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Mediados de mayo de 2017 en Guatemala y lo que ensombrece el ambiente no
son sólo los nubarrones cargados con las primeras lluvias invernales. Una
amplia movilización de soldados, policías y fiscales se dirige hacia una
región fronteriza al occidente del país.
Es la señal inequívoca de que, a juicio del Estado, algo va muy mal: El
Ejecutivo declara el Estado de sitio y lo aprueba el Legislativo. Se impondrá
en los municipios de Tajumulco e Ixchiguán en el departamento de San Marcos,
situado en la frontera con México. El estado de sitio es uno de los regímenes
típicos de un estado de excepción, es decir, de un régimen en el cual el Estado
suspende total o parcialmente ciertos derechos fundamentales, normalmente con
el fin de asegurar, la gobernabilidad y el orden público.
Y no es un tipo cualquiera: por encima del estado de sitio sólo se
encuentra el estado de guerra, la figura más grave del régimen de excepción, la
que impera en graves conflictos internacionales o para enfrentar amenazas de
origen externo a la seguridad de la Nación. Hacía mucho tiempo que no se
instauraba uno en el interior del país.
Los dos últimos fueron el que decretó Otto Pérez Molina en mayo de
2013 con motivo
de conflictos en cuatro municipios de Jalapa y Santa por la minería a cielo
abierto; y dos años antes, el que
abarcó el departamento de Petén, para enfrentar la amenaza de una estructura de
criminales y sicarios, vinculados a organizaciones narcotraficantes, que asesinó a 27 campesinos. Ahora los medios de comunicación reportan que de dos mil a tres mil
uniformados (dos terceras partes de ellos, militares) pretenderán restablecer
el orden público y la estabilidad en ambos municipios en treinta días.
Ese orden que, según las declaraciones del Ministro de la Defensa,
se había roto en las semanas anteriores tras la escalada crítica de viejos conflictos
de límites territoriales y las pugnas violentas entre grupos armados que han
manejado el ilícito y muy rentable negocio de la producción de amapola.
Así que el estado de sitio posibilita que las fuerzas militares y de
seguridad pública puedan concentrarse y operar en un ambiente ventajoso[1]. [2] Según parece, fue el extremo del secuestro de 17 agentes
policiales destacados en Tajumulco lo que llevó al Ejecutivo a calificar como
grave la situación. En un decreto gubernativo expresó que sus razones fueron la existencia “de una
serie de hechos graves que ponen en peligro el orden constitucional, la
gobernabilidad y la seguridad del Estado, afectando a personas y familias,
poniendo en riesgo la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el
desarrollo integral de las personas”.
Pero algo no cuadra. Los conflictos locales territoriales y el negocio
ilícito de la amapola se remontan varias décadas sin que las autoridades
estatales y locales se hayan interesado por reconocerlo como un problema
público. Así que merece reflexión establecer qué llevó al Ejecutivo a
considerar insoportable el statu quo y a intervenir en esos territorios
de manera más audaz, directa y permanente. Lo que a nuestro juicio es más
importante– es que, al intervenir de este modo, el cultivo y la producción
ilícita de amapola ha alcanzado por vez primera en la agenda pública un lugar
inédito que obliga a reconocerlo como un problema público y que no puede
volver a verse como marginal.
Pero al mismo tiempo, la
intervención plantea otras preguntas: ¿Es eficaz la política represiva que ha
tomado el Estado durante décadas? ¿Qué otros enfoques alternativos y
complementarios han dado mejores resultados en otras latitudes y merecen ser
considerados para ser aplicados en nuestro país?
En Guatemala impera un régimen prohibicionista de las drogas, un régimen
en el que se considera ilegal y se sanciona penalmente la producción,
distribución, posesión y uso de ciertas drogas o sustancias psicoactivas,
excepto cuando se trata de usos médicos o para la investigación científica.
Entre las principales de dichas sustancias se encuentran la marihuana, la
cocaína y la heroína, ésta última derivada de la amapola. Ese régimen
prohibicionista es más extremo que en otros países, incluyendo a vecinos como
México y Costa Rica, porque la Ley Contra la Narcoactividad fija penas de cárcel por posesión de droga para el consumo personal e
incluso la pena capital en caso de que un delito de drogas resulte en la muerte
de alguna persona.
En el istmo
centroamericano, Guatemala es el único país que cultiva y produce amapola, y lo hace a una escala que solo es inferior a la
de México y Colombia en todo el continente[3].
