www.nuso.org / sept-oct 2019
Si Evo Morales
aún tiene posibilidades de ser reelegido en 2019 –pese a su desgaste político–,
ello se debe a la economía. Es allí donde la oposición tiene más dificultades
para enfrentar a un gobierno que combinó crecimiento sostenido con baja
inflación. Pero ¿en qué consiste el «modelo boliviano»? ¿Cuáles son sus
potencialidades y límites?
Mientras corría
2018, pocos apostaban a que Evo Morales podría ganar una tercera reelección. En
primer lugar, porque el presidente boliviano venía de una derrota en el
referéndum constitucional del 21 de febrero de 2016: 51% de la población había
rechazado el cambio a la Constitución que él propuso y que habría levantado la
prohibición, contenida en esta, para que se reeligiera una vez más. En segundo
lugar, porque acababa de sortear esta derrota a la manera tradicional de los
caudillos latinoamericanos: ordenando al Tribunal Constitucional que lo
habilitara mediante una «interpretación» de la Constitución que, en los hechos,
la cambia al aceptar la posibilidad de la reelección indefinida. Esa
habilitación despertó la ira de los sectores medios de la población, donde está
más enraizada la ideología liberal –alternancia presidencial e igualdad ante la
ley–. De estos sectores había surgido el Movimiento 21-F para rechazar la
legitimidad de la candidatura de Morales para las elecciones del 20 de octubre
de 2019.
En la segunda
mitad de aquel 2018, el presidente aparecía empequeñecido en las encuestas,
mientras el ex-presidente Carlos Mesa, que aún no se había postulado, subía
sostenidamente y era considerado el «hombre que podía ganarle a Evo». Al mismo
tiempo, el movimiento 21-f cometía el error de concentrar sus esfuerzos en
tratar de impedir que Morales se convirtiera en candidato, algo que no tenía
fuerza suficiente para lograr.
A comienzos de
2019, el mandatario boliviano había logrado adelantar el comienzo del proceso
electoral y ocho frentes opositores habían decidido, pese a todo, entrar en las
elecciones. En este momento, el movimiento 21-f comenzó su retirada, sumándose
a la fragmentación electoral de la oposición. También empezaba una tendencia
que duraría toda la campaña: el estancamiento de los números de Mesa, que no
avanzaba en las encuestas, mientras Morales subía lentamente, pero con
seguridad, desde una posición de empate con el ex-presidente hasta otra que le
garantizaba ganarle en la primera vuelta. Este comportamiento no se debía a que
todos los decepcionados de Morales retornaran al redil –y por eso el Movimiento
al Socialismo (Mas) no obtenía resultados como los de 2014, cuando logró 63%–
sino a que muchos «perdonaban» al líder indígena por un conjunto de factores
que expondremos a continuación. No hay que olvidar, además, que la derrota en
el referéndum fue por escaso margen contra toda la oposición unificada en el
«No».
En primer
lugar, la mayoría seguía aprobando su gestión de gobierno, aunque por margen
estrecho; en segundo lugar, su imagen personal, aunque era más rechazada que en
cualquier momento desde que se volvió presidente, seguía siendo más fuerte que
la de cualquier otro político boliviano. En parte, estas cifras se debían a un
fenómeno de identificación étnica y social: proporcionalmente, el presidente
lograba casi el doble de votos en las pequeñas ciudades y en el campo que en
las grandes urbes, como La Paz, Cochabamba o Santa Cruz de la Sierra. Mientras
más indígena y económicamente más modesto es un elector, más probabilidades
existen de que vote por el Mas.
Sin embargo, el
factor fundamental del apoyo electoral al Mas sigue siendo aquel que el
consultor político James Carville, en la primera campaña de Bill Clinton,
refería con una pintoresca y muy conocida frase: «Es la economía, estúpido». Según una encuesta preelectoral de Ciesmori, 36%
de los bolivianos piensa que la situación económica del país es hoy «buena» y
27%, que es «regular»1. Pese a la crisis de Argentina y Brasil y al débil
comportamiento de la economía sudamericana en general, el PIB de Bolivia
crecerá más de 4% este año, un resultado menos elevado que el de años pasados,
pero todavía capaz de despertar ilusiones. 43% de la gente cree que hoy está
«un poco mejor» que hace un año (10% mucho mejor; 21%, igual), en agudo
contraste con las opiniones de los analistas opositores respecto a la
situación, según las cuales esta es crítica por la pérdida de casi 2.000
millones de dólares anuales de reservas como consecuencia del déficit comercial
del país, que se debe, sobre todo, a la caída de los precios internacionales
del gas2.
