Carlos Martínez
www.elpais.com / 021119
“El presidente de EE.UU. es más presidente de mi país
que el presidente de mi país”,
Roque Dalton (1969).
Antes de llegar
a la estación migratoria de Bethel, la policía guatemalteca ya nos había
asaltado dos veces.
Habíamos
recorrido 134 kilómetros en un autobús repleto de migrantes indocumentados y de
coyotes. En aquel viaje, ninguno de los casi 40 pasajeros tenía documento
alguno que le autorizara a caminar por Guatemala y, desde luego, ninguno que le
permitiera entrar de forma legal a México. Todos, sin embargo, habían
atravesado Guatemala entera durante dos días y todos entrarían a territorio
mexicano esa misma tarde. Pero antes había que pagar y si algo quedó claro en
aquel camino de tierra que bordea la Reserva Natural Sierra de Lacandón, en
Petén, es que los policías están ahí para eso: para cobrar.
“Vayan
preparando el dinero, porque estamos llegando a Migración”, anunció el ayudante
del chofer. Y aquellos que debían hacerlo, comenzaron a sacar billetes de 100
quetzales (13 dólares / 11,7 euros), como quien saca sus documentos. Los que
iban por su cuenta, con esa cara de desamparo y susto, se revisaron los
bolsillos y los escondites tratando de adivinar a cuánto les iba a salir la
gracia. Los coyotes, en cambio, prepararon el pago por sus clientes, que va
incluido en la tarifa del viaje y bromeaban estirando los billetes: “Esta es la
visa que se necesita aquí en Petén”. Y todo indica que esa es.
Eso es un
asunto de rutina y funciona así. Al llegar a la estación migratoria hay de dos
sopas: o vas a sellar tu pasaporte —si es que tienes uno, claro— o le untas las
manos a los policías fronterizos que suelen estar sentados bajo la sombra de un
árbol esperando que llegue su sustento diario. De manera que, cuando los
oficiales vieron asomar nuestro autobús, salieron de su letargo y se prepararon
para ganarse el pan.
Salvo mi
compañero de recorrido —con su pasaporte mexicano— y yo, el resto se formó en
una cola, para comparecer ante los agentes, cada quien con sus documentos de
viaje, entiéndase billetes, en la mano. Nosotros en cambio caminamos hacia la
ventanilla migratoria, ante la estupefacción del chofer y su asistente, de los
migrantes y de los policías. Ese es el último punto de control oficial antes de
salir de territorio guatemalteco, ubicado a unos 40 minutos del río Usumacinta,
que sirve de frontera natural entre Guatemala y México.
Aquella caseta
migratoria era la imagen del olvido y tras la ventanilla no había nadie. Aunque
esta ruta es transitada a diario por centenares, miles, quizá, aquel minitemplo
de los formalismos burocráticos estaba desolado. Por no haber, no había ni
agentes migratorios. Al fondo de la oficina, decorada con un único escritorio,
había un viejillo, sentado de espaldas a la ventana, en una especie de patio
trasero, que sudaba y se entregaba al placer de comer sin prisas. Hubo que
llamarlo a voces. Entonces el hombre nos miró con cara de no tener idea de qué
se nos podría ofrecer, dudó un rato y se levantó con toda la calma del mundo,
caminó hacia la ventanilla y se sentó en su escritorio. Entonces encendió la
computadora. Antes de mirar nuestros pasaportes, regresó a la mesa dos veces
para espantar a un perro que le merodeaba el almuerzo. “¿Van a turistear a
México?”, nos preguntó con una risita burlona. Para todo efecto práctico, él
representa al Estado guatemalteco y sus leyes de migración. Ante sus ojos,
había estacionado un autobús y un grupo de personas dando dinero a policías.
Sobre ese hecho no tuvo mayores comentarios.
Cuando
terminamos el trámite, la mayoría ya había pagado el soborno indispensable a
los oficiales y ocupaban sus asientos en el autobús. Desde ese momento,
nuestros compañeros de viaje nos miraron con recelo y yo les di la razón: ¿cómo
confiar en alguien que sella su pasaporte en medio de esta selva? Pensé que
lanzarían miradas todavía más fulminantes si supieran que yo no recorrí los 551
kilómetros que nos separan de Honduras, sino que había llegado al Petén subido
en una avioneta dos días atrás.
Los
migrantes que cruzaron el muro del sur
Nunca me ha
dado buena espina subirme a esos vehículos con rótulos que encomiendan el viaje
al Señor Todopoderoso, menos si el vehículo es aéreo. No sé, me parece una
lavadura de manos de parte de los choferes, o de los pilotos en este caso.