Pero según el informe que elaboró la Comisión
Nacional para la Reforma de la Política de Drogas en septiembre de 2014[4],
nuestro país se
caracteriza por servir primordialmente para el tránsito ilícito. No
extraña por ello que nuestra política de drogas se haya enfocado en combatirlo
más que en abordar su producción y consumo. Son áreas éstas que exigen
especialmente intervenciones en materia de desarrollo y salud pública, no desde
la perspectiva de la seguridad y la justicia penal. De ahí que en la práctica,
aunque exista la Comisión para el Control del Abuso y Tráfico Ilícito de
Drogas, hayan sido sobre todo las fuerzas de seguridad, justicia y defensa
quienes hayan decidido, orientado y ejecutado la política nacional de
drogas y que entidades como los Ministerios de Salud Pública, Educación,
Agricultura y Desarrollo Social desempeñen un papel limitado pese a que
las drogas constituyen un problema multidimensional y transversal a la acción
pública.
En suma, un régimen
prohibicionista y una política de drogas parcial y enfocada sólo desde la
seguridad y la justicia penal han imperado aquí durante décadas. Y justamente
en este entramado, el Gobierno ha afrontado el problema del cultivo y la
producción ilícita de amapola intentando erradicar forzosamente las
plantaciones en ciertas zonas de los municipios involucrados (en general,
aldeas seleccionadas de manera aleatoria)[5].
También se ha puesto énfasis en las capturas, la persecución penal y la
extradición de algunos de los jefes de los grupos delictivos organizados que
operaban en esa área.[6]
Aunque con respecto a las capturas el discurso es equívoco: según la
Comisión, las estadísticas de la Policía Nacional Civil reportan apenas unas
decenas de casos de detenciones de cultivadores en varios años, lo que implica
el uso deliberado de una estrategia de despenalización de facto en
varias administraciones de gobierno. Esto, a todas luces, constituye un signo
importante de que el Ejecutivo mismo reconoce las limitaciones de un enfoque de
seguridad y justicia penal.
Por otra parte, aunque parecen haberse ejecutado en diferentes momentos
históricos algunos proyectos específicos de la cartera de
Agricultura y Alimentación orientados a sustituir cultivos en algunas
comunidades, no existen registros documentales del diseño y alcance de dichas
intervenciones, ni mucho menos evaluaciones de los resultados. Incluso proyectos anunciados desde el Ejecutivo a inicios de 2015 se
quedaron en el tintero y lo poco que se hace al respecto es con recursos
municipales y de cooperación internacional.
Según la Comisión, uno de los graves déficits del Estado en materia de
drogas era el escaso y poco fiable conocimiento acerca de la producción de
cultivos ilícitos en el país, particularmente de la amapola.
Mientras que el Ministerio de Gobernación informaba verbalmente
(pero nunca a través de documentos oficiales) que existían varios miles de
hectáreas de cultivo, el Bureau of
International Narcotics and Law Enforcement Affairs (INL) señalaba en un
informe público que las cantidades estimadas habían ascendido a 220 hectáreas
en 2011 y a 310 hectáreas en el año 2012. Este año el INL informó de un incremento notable en 2014, con 640 hectáreas,
y luego un descenso no menos importante hasta la cantidad de 260 hectáreas en
2015. Estos datos colisionan seriamente con la percepción de los funcionarios
guatemaltecos de que hay una tendencia ascendente clara en el cultivo y la
producción de amapola.
Así, la situación problemática en el área no sólo no se ha revertido,
sino que ha tendido a extenderse y consolidarse con el tiempo. Todo ello
tiene que ver con la ausencia del Estado y de servicios públicos básicos,
alimentada a su vez por el curioso silencio que se ha mantenido sobre el
problema de la amapola en la agenda pública nacional.
Desde hace ya tres años
los Estados Unidos viven una epidemia de muertes por
consumo de heroína y opiáceos sintéticos, como el fentanilo. Casi 160,000
personas murieron allí de 2014 a 2016 y la tendencia se mantiene. Los grupos narcotraficantes de México, que son la principal fuente de heroína para el mercado estadounidense, manejan el negocio ilícito de la amapola en
Guatemala. En Tajumulco domina el cartel Jalisco Nueva Generación y en Ixchiguán el
cártel de Sinaloa.
El amplio control de facto que mantienen en estos territorios los
grupos delictivos evidencia que se necesita mucho más que acciones de seguridad
y justicia penal; se necesitan sobre todo acciones basadas en enfoques de salud
pública y desarrollo. De lo contrario, el problema seguirá profundizándose, y
podría extenderse a otros territorios cercanos.