Se supone que
en los próximos años esta pérdida deteriorará el nivel de las reservas de
divisas a un punto peligroso para la estabilidad financiera del país, excepto
si el nuevo gobierno implementa políticas de «ajuste», es decir, reduce la
inversión pública y disminuye las importaciones –en su mayoría, de productos
industriales–, lo que ralentizará el crecimiento3. Obviamente, el voto se explica siempre por las
percepciones populares y no por las de los expertos de los centros de
investigación. Y 40% de los votantes considera que su situación personal y
familiar estará «un poco mejor» dentro de un año; 15%, que estará «mucho
mejor», y 13%, «igual»4.
Las evonomics
¿En qué han
consistido hasta ahora las evonomics? Básicamente, en la combinación de
estatismo en las «áreas estratégicas» de la economía, como el gas y la
electricidad; en una alianza con el sector privado a cargo de las grandes
(agro)industrias nacionales, el comercio de gran escala y las finanzas; y en un
«pacto de coexistencia pacífica» con la masa de pequeños emprendimientos
artesanales y comerciales, que ocupa a más de 60% de la fuerza de trabajo, pero
no cumple con las leyes laborales e impositivas del país. Esta es la «economía
plural» que promueve la Constitución y que se ha beneficiado en su conjunto del
superciclo de las materias primas que benefició a la economía latinoamericana
entre 2004 y 2014. Las diferencias con el manejo chavista de Venezuela son,
como puede verse, enormes.
Bolivia ha
tenido siempre una economía primaria y exportadora, por lo que generalmente ha
reaccionado con gran sensibilidad a los cambios del comercio mundial.
Adicionalmente, en este periodo de prosperidad, gracias a las políticas
nacionalistas del gobierno, una buena parte de la riqueza extraordinaria que el
país obtuvo por la venta de gas a Brasil y Argentina, así como por las
exportaciones de minerales –alrededor de 100.000 millones de dólares– quedó
dentro de las fronteras5.
El «modelo
boliviano» considera la existencia de dos sectores: uno «generador de
excedentes», compuesto por las actividades petrolera, minera y eléctrica, y
otro sector «generador de ingresos y empleos», conformado por las manufacturas,
la actividad agropecuaria, la construcción, el turismo, etc. El modelo se basa
en la toma del primer sector por parte del Estado, que así se convierte en el
principal actor de la economía, y luego en la transferencia de los excedentes
de este al segundo sector por la vía del gasto público y la redistribución
económica, es decir, de la ampliación de la demanda. Se diferencia así de lo
que ocurría en los años 90, bajo el neoliberalismo, cuando los excedentes
salían de la economía nacional por fuga de capitales y por el pago de las
utilidades de los inversionistas extranjeros6.
Luego de
revertir la orientación del flujo del excedente por medio de la
nacionalización, el Estado debe usar este flujo para: a) industrializar las
materias primas, b) animar y transformar el sector generador de empleo e
ingresos y c) garantizar la igualdad social7.
En el periodo
de aplicación de este modelo, se incrementaron el consumo y las actividades
destinadas a satisfacerlo, así como el bienestar social. La extrema pobreza
monetaria (medida en ingresos de menos de dos dólares al día) cayó de 38% a 18%
y hoy es de solo 10% en las ciudades. Al mismo tiempo, Bolivia se convirtió en
un país de ingresos medios, donde «solo» 30% de la población gana menos de
cuatro dólares por día8. El shock
de liquidez también convirtió a las principales industrias de cerveza,
gaseosas, cemento y telecomunicaciones en empresas de porte considerable,
mayoritariamente en manos de conglomerados extranjeros.
Asimismo, impulsó
enormemente a los bancos nacionales, cuyo patrimonio aumentó 3,6 veces entre
2008 y 2017, de 700 millones a 2.550 millones de dólares, y cuyas utilidades en
el mismo periodo se incrementaron 2,7 veces, de 120 millones a 330 millones de
dólares anuales9.
El «milagro» de la bolivianización
Luis Arce
Catacora, ministro de Economía desde el inicio del gobierno de Morales –excepto
por una pausa de un año por enfermedad– es el principal artífice de las evonomics.