Tampoco me dio buena espina que antes de despegar solo encendiera uno de los
dos motores. El caso es que el miércoles 24 de julio —quizá gracias al gran
poder divino— despegué del aeropuerto de La Aurora, en Ciudad de Guatemala, a
bordo de una avioneta minúscula y apretujada rumbo al departamento de Petén.
Desde el aire,
es decir, desde la altura, las cosas cambian, o parece que cambian. Por
ejemplo, el Petén y su selva Lacandona parecen un rompecabezas de piezas verdes
brillantes y otras del color de la piel; el río Usumacinta, un gusano estrecho
y gris que se retuerce; y todo aquello junto, hasta donde la vista alcanza,
pareciera ser una sola tierra que no comienza ni termina, sin las cicatrices
bobas de las fronteras. Pero uno sabe que lo que está abajo es una selva
depredada y que ese gusano no es sino el río más caudaloso de todo México y
Centroamérica y, sobre todo, que en ese verdor resplandeciente se imponen,
profundas, una buena cantidad de cicatrices.
Bajo otros
cielos, más fríos y más lejanos que el que surca este cacharro en el que vuelo,
la selva ni siquiera alcanza a verse. Desde otras alturas —sin duda más
elevadas— todos los escenarios que aparecen en esta historia, todos los
lugares, son seguros; y todos los personajes mínimos que trajinan allá abajo
son ciudadanos de países declaradamente seguros. Pero aquel miércoles de julio
todavía no lo sabíamos.
Mientras volaba
sobre el Petén, a muchos kilómetros de ahí, en el más oval de los despachos en
Washington y en las solemnes oficinas de gobierno en Ciudad de Guatemala, se
avecinaban corrientes poderosas y volaban papeles más pesados que mi avioneta.
En aquellos
días, Guatemala atravesaba laberintos espesos como la selva Lacandona y se
enredaba, intentando complacer a la diplomacia estadounidense y su modelo de “me
lo das o te lo arranco”. Para sorpresa de la mayoría de guatemaltecos, el
presidente Donald Trump había amenazado al país centroamericano con imponerle tarifas “prohibitivas” a sus exportaciones o gravar con
impuestos las remesas que los guatemaltecos envían a su país desde Estados
Unidos. No era poca cosa.
Trump alegaba,
en la que parece ser su lengua materna en la política —sus tuits—, que
Guatemala se había echado para atrás en un acuerdo que nadie conocía y que
lleva por nombre un auténtico monumento al eufemismo político: “tercer país
seguro”.
"Guatemala,
que ha estado formando caravanas… ha decidido romper el acuerdo que tenía con
nosotros para firmar un necesario tratado de tercer país seguro", tuiteó.
Dicho de forma simple, la idea era
convertir a Guatemala en una sucursal —o en una cárcel, según se mire— de las
personas que pidan refugio en Estados Unidos: si un migrante indocumentado
ingresa a Estados Unidos y alega que necesita protección de los espantos que lo
echaron de su país, los norteamericanos podrían enviarlo a Guatemala y
obligarlo a solicitar refugio ahí, siempre y cuando el solicitante no sea
guatemalteco. De forma que, de la noche a la mañana, el país centroamericano
—donde seis de cada diez personas son pobres, según el Banco Mundial— se
convertiría, por decreto, en la esperanza obligada de un desamparado que podría
ser salvadoreño u hondureño, pero también africano, cubano, asiático (chino, hindú, laosiano, pakistaní, iraquí, vietnamita, …)
O sea, si alguien llega queriendo sentirse
seguro a Estados Unidos, un país con una tasa de homicidios de cinco por cada
100.000 habitantes, ese país le puede responder enviándolo a Guatemala, con una
tasa de 26.
Solo si Guatemala rechazara al
solicitante, este podría volver a recorrer todo México, sorteando agentes
migratorios, carteles, trenes caníbales, miles y miles de kilómetros, para,
finalmente, pedir refugio en Estados Unidos, argumentando que se lo negaron en
el “tercer país seguro”, y esperar a que un juez estadounidense se apiade de
sus circunstancias.
En realidad, el presidente de Guatemala,
Jimmy Morales, jamás tuvo el prurito de la resistencia o la insubordinación ante
Trump. Todo indica que su idea era firmar el acuerdo sin contarlo a nadie y
dejar esa bomba con la mecha encendida al próximo presidente, que lo
sustituiría en unos meses.
El acuerdo se negoció en secreto durante
días en los que ambos gobiernos informaban vagamente de que discutían “temas
migratorios” y habían establecido una visita del presidente Morales a la Casa
Blanca el 15 de julio. Aquella reunión fue anunciada con toda la alegría y la
pompa con la que los presidentes centroamericanos festejan ser invitados a esa
casa. Hasta que Jonathan Blitzer, periodista de la revista The New Yorker, les arruinó la intimidad tres días
antes del encuentro.
