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Analía lo explica muy bien en su último artículo: la invitación a la liberación de la mujer, cuando no vino acompañada de los cambios sociales correspondientes, supuso en muchos casos la pérdida de la adaptación que la mujer había logrado a lo largo del tiempo en entornos patriarcales.
Des-adaptación femenina
En la
sociología europea de género, al analizar el paso de sociedades preindustriales
a las sociedades industriales se ve cómo la unidad económica pasa de la casa a
la fábrica y cómo esto tuvo, efectivamente, impacto en la vida de las mujeres.
Estas sociedades, aunque fuesen patriarcales, eran ginocéntricas; a saber,
tenían a las mujeres como centro económico de gestión y administración de lo
doméstico.
Con el
desarrollo industrial, la casa pierde su importancia económica y la mujer queda
relegada a las labores de cuidado, sin disponer del poder social que la
jefatura de lo doméstico le daba previamente. Los cambios sociales son reajustes
de contextos, cambios en las reglas del juego que pueden afectar positiva o
negativamente a los actores.
Por ejemplo,
centrándonos en el ámbito laboral, que la mujer encuentre menos obstáculos
formales para tener una vida laboral puede suponer un logro histórico, pero
también puede tener un lado perverso: al no existir ya mecanismos visibles de
discriminación, el peso del fracaso o la incapacidad de prosperar se
individualizan y caen en forma de losa de culpa sobre la mujer.
Si el contexto
ya no es el problema supuestamente porque la mujer ya puede trabajar y aun así
no lo consigue, es su culpa. Sin embargo, la realidad es que los obstáculos
siguen ahí: la carga de cuidados somete a la mujer a la doble jornada (en el
trabajo y en casa), la ausencia del hombre de las tareas de cuidados hace que
sean las mujeres las que tienen más complicada su trayectoria laboral después
del parto. Y aunque consigan acceder a esta vida laboral, en el contexto del
trabajo hay más obstáculos.
Por ejemplo, es
de sobra conocido en Sociología de las Organizaciones cómo algunos entornos
laborales masculinizados ponen fuertes barreras para el trabajo femenino: la
cultura masculina de una oficina/industria puede hacer que los hombres se
reúnan y apoyen entre ellos, tomen decisiones importantes en espacios privados
(comidas, bares, reuniones de grupo) que son espacios vedados para las mujeres.
Género y negociación
La voluntad por
sí sola es insuficiente para el cambio, sobre todo cuando hablamos de género.
El género, como construcción material y simbólica, es algo que se aprehende e
incorpora individualmente, pero también tiene una dimensión social/grupal (son
las sociedades las que imponen determinadas construcciones del género) y
estructural (las estructuras sociales, como el trabajo, la política, etcétera,
reparten posiciones según el género).
Cada persona se
encuentra en un tablero más o menos definido, con unas reglas más o menos
claras y con la posibilidad de hacer algunos movimientos y otros, no. De eso va
el género: de personas posicionadas en un tablero social según unos rasgos
corporales (determinadas órganos sexuales, determinados cromosomas y
determinadas hormonas) que le delimitan sus posibilidades sociales.
A partir de
ahí, en ese tablero, la persona negociará con el contexto para intentar moverse
como quiera, siempre dentro el marco de lo que puede hacer. La investigadora
turca Deniz Kandiyoti, utilizó el concepto de “negociación patriarcal” para
referirse a ese diálogo que establece la mujer en contextos sistémicos de
desigualdad de género con el fin de poder conseguir sus objetivos (trabajo,
libertad, tranquilidad). Sin embargo, una negociación siempre busca el
beneficio de las partes y, en el caso de la mujer, a veces los contextos no le
dejan mucha libertad de negociación.