Para Arce, la estabilidad, es decir, el equilibrio macroeconómico, es «un
patrimonio del pueblo boliviano» y debe conservarse. No tiene que ser una tarea
del Fondo Monetario Internacional (FMI), como ocurría en el pasado, sino de un
programa monetario y fiscal aprobado por el Ministerio de Economía y el Banco
Central, que defina la cantidad de dinero que pone el Banco Central en la
economía, a fin de alentar la actividad económica sin crear presiones
inflacionarias10.
Este programa
ha sido facilitado en la pasada década por la abundancia de las reservas
internacionales acumuladas durante el boom de ingresos del exterior,
pero también por lo que probablemente es el mayor logro financiero de la
gestión de Arce: la «bolivianización» de la economía, es decir, la vuelta de
los bolivianos a su moneda en detrimento del dólar. Gracias a ambos factores,
las políticas monetaria y fiscal han podido ser constantemente expansivas y han
alentado un crecimiento continuo del PIB que ha sido el mayor de la historia
del país. En 2019, Bolivia vivirá su decimoquinto año continuo de crecimiento,
a un promedio anual de algo menos de 5%, el más alto por un tiempo tan
prolongado.
En los años 90,
en cambio, las autoridades monetarias no podían impulsar el crédito interno,
que estaba casi completamente dolarizado. Por esta razón, el nivel de las
reservas de divisas internacionales –que en esa época era mejor que en otras
previas, pero estaba limitado por la debilidad de las exportaciones– se
convirtió en una rienda cuyo largo marcaba la amplitud máxima a la que podía
crecer la economía. A comienzos de los 2000, solo 3% de los depósitos del
sistema financiero estaba nominado en bolivianos y el resto estaba en dólares.
En 2015 era casi al revés: 94% de los depósitos estaban en bolivianos y solo 6%
en dólares11. ¿Qué pasó?
El programa de
estabilización de la economía que se aplicó en los años 80 había combatido la
inflación dolarizando la economía. Había inyectado en el mercado los dólares de
los ahorristas, algo que era fundamental para evitar la devaluación del peso
boliviano, que, a su vez, era el principal detonante de la inflación. Estos
dólares habían pasado a manos de la gente, que los había comprado para defender
sus ahorros de la acción combinada de la devaluación del boliviano y la
inflación. Eran un recurso clave, pero había que sacarlos al mercado para poder
aprovecharlos.
¿Cómo se logró
que la gente pusiera sus dólares en movimiento? Se autorizó toda clase de
transacciones (depósitos, ahorros, préstamos, compraventas) en la divisa
extranjera. Y se liberó a los bancos de cualquier encaje –o reserva– legal en
moneda extranjera, es decir, se les permitió convertir el 100% de los dólares
que tenían depositados en préstamos. Por supuesto, esto incentivó a las
instituciones financieras a trabajar con dólares. En cambio, no existía ningún
incentivo para hacerlo en bolivianos. De ahí la dolarización de la economía,
que estabilizaba la moneda, pero impedía el crecimiento. En 2002, el Banco
Central hizo un intento de cambiar esta situación: trató de separar el precio
de venta del precio de compra de los dólares, de modo que comprar divisas se
encareciera, pero no consiguió imponer la medida por las protestas del público.
Fue Arce –y el
equipo económico de este gobierno– quien cambió estas condiciones de la
siguiente manera: primero, la entrada de gran cantidad de dólares por el boom
de las exportaciones les permitió revaluar el boliviano (cada dólar comenzó a
cambiarse por menos bolivianos), por un tiempo suficientemente largo como para
dar la señal de que tener dólares significaba perder dinero. Luego, se estabilizó
el tipo de cambio en 6,97 bolivianos, que es el precio fijo del dólar desde
2011. Si se toma en cuenta la inflación, esto significa que con el transcurso
del tiempo cada dólar puede comprar cada vez menos cosas en el mercado interno.
Los estímulos
cambiarios se complementaron con un mayor encaje bancario en dólares y la transformación
del impuesto a las transacciones financieras, a fin de que solo gravara las
operaciones en moneda extranjera. Estas medidas, en un contexto de gran
confianza en la economía nacional y con una gran cantidad de reservas
internacionales de respaldo, obraron el «milagro». Hoy, la moneda que se usa
para casi todo, excepto para ahorrar sumas mayores a largo plazo, es el
boliviano. Y esto se ha logrado sin prohibir el uso del dólar, lo que
probablemente habría sido contraproducente, pues podría haber despertado viejos
temores de la población.