Blitzer publicó que lo que se estaba
cocinando en realidad era el acuerdo de tercer país seguro. Aunque otros
medios, como Voice of America, habían alertado antes del tema, la
publicación de The New Yorker apareció cuando el
ambiente estaba ya cargado de pólvora.
Por otro lado, la Corte de
Constitucionalidad guatemalteca resolvió dos amparos ciudadanos con inmediatez,
emitiendo una advertencia al presidente: ese tipo de tratados no podían ser
firmados por Jimmy Morales sin la aprobación del Congreso. Así que Morales se
quedó con las ganas y Trump echaba chispas por tuiter. O me lo das o te lo
arranco.
Morales negó más de una vez que su gobierno
estuviera negociando semejante compromiso con Estados Unidos, hasta que el
mismo Trump lo dejó al descubierto con su exabrupto tuitero del 23 de julio.
Cuando el mandatario estadounidense tiró
al cielo esa cuidada ensarta de amenazas económicas contra Guatemala, Jimmy
Morales dijo a la Corte de Constitucionalidad que todo era su culpa, que las
familias humildes se quedarían sin remesas gracias a su decisión pérfida y que
ello sería el detonante de que más personas decidieran migrar hacia Estados
Unidos.
Según el Banco de Guatemala, durante 2018
ese país recibió más de un millón de dólares cada hora, en concepto de remesas:
un total de 9.287 millones de dólares (8.344 millones de euros) en todo el año,
un 10% del producto interior bruto y el equivalente a un 82% del presupuesto
total del país.
Las principales cámaras empresariales
también saltaron al cuello de la Corte de Constitucionalidad: los agroindustriales,
los comerciantes, los dueños de la industria y los banqueros se indignaron,
responsabilizando a sus magistrados de un inminente descalabro económico y de
estar metiendo las narices en asuntos que solo competen al poder ejecutivo. Las
exportaciones hacia Estados Unidos representan un 5% del producto interior
bruto y los voceros de esas fortunas alegaron que negarse a los deseos de Trump
atentaría contra el bienestar de un país tan pobre como Guatemala.
Tanto los magistrados de la Corte, como el
presidente y los empresarios pasearon la Constitución en sus comunicados, en
una dirección y en la otra, la esgrimieron, la jalonearon, le juraron lealtades
inquebrantables, todos anunciaron tormentas y apocalipsis de distintos pelajes.
Pero allá abajo, en el Petén, en la ruta encharcada de los migrantes sin
papeles, todavía no alcanzaba a escucharse todo el ruido que se producía en las
alturas.
El negro garífuna era el guía de un
nutrido grupo conformado por sus primos y sobrinos que pretendían llegar a Estados
Unidos. Él no es un coyote, simplemente conoce el camino mejor que los demás.
Vivió seis años en Nueva York, pero un día, cuando iba al trabajo, recordó que
había olvidado unas herramientas en su casa, así que volvió para recogerlas,
solo para encontrar a su esposa retozando con un amante. Los molió a garrotazos
a los dos. Después de pasar cuatro años preso fue deportado a Honduras. Pero no
encontró forma de sobrevivir en su país, así que volvió a caminar hacia el
norte hasta llegar a Monterrey, México, donde se estableció como vendedor
ambulante de dulces típicos de su región. Aun así, se arriesgó a bajar de nuevo
al Caribe hondureño para acompañar a sus familiares en el viaje y enseñarles el
camino. A cambio, sus primos se encargaban de los costos de la ruta. Aquel
jueves 25 de julio le habían comprado una salvaje sopa de res en el comedor de
la gasolinera 243.
La 243 es una estación de camino,
fundamental en la principal ruta migratoria de hondureños. Allí todo es diáfano
y nadie intenta disimular nada. Todo el día, desde la madrugada, entran y salen
autobuses llenos de migrantes. Los coyotes no buscan confundirse con el resto
de la gente: se bajan del autobús, cuentan a sus pollos (migrantes acompañados por un coyote) a
gritos y los obligan a permanecer juntos. Dependiendo del tipo de servicio que
se ha contratado, algunos coyotes compran platos de almuerzo para toda su
tribu; otros, solo para ellos y comen sin pesar, frente a ojos hambrientos y
panzas vacías. Aquellos pobres diablos que viajan sin guía intentan arrimarse a
los grupos de pollos, para ver si consiguen
robarse alguna instrucción del coyote.