El ministro de la Defensa mismo lo deja ver: “Después de estabilizada el
área tienen que entrar otros ministerios: Agricultura, Desarrollo, por ejemplo,
para establecer proyectos de desarrollo para hablar de que en el futuro esto no
vuelva a ocurrir”.
Si las propias instituciones de seguridad, justicia y defensa reconocen
que los resultados que se alcancen por vía de sus propias intervenciones sólo
pueden ser limitados e insuficientes, ¿por qué entonces no cambiar ya
abiertamente el enfoque hacia el problema de la amapola? ¿Por qué no hacer ya
el viraje desde el enfoque de seguridad hacia uno más integral y balanceado, en
el que la salud pública y el desarrollo sean más bien las variables
prioritarias, atendiendo así a las circunstancias y factores de fondo del
problema de la amapola?
En 2014 el Woodrow Wilson Center elaboró un informe sobre la Iniciativa Regional de
Seguridad para América Central (CARSI) en Guatemala, que incluyó una valiosa
sección de investigación en el terreno sobre el problema de la amapola. Según
el documento, muchos incentivos favorecen que las comunidades cultivadoras se
dediquen a esta actividad desde mediados de los 70 aun sabiendo de su ilicitud:
los porcentajes de personas viviendo en pobreza general en Ixchiguán,
Tajumulco y Sibinal alcanzaban en 2009 las cifras de 88.5, 93.3 y 90
respectivamente, los porcentajes la extrema pobreza 38.1, 38.9 y 43.9
respectivamente.
No necesita mayor justificación la urgencia de que el Estado ponga en
marcha políticas de desarrollo y de acceso a los servicios básicos en esa
microrregión. Por otra parte, del cultivo y producción de amapola se extrae el opio y su principal
derivado ilícito: la heroína. Esta
es la sustancia psicoactiva más lucrativa en el mundo para las organizaciones narcotraficantes
y, según el informe del Woodrow Wilson Center, su cultivo en Guatemala
representa para los campesinos involucrados aproximadamente 50 veces más que el
del maíz.
Ni consideraciones de tipo moral ni de la propia salud de los campesinos
y su familia parecen ser efectivas para que dejen de cultivar la amapola, pues
la situación generalizada de pobreza y necesidad en que viven y la posibilidad de mejorar sus ingresos les empuja a incorporarse al negocio o a seguir en él. ¿Cuáles pueden
ser entonces las políticas o estrategias alternativas para abordar el problema
de manera más adecuada y eficaz?
En primer lugar,[7]
un enfoque de desarrollo sobre el problema de la amapola implicaría programas y
proyectos de desarrollo alternativo[8]
en los municipios involucrados y cercanos a dicha área geográfica. Esta visión
se deriva del supuesto de que la falta de oportunidades de desarrollo es la
causa principal del cultivo de drogas.
Esta aproximación se ha llevado a cabo–con diversos grados de eficacia y
resultados positivos– en relación a los cultivos de hojas de coca en zonas de Colombia, Bolivia, Perú y Ecuador. El gobierno de Jimmy Morales ha dado ya algunos
pasos en la línea de un enfoque de desarrollo sobre el problema de la amapola,
con la aprobación en reuniones ordinarias de la CCATID, celebradas en marzo y
junio de 2017, de mandatos a las instituciones miembros y a la Secretaría
Ejecutiva (SECCATID), para que preparen una propuesta de programa de desarrollo
alternativo. Habrá que ver si el enfoque de desarrollo logra con el tiempo cuajar
institucionalmente.
De cualquier manera, los programas de desarrollo alternativo enfrentan
también grandes desafíos. No se trata solamente de sustituir los cultivos
ilícitos por otros lícitos (estrategia simplista ésta que fue fallida durante
los setentas y ochentas en la región andina), sino de una estrategia integral
que trata de abordar los factores causales de una economía ilícita de drogas.
Entre los retos más importantes está encontrar mercados para los
cultivos alternativos; se necesita de instituciones fortalecidas, coordinadas y
capacitadas para emprender un enfoque que es, por naturaleza, multidimensional
e interinstitucional (educación, economía, salud, agricultura, etc.); se
necesitan altas inversiones en infraestructura y llevar servicios públicos a
las comunidades; se necesita proveer acceso a la tierra y generar
gobernabilidad y una cultura de la legalidad; se necesita flexibilidad y visión
de largo plazo para esperar a resultados sólidos y la transición de una
economía local ilícita a otra lícita; se necesita que dichos programas y
proyectos se asocien a un programa de desarrollo más amplio que se oriente a
las poblaciones rurales marginales, etc.