La
bolivianización ha permitido que las autoridades monetarias mantengan un
volumen expansivo de crédito para los actores productivos, incluso desde que
las reservas internacionales comenzaron a caer, en 2015 (v. gráfico de la
página 12).
Ahora bien, la
bolivianización necesita que el tipo de cambio sea de hecho fijo, porque si no
fuera así y ocurrieran devaluaciones, estas podrían llevar a las personas,
deseosas de no perder su capacidad de compra, a usar nuevamente el dólar. Se ha
dicho que tal es el talón de Aquiles de la política monetaria actual, ya que
les quita a las autoridades la herramienta de la devaluación como medio para
abaratar el costo de las exportaciones y enfrentar escenarios como el actual,
en el que los países vecinos han realizado esta maniobra cambiaria y por tanto
ponen productos más baratos en los mercados clientes de Bolivia y en el propio
mercado nacional. La devaluación también sirve para multiplicar la cantidad de
moneda nacional que puede circular con el respaldo de una misma cantidad de
divisas extranjeras; al mismo tiempo, tiene efectos negativos, pues incrementa
la inflación y aumenta el peso de la deuda de los nacionales en dólares.
Arce no cree
que la estrategia devaluatoria funcione en Bolivia. Piensa que la industria
local no se beneficia claramente de un boliviano más barato, porque es muy
dependiente de maquinarias e insumos importados, y un boliviano barato tiene
menos capacidad para importar. Además, teme sus efectos sobre la inflación y la
deuda en moneda extranjera. Por esto en los últimos años ha resistido la
presión de los exportadores para devaluar el boliviano.
¿Enfermedad holandesa?
Según los
historiadores de la economía boliviana, los periodos de prosperidad de la
historia nacional respondieron a procesos de ampliación e intensificación del
comercio internacional de materias primas, cuando subieron los precios
internacionales (plata, estaño, gas) y Bolivia aprovechó la oportunidad que se
le presentaba para venderlas a altos precios. La existencia de un vínculo
causal entre ambos hechos es, hoy, una teoría generalmente aceptada. En la
década de 1990, se pretendía relacionar el crecimiento económico con el ahorro
y con la disponibilidad de capital, porque se consideraba que la atracción de
inversión extranjera constituía la variable clave. La experiencia nacional en
esa misma década y las dos posteriores mostró que a países como Bolivia el
capital les llega, sobre todo, a través de booms exportadores, que se
acompañan de «shocks de liquidez» y aumentos del nivel de las reservas
de divisas.
Durante un
auge, la mayor disponibilidad de dólares expande la demanda agregada del país,
lo que impulsa sus importaciones legales e ilegales y también sus actividades
internas –sobre todo las «no transables», las que pueden eludir la competencia
de las importaciones–; ambas dinámicas generan ocupación y bienestar como los
experimentados por Bolivia en este tiempo.
Al mismo
tiempo, los picos de actividad económica alentados por la inserción exitosa del
país en procesos comerciales internacionales están asociados a fenómenos
ambiguos: a) la reprimarización de la economía, a causa de la altísima
rentabilidad de la exportación de materias primas; b) la insatisfacción de la
demanda agregada ampliada por parte de la industria y la agricultura
nacionales, lo que presiona sobre las importaciones y –en el campo de las
políticas– induce a la adopción de un tipo de cambio fijo, orientado a
controlar la inflación.
Otros fenómenos
asociados son: c) el crecimiento de las actividades «no transables», tales como
la construcción, los servicios financieros, los restaurantes, los viajes, el
entretenimiento, etc.; d) la apreciación de la moneda nacional, a causa del
drástico ingreso de divisas y de una política cambiaria «plana» y e) la caída
de las actividades exportadoras «no tradicionales» o manufactureras, como
consecuencia de la apreciación monetaria, que eleva los costos laborales12.
Tales fenómenos,
junto con otros que no vamos a detallar aquí, corresponden a un anatemizado
paradigma de crecimiento, que la literatura económica denomina «enfermedad
holandesa». Una denominación que debemos manejar con pinzas, ya que
implícitamente sugiere la existencia de un modelo de crecimiento «normal»,
sostenible y autopropulsado, que sería el industrial, frente al cual el
crecimiento de los países no industriales con recursos naturales, como Bolivia,
representaría la anormalidad y la adversidad propias de una «enfermedad».
