y en el
funcionamiento de su precario régimen político democrático. Mirar la cuestión
haitiana desde la tolerancia desprejuiciada es una necesidad para la sociedad
dominicana. Una manera de superar su propia esquizofrenia y entender la
historia común. Y una condición para avanzar en su propia realización
democrática.
Notas:
1. Manuel
Machado: La dominicanización fronteriza, Impresora Dominicana, Ciudad Trujillo,
1955, p. 53.
2. N. Fraser y
A. Honneth: ¿Redistribución o reconocimiento?, Morata, Madrid, 2006.
3. J. Balaguer:
La isla al revés, Corripio, Santo Domingo, 1994.
4. W. Lozano:
«República Dominicana en la mira» en Nueva Sociedad Nº 251, 5-6/2014,
disponible en www.nuso.org.
5. cidh:
Desnacionalización y apatridia en República Dominicana, disponible en www.oas.org/es/cidh/multimedia/2016/RepublicaDominicana/republica-dominicana.html.
6. «El proceso
de desnacionalización de personas dominicanas de ascendencia haitiana –afirma
el informe– reflejó prácticas excluyentes y discriminatorias que limitaron sus
libertades y derechos civiles y políticos. Y aunque solo una minoría de este
grupo fue finalmente desnacionalizada, se sentó un precedente legal que dejó
abierta la posibilidad de que futuras decisiones judiciales privasen
retroactivamente de derechos adquiridos a determinados grupos. Del mismo modo,
las personas afectadas por una negación de sus derechos tampoco fueron
reparadas, sino que se les obligó a naturalizarse como si siempre hubiesen sido
extranjeras». pnud: Informe sobre calidad democrática en la República
Dominicana, Santo Domingo, 2019, p. 50.
7. Los datos
que aquí exponemos corresponden a las encuestas nacionales de inmigrantes (eni)
de 2012 y 2017, publicadas por el unfpa en coordinación con el Ministerio de
Economía, Planificación y Desarrollo y la Oficina Nacional de Estadísticas de
República Dominicana.
8. G. Freeman:
«La incorporación de migrantes en las democracias occidentales» en Alejandro
Portes y Josh DeWind (coords.): Repensando las migraciones. Nuevas perspectivas
teóricas y empíricas, Instituto Nacional de Migración / Universidad Autónoma de
Zacatecas / Miguel Ángel Porrúa, Ciudad de México, 2006.