Sin que concurran estos factores, no es razonable esperar que los
programas de desarrollo alternativo logren los ambiciosos resultados que se
plantean. En definitiva, pasar del enfoque de seguridad prevaleciente a uno de
desarrollo conlleva importantes dificultades y riesgos que también deben ser
adecuadamente ponderados. El éxito de los programas de desarrollo alternativo
no está garantizado e incluso, como algunos de sus críticos lo han señalado durante años, se trata de un éxito cuestionable porque la
mejoría de las condiciones de vida de los campesinos no suele ser sustantiva ni
permanente. Y, también, porque tiende a ocurrir un desplazamiento geográfico de
la producción de unos lugares a otros, trátese de aldeas, municipios o incluso
países. Ocurrió, por ejemplo, con el aumento de la producción de hoja de coca en Perú durante los años de mayor éxito del Plan Colombia
frente a dicha planta en este país, pero también a la inversa en los últimos años. Los especialistas le llaman “efecto globo”.
Como colofón de este análisis, es importante resaltar que las opciones
de política pública frente a la amapola no se agotan con el enfoque de
seguridad predominante, ni con la opción del enfoque de desarrollo que apenas
comienza a gestarse.
De la amapola, además
de la heroína, también derivan la morfina y una serie de opioides que sirven
como medicamentos eficaces para el control del dolor severo: como el cannabis,
la amapola también puede tener usos positivos y medicinales.
Así, también sería
perfectamente posible aplicar en nuestro país un enfoque de salud pública al
problema de la amapola, sin que el país transgreda ningún compromiso
adquirido con los Estados Miembros de la Organización de Naciones Unidas. Es
decir, poner en marcha una política de regulación con fines medicinales, según
la cual el cultivo y la producción de amapola serían en adelante una actividad
lícita en el territorio nacional, siguiendo estrictamente la normativa
internacional y las indicaciones al respecto de la Junta Internacional de
Estupefacientes (JIFE).[9]
La regulación de la amapola para fines medicinales es una política que
se implementa desde hace décadas en países como España, Australia, Francia,
Turquía, India, Hungría y Tailandia. En 2014, según un informe de la Fundación Beckley, 18 países la cultivaban y producían legamente a fin de proveer a sus
habitantes acceso a medicamentos esenciales, o bien para cubrir la demanda
existente a nivel global. ¿Por qué regular la amapola para fines medicinales es
una opción alternativa y plausible de considerar en las políticas públicas
guatemaltecas? Porque, de acuerdo a un reciente informe de Human Rights Watch,
Guatemala es uno de los muchos países
del mundo que son considerados por la
Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes como países “con
disponibilidad de opioides ‘muy inadecuada’”, lo que significa que en nuestro
país muchas personas mueren de dolor y con dolor porque la morfina y los
opioides son muy caros o de difícil acceso por la rígida burocracia y
normativa.[10]
De hecho, según dicho reporte, “la cantidad anual de morfina que se
consume en Guatemala alcanza para tratar a aproximadamente 3.000 pacientes con
cáncer o SIDA terminal por año, lo que representa cerca del 35% de las personas
con esas enfermedades que la necesitan”, sin tomar en cuenta aquí las
necesidades de morfina de las personas con dolor por enfermedades cardíacas y
pulmonares o diabetes.
La necesidad de la población guatemalteca de acceso a medicamentos
derivados de la amapola, pues, es ingente y debe ser atendida mediante políticas
públicas adecuadas y efectivas, entre las cuales la regulación medicinal de la
amapola merece ser analizada y considerada con seriedad. Mejorar los cuidados
paliativos en la población guatemalteca puede ser un legítimo objetivo
específico asociado a una eventual política de regulación medicinal de la
amapola.[11]
Al mismo tiempo, como lo apuntaba en 2014 el estudio de la Fundación
Beckley, podría significar también “una alternativa sustentable para los
campesinos actualmente involucrados en el cultivo ilícito de amapola”. En esta
línea, en su informe de septiembre de 2014, la Comisión Nacional de Reforma de
la Política de Drogas recomendó al Ejecutivo que se desarrollará “una
investigación rigurosa y exhaustiva sobre el cultivo de la amapola” como base
para una discusión amplia y pública sobre la conveniencia de adoptar una
política de regulación medicinal de la planta. Pero la investigación aún no se
ha emprendido.