Quizá sea
tiempo de aceptar que el estilo «holandés» de expansión económica, con todas
las características que hemos anotado, es inevitable para economías que, como
la boliviana, se basan en la explotación de recursos naturales no renovables. No
hay razones para creer que aquello que ha sucedido una y otra vez a lo largo de
la historia vaya a cambiar radicalmente en el futuro. Admitir esta realidad y,
por tanto, la persistencia de este tipo de crecimiento, ha sido una de las
ventajas del gobierno, que explotó la necesidad nacional de «vivir de los
recursos naturales» a su favor.
Esta, y no
otra, es la principal fortaleza del llamado «Modelo Económico Social
Comunitario Productivo». Simultáneamente, la debilidad de este ha sido seguir
con docilidad el designio extractivista, sin tratar de aprovechar los recursos
que la extracción proporciona para diversificar gradualmente la economía y
superar su dependencia, aunque hay que reconocer que este no es un objetivo
sencillo de lograr. Sin embargo, no cabe duda de que este modelo, con sus
múltiples errores, logró establecer una línea de crecimiento que se extendió al
periodo de la «posprosperidad», lo que plantea, sin duda, un desafío a sus
críticos.
¿Cómo lo logró?
Con una política de impulso del crédito y de continuación de los altos niveles
de inversión pública que se habían logrado en el pasado. En 2018, la inversión
pública ha sido responsable de todo el déficit fiscal, que este año ascendió a
8% del PIB, algo más que los años anteriores (hay déficits desde 2015). El
problema es que esta política, simultáneamente, mantiene altas las
importaciones en un contexto en el que las exportaciones no pueden crecer, por
la caída de los precios y por diversos problemas productivos que no se
mencionan aquí.
Durante el
súper ciclo de precios, las importaciones pasaron de 20% a 30% del PIB en los
años más exitosos (2013-2014), y ahora se encuentran en 26% del PIB (9.900
millones de dólares)13. Esto también implica una fuga de divisas, solo que por otra vía más
productiva. Como señalamos, en los últimos cuatro años el país ha comprado del
extranjero bienes y servicios por aproximadamente 2.000 millones de dólares más
que el valor de los bienes y servicios que ha vendido, déficit que ha generado
un deterioro continuo de sus reservas de divisas.
Una de las
principales restricciones que limita el crecimiento de los países
latinoamericanos es la necesidad de divisas extranjeras –en concreto, de
dólares estadounidenses– para comprar en el mercado internacional muchos de los
insumos y bienes básicos que necesitan sus aparatos productivos (y para
respaldar con una moneda «fuerte» –es decir, convertible internacionalmente–
sus propios medios de pago). Junto con los demás países de la región, Bolivia
está obligada a comerciar en una moneda que no le pertenece, así que su
capacidad internacional de compra depende de su simétrica capacidad de obtener
dólares mediante sus exportaciones.
¿Por qué llamar
a este obvio condicionamiento una «restricción»? Entre 2016 y 2018, 53,1% de las
importaciones bolivianas fueron de suministros industriales y bienes de
capital; cada año, más de la mitad de las divisas que se usan para importar se
gastan en compras de materias primas y maquinarias destinadas a poner en
movimiento y ampliar el aparato productivo nacional, a nutrir la manufactura y
la construcción de infraestructura. La causa es obvia: dado el escaso
desarrollo industrial del país, estas importaciones no son sustituibles por
productos nacionales. De modo que la actividad en las ramas económicas
fundamentales, su ampliación cada año y los efectos de este crecimiento sobre
la economía dependen de que haya divisas para la importación. Cuando estas
divisas no están ampliamente disponibles en la economía, como comienza a
ocurrir en la actualidad en Bolivia, esta escasez relativa pesa como una
restricción, también relativa, que pone un límite a los procesos productivos
internos y, con ello, al crecimiento global.
El país incluso
puede verse en la necesidad de detener temporalmente su crecimiento con el
propósito de disminuir la necesidad de importar y, así, conservar por más
tiempo sus reservas de divisas, de modo que estas cumplan la función
financiera, de respaldo monetario, que también cabe que tengan. Sin suficientes
divisas, la única salida posible es una devaluación, la cual, como hemos
explicado, socavaría la bolivianización y, con ella, todo el modelo de
crecimiento actual.