Y, como explica
Elisabeth Kelan, cuando lo deseable choca constantemente con una realidad desilusionante,
puede darse lo que llama la fatiga de género: una frustración creciente debida
a la disonancia entre lo que se espera conseguir en la negociación y lo que
realmente se consigue. Las consecuencias de esa fatiga: naturalizar la
desigualdad, renunciar a situaciones de igualdad y sufrir por esto mucho
estrés; y este cansancio lleva a dejar de confrontar. De ahí la importancia del
feminismo ya que, si los cambios individuales suponen desventajas adaptativas,
la organización colectiva de esos cambios pueden dar lugar a renovaciones
culturales y generación de entornos más inclusivos.
El hombre también cambia
En el hombre
todo esto es distinto. Ya solo por la posición que ocupa, su negociación con el
entorno suele ser beneficiosa. Pero cuidado. Cuando analizamos las
masculinidades, no siempre tenemos la sensibilidad que tenemos con las mujeres
y corremos el riesgo de simplificar la realidad del hombre: el género es una de
las reglas del juego, pero existen otras.
Clase social,
color de piel, idioma, religión, sexualidad…, todo esto también reparte
posiciones y limita movimientos. Analizar la complejidad de ese tablero es lo
que hace el enfoque de la interseccionalidad. Pero no nos podemos parar a
analizar todos esos ejes aquí hoy, así que profundicemos solo en el de género.
Como en el caso de las mujeres, los hombres también viven un cambio social
importante: la crisis de la masculinidad hegemónica hizo que ya perdiesen
interés relatos de cómo ser hombre del tipo Rambo, James Bond o El Fari. Esos
modelos ya nos causan más risa que otra cosa.
La norma ya no
está ahí. Ahora el asunto es más complicado, porque comienzan a aceptarse
cuotas de cuidado, de autocuidado y de emocionalidad en el hombre. El hombre
ahora intenta ser un padre presente, intenta cuidar su imagen y ya no tiene
tanto miedo a mostrar emociones.
Pero eso no
genera igualdad per se. Decíamos que
el cambio individual no es suficiente sin cambios culturales. Y en este caso, la
difusión de modelos individuales de hombres más comunicativos, más emocionales
y que cocinan pizza los sábados por la noche no se traduce necesariamente en
sociedades más justas.
La socióloga
Cheri J. Pascoe denomina a estos nuevos discursos sobre ser hombre, las masculinidades
híbridas. Se trata de cambios en los relatos sobre cómo son los hombres
integrando nuevos elementos de sensibilidad, estética y cuidados sin que cambien
necesariamente las desigualdades estructurales que reparten posiciones en el
tablero.
Desigualdades camaleónicas
En principio,
ese cambio anuncia alegría e igualdad. Pero resulta que las reglas de género no
cambian: el hombre sigue sin limpiar el baño (seguro que hay algún lector
indignado diciendo “yo limpio el baño”; le felicito, pero también le invito a
ver estadísticas para saber cuántos hay como usted) y sigue sin cogerse el
máximo posible de permiso de paternidad.
La mujer sigue
teniendo una carga doble de cuidados o sigue teniendo que renunciar a
trayectorias laborales por la familia, por nombrar solamente algunas
desigualdades que persisten en el ámbito laboral. En resumidas cuentas, aunque
haya habido avances de género en la dimensión individual de representación
estética del cuerpo, siguen existiendo estructuras de desigualdad que hacen que
esos cambios, individuales, muchas veces supongan meramente desadaptación.
Que cambie lo
individual sin que lo acompañe lo estructural desacompasa. El género no va de individuos, va de sistemas: sistemas de repartos de
poder, de opciones y de posiciones en un tablero que siempre es social.
Plantear la
igualdad de género como una lucha para que los individuos consigan libertades
individualmente es una trampa que minimiza la importancia de los cambios
culturales, económicos, políticos y sociales. Ya basta de individualizar el
trabajo y de depositar en la persona la carga del cambio.
Necesitamos
ambientes que nos acompañen, porque solos y solas no siempre podemos.