Aún con todo esto, nada garantiza anticipadamente el éxito de un enfoque
de salud pública bajo el que se regularía el uso medicinal de la amapola, como
pasaba igualmente con el caso del desarrollo alternativo. Hay expertos que
consideran que dichas políticas no ayudarían al combate de la pobreza, o bien
generarían nuevos problemas, como un aumento del uso problemático de los
opioides en razón de su alto potencial adictivo.
Para abordar el viejo asunto de la amapola en nuestro país no es
sostenible ni racional seguir aplicando las viejas y fallidas políticas de
seguridad y justicia. Tras varias décadas en esas, el problema sigue en pie y
demanda avanzar hacia nuevas políticas y estrategias de drogas integrales y
balanceadas que atiendan de manera más eficaz un problema complejo y
multidimensional, incorporando un enfoque de salud pública y desarrollo para
alcanzar objetivos más amplios, respetuosos de los derechos humanos y en
beneficios de las personas y la sociedad en su conjunto.
En especial, los de las comunidades de cultivadores del “triángulo de la
amapola” que durante décadas no han tenido mayores alternativas ni
mejores incentivos que dedicarse al cultivo y producción ilícita de la amapola.
Aunque la propuesta de una regulación medicinal de la amapola sea una
“manzana envenenada” a nivel político, porque la propuso y defendió el
ex-presidente Pérez Molina, hoy a la espera de sentencia por corrupción,
resulta necesario retomarla con seriedad. Esto implica, en principio, superar
la importante barrera de los conocimientos insuficientes de que disponemos
acerca de los cultivos y la producción de amapola en nuestro país, pero también
en torno a las experiencias de otros países que hoy en día implementan un
régimen regulatorio con fines medicinales.
Necesitamos ir más allá de un debate sectario o ideológico sobre el uso
medicinal de la amapola hacia uno abierto y democrático, que exceda los límites
estrechos fijados por el régimen prohibicionista imperante desde hace décadas.
Esto implica una visión abierta y una disponibilidad al debate público basado
en evidencia.
El desafío de una política de drogas integral y balanceada está ante
nosotros, y llamará a la puerta hasta que atendamos.
Christian Espinoza fue Secretario Técnico de la Comisión Nacional para
la Reforma de la Política de Drogas
[1] El Estado de sitio limita derechos fundamentales a
los ciudadanos que la Constitución reconoce efectivamente en una situación de
normalidad y que obliga al Estado a respetarlos, a saber: los de libertad de
acción, detención legal, interrogatorio a detenidos, libertad de locomoción,
derecho de reunión y manifestación y portación de armas. Impera así un régimen
de excepción en Tajumulco e Ixchiguán en el cual el Presidente de la República,
a través del Ministro de la Defensa Nacional, ejerce directamente el Gobierno.
[2] Por su importancia, vale la pena transcribir el
Art. 16 de la Ley de Orden Público, que reza así: “El Ejecutivo podrá decretar
el Estado de Sitio no sólo con el motivo de actividades terroristas, sediciosas
o de rebelión que pretendan cambiar por medios violentos las Instituciones
Públicas o cuando hechos graves pongan en peligro el orden constitucional o la
seguridad del Estado; si no también cuando se registraren o tuvieren indicios
fundados de que han de sucederse actos de sabotaje, incendio, secuestro o
plagio, asesinato, ataques armados contra particulares y autoridades civiles o
militares u otras formas de delincuencia terrorista y subversiva. Para los
efectos del último párrafo del artículo 152 de la Constitución de la República,
los hechos enumerados a los indicios fundados de que pueden sucederse, serán
considerados como constitutivos de guerra civil”.
[3] Como muy bien lo subraya el informe de la
Comisión, desde la perspectiva de las agencias estadounidenses en materia de
drogas, Guatemala está considerada –como todos los países centroamericanos– en
el listado de los principales países de tránsito ilícito de drogas, pero no lo
está como uno de los principales países productores de drogas ilícitas, pues
dichas agencias consideran como productor principal de drogas ilícitas a un
país donde se cultivan o cosechan más de 1 mil hectáreas de amapola ilícita en
un año, o más 1 mil hectáreas de coca, o más de 5 mil hectáreas de marihuana, a
menos en este último caso de que el Presidente estadounidense determine que
esta producción no afecta significativamente a su país. Así, de acuerdo a la
Comisión, “las bajas cifras de producción potencial de opio y de hectáreas
cultivadas de amapola resultan muy inferiores frente a lo que ocurre en países
como México y Afganistán, lo cual explica también que la cooperación
internacional estadounidense en esta materia sea históricamente mucho menor a
la proporcionada en relación al combate del tráfico ilícito de drogas”.