Hace unos días,
la fundación liberal Milenio presentó su habitual informe sobre la
economía boliviana14, en el que se afirma que hoy está «sobre el tapete la
necesidad de ajustar las importaciones, tanto del sector público como del sector
privado, lo cual –inevitablemente– conllevaría un mayor debilitamiento del
crecimiento económico»15.
Esta
implicación puede ser aún de mayor alcance si tomamos en cuenta que otros dos
componentes fundamentales del proceso productivo también tienen que ser
importados, es decir, que se accede a ellos mediante el empleo de divisas:
ciertos combustibles y lubricantes (gasolina, diésel y derivados) con los que
Bolivia no cuenta o que no puede producir en cantidad suficiente en el último
tiempo por la caída general de la actividad hidrocarburífera del país, y el
equipo de transporte, que se importa en su totalidad y que, en parte, se
destina a labores productivas. Si sumáramos estas importaciones a las otras,
podríamos decir que más o menos 81% de las compras nacionales en el extranjero
son gastos inflexibles del crecimiento, es decir, gastos que no
es posible recortar si al mismo tiempo se desea mantener o mejorar el ritmo de
la expansión económica.
Esta es la
razón por la que hasta ahora el gobierno no procuró tales recortes, pese a la
necesidad de adaptar el nivel de las importaciones al hecho negativo que
representó la caída de los ingresos de divisas por exportaciones desde 2015, el
año en que comenzó la caída de los precios internacionales de las materias
primas.
En el programa
que presentó para las elecciones del 20 de octubre, Morales reconoce que el
«proceso de cambio» que dirige se ve desafiado por las turbulencias económicas
internacionales actuales, en particular por la caída de los precios de las
materias primas, y propone medidas que incrementen los ingresos de divisas,
como la expansión del turismo y las exportaciones de electricidad, y otras que
eviten la salida de divisas, como la «sustitución de importaciones» por parte
de empresas estatales. Sin embargo, no está claro cómo se ejecutarían estas
ideas con la premura necesaria para evitar una crisis. En principio, si el
nuevo gobierno boliviano no tomara ninguna medida, las reservas se reducirían a
un nivel peligroso para su papel de respaldo financiero en unos tres años, más
o menos. En tal caso, antes podría ocurrir un ataque especulativo que las
agotara, generado por la psicología del «escape hacia el dólar» ... Pero es muy
improbable que el gobierno no haga nada mientras ve cómo las reservas se
consumen.
Le quedan
varios recursos por emplear antes de que la situación se descontrole: puede
obtener divisas aumentando el endeudamiento externo del país, que todavía es
bajo (28% del PIB), lo que parece lo más probable, y también puede tener suerte
y encontrar más gas con alguno de los proyectos de exploración que están en
marcha y aumentar con ello sus ingresos. Estas soluciones, sin embargo, para
ser tales, dependen críticamente del tiempo que demande su ejecución frente al
tiempo de conservación de un nivel adecuado de reservas internacionales.
1. Pablo Ortiz:
«Casi la mitad de las personas aprueba la gestión de Morales» en El Deber,
23/7/2019.
2. Fundación
Milenio: Informe de Milenio sobre la economía 2019, Fundación Milenio /
Fundación Pazos Kanki, La Paz, 2019.
3. Ibíd.
4. P. Ortiz:
ob. cit.
5. Germán
Molina: «¿En qué se gastó el dinero de la bonanza?», Fundación Pazos Kanki, La
Paz, 2019 (inédito).
6. Luis Arce
Catacora: Modelo Económico Social Comunitario Productivo Boliviano (MESCP),
Ministerio de Economía y Finanzas Públicas, La Paz, 2015.
7. Ibíd.
8. Ministerio
de Comunicación: «Mensaje presidencial. Informe 12 años de gestión, 22 de enero
de 2018», separata de prensa, La Paz, 1/2018.
9. F. Molina:
«La mala salud de hierro de Bolivia» en El País, 16/12/2018.
10. L. Arce
Catacora: ob. cit.
11. L. Arce
Catacora: ob. cit.
12. Gover
Barja, Bernardo X. Fernández y David Zavaleta: Disminución de precios de los
commodities y fuga de capitales en un contexto de «enfermedad holandesa» y
«bendición/maldición de los recursos naturales»: El caso Bolivia, Universidad
Católica Boliviana, La Paz, 2016.
13. Instituto
Nacional de Estadística (INE): Resumen estadístico 1/2019.
14. Fundación
Milenio: ob. cit.
15. Ibíd.