[4] La Comisión Nacional para la Reforma de la
Política de Drogas, que funcionó durante 2014 a mediados de 2015 en el Gobierno
del ex-Presidente Pérez Molina, tenía la misión de formular propuestas de
“políticas públicas sobre las drogas que tengan una naturaleza integral,
multidisciplinaria y respetuosa de los derechos humanos y las libertades
fundamentales” (Art. 2 del Acuerdo Gubernativo 196-2013). La Comisión entregó
el 18 de septiembre de 2014 un primer informe que incluía hallazgos y análisis
crítico sobre el problema y la política de drogas en el país, además de algunas
recomendaciones iniciales. Sin embargo, en virtud de la crisis política que
estalló en el país a mediados de abril de 2015 y desembocó en la renuncia a la
Presidencia de Pérez Molina a inicios del mes de septiembre de ese mismo año,
el previsto informe final de la Comisión nunca fue entregado.
[5] Los departamentos en los que se ha reportado
oficialmente la erradicación de cultivos ilícitos de amapola son San Marcos,
Quetzaltenango y Huehuetenango. Sin embargo, el área principal de las
erradicaciones ha sido San Marcos y, particularmente, los municipios de Ixchiguán,
Tajumulco y Sibinal, que en su conjunto son conocidos como “el triángulo de la
amapola”.
[6] Los dos más importante de ellos
fueron Juan Alberto Ortiz López, alias “Chamalé”, y Cornelio Chilel.
“Chamalé”, conocido en algún momento como “el Rey de la heroína”, fue arrestado en 2011 y extraditado a los Estados Unidos de
América por cargos de narcotráfico en mayo de 2014. Chilel, por su parte, fue
capturado a finales de agosto de 2006 y escapó de la justicia guatemalteca en
julio de 2007 para ser recapturado en 2015 y luego condenado a 54 años de
prisión.
[7] El desarrollo alternativo fue adoptado a nivel global,
en la Sesión Especial de las Naciones Unidas sobre el problema mundial de las
drogas de 1998, como una estrategia adicional a la erradicación y la aplicación
de la ley para eliminar los cultivos ilícitos de la hoja de coca y la amapola.
[8] En la literatura especializada se sostiene que la
naturaleza del enfoque varía según el medio de que se trate, pudiendo adoptar
una perspectiva que –vinculada a un enfoque de control de la oferta de drogas–
prioriza la seguridad, con acciones inmediatas de represión y erradicación de
cultivos ilícitos (aunque este enfoque ha sido desacreditado por experiencias
concretas que demuestran su insostenibilidad); o bien una que se centra
directamente en mitigar la pobreza y potenciar el desarrollo.
[9] El artículo 19 de la Convención Única de
Estupefacientes de las Naciones Unidas de 1961 establece que los Estados pueden
prever la cantidad de estupefacientes que será consumida con fines médicos y
científicos, así como la superficie de terreno en hectáreas que se destinará al
cultivo de la amapola (o adormidera), su ubicación geográfica y la cantidad
aproximada de opio que se producirá. Existen también otras regulaciones
específicas adicionales que no es necesario referir aquí.
[10] El informe de Human Rights Watch señala
críticamente que “las reglamentaciones y prácticas de control de drogas de
Guatemala muestra que estas exceden ampliamente los requisitos de la Convención
de 1961 y crean obstáculos significativos a la posibilidad de recetar y
suministrar opioides a pacientes ambulatorios”, entre ellos: que los médicos
tienen un solo talonario de recetas especial que debe ser pagado por ellos y
solo puede comprarse en un lugar del país y para cuya renovación se exige que
se devuelva el anterior; y que los pacientes en general deben obtener la
autorización de una receta en la sede del Ministerio de Salud para que una farmacia
pueda suministrar los medicamos, lo cual sólo puede hacerse en la Ciudad de
Guatemala y de forma personal.
[11] No existen iniciativas semejantes en México y
Colombia desde el Ejecutivo. Sin embargo, en el estado de Guerrero, México, que concentra las más altas cifras de
cultivo y producción de amapola en ese país, sí se promovió en 2016 a nivel del
Gobierno estadual una iniciativa de regulación
de la amapola con fines medicinales.