El grupo de garífunas que se había lanzado
sobre sus sopas; el gordo estruendoso que se paseaba como rey de aquel lugar,
conectando una demanda con una oferta; aquellos dos muchachitos sin dinero
suficiente para comprar nada más que agua y que perseguían con los ojos las
sopas y los emparedados; los niños, los muchos niños, minúsculos, aburridos,
acalorados; los coyotes, siempre apurados, cuchicheando entre sí. Abundan
vendedores de teléfonos y chips para teléfonos y cargadores de teléfonos y
baterías portátiles para cargar teléfonos. Pululan los reclutadores, los
choferes de autobús, hombres y mujeres jóvenes, algunos experimentados viajeros
y otros primerizos. Aquella gasolinera vive esta escena en una repetición
perpetua. Se llena y se vacía. Algunos llegarán a Estados Unidos, algunos
quedarán atrapados en México, otros serán deportados, otros morirán en el
intento.
La 243 es apenas el inicio del camino. Se
encuentra en el municipio de Morales, en el departamento de Izabal, frontera
con Honduras. Y para salir de ese lugar hay que estar en paz con el tiquetero.
Ese es el personaje más poderoso de todos
los que circulan por este paisaje: aunque él se maneja con aires de gánster, en
realidad vende tiquetes de autobús para seguir el camino. Parece poca cosa,
pero si al tiquetero no le da la gana venderte un boleto, quedarás en el limbo
absoluto de la 243, como un fantasma, hasta que él cambie de parecer. Allí el
tiquetero es un semidiós y, como suele pasar con las deidades, para obtener sus
favores, hay que hacer ofrendas. La que él prefiere es una ofrenda de 25
quetzales por persona.
Los tiquetes que te sacan de la 243 y te
llevan a Flores, en Petén, cuestan 100 quetzales (13 dólares / 11,6 euros),
pero a ese valor hay que agregar la ofrenda al semidiós.
Aunque sale un autobús cada hora, desde
las siete de la mañana hasta las tres de la madrugada, hay suficiente demanda
como para que el tiquetero se diera unos lujos: cada vez que llegaba un nuevo
autobús, todos los coyotes se arremolinaban alrededor de él, gritando números y
blandiendo billetes: “¡yo llevo siete!”; “¡yo llevo tres!”. Él apuntaba el
nombre del coyote y un número al lado, hasta que uno se animó: “Ey, ¿por qué
nos cobra 125 quetzales? ¿Ya no valen 100?”. Hubo un silencio. Semidiós levantó
la vista con teatralidad y le arrojó el mazo de billetes que acababa de
recibir: el dinero de 12 pollos, más el
boleto del coyote. El otro comprendió su error y mendigaba sin resultados: “Nombre, calmate, calmate”, pero no hubo modo, a
semidiós no le gustan esas preguntas. De todas formas, sus solidarios colegas
de coyotaje se pelearon esos 13 asientos enseguida, mientras el desterrado
explicaba a sus clientes que habría que esperar una hora más, a ver si la ira
del tiquetero desaparecía.
Los afortunados, cuyos coyotes no hicieron
preguntas tontas, consiguieron tomar un autobús que les llevaría cuatro horas
hasta el municipio de Flores. El más conocido enclave del municipio está
construido en una isla, alrededor del pacífico lago Petén Itzá. Ahí compartirán
la geografía con otros viajeros, usualmente europeos y gringos, con mochilas de
backpacker y gafas oscuras, con las blancas pieles
enrojecidas por el sol, saturando las agencias de turismo que prometen
mostrarte el corazón del mundo maya. Jamás se juntarán ni compartirán autobuses
ni hoteles ni restaurantes ni se prestarán mucha atención mutua, como si
habitaran el lugar desde universos paralelos.
Cuando llegamos a Flores los coyotes
bajaron a sus rebaños y los condujeron a hospedajes de paso, diseñados para
recibir migrantes, donde nadie es tan riguroso ni hace muchas preguntas. Los
garífunas, los jovencitos inexpertos, los que saben a lo que van, el gordo fanfarrón,
las mujeres con sus niños, los muchachos recelosos, todos se esfuman entre las
ventas de comida callejera y la noche.
Tres días después de que Trump amenazara a
Guatemala con sanciones económicas, el viernes 26 de julio, el ministro de
Gobernación del país centroamericano, Enrique Degenhart, estaba en Washington.
No es que la controversia por el acuerdo de tercer país seguro se hubiera
esfumado, ni mucho menos. Tampoco había pasado por el Congreso ni la Corte de
Constitucionalidad se había retractado de sus amparos. Sin embargo, Degenhart
estaba en Washington.
Nuestra meta para ese día era entrar a
México por una ruta migratoria con muy mala fama. Incluso mi compañero de
viaje, Rubén Figueroa —defensor de derechos humanos, cuyo trabajo es acompañar
a los migrantes en su travesía— la había hecho solo una vez. En Ciudad de
Guatemala me presagiaron toda suerte de terrores, de catástrofes: dicen
“narco”, dicen “secuestro”, dicen “desaparecidos”. Un equipo de colegas de EL PAÍS y El Faro
intentaron, antes que yo, llegar a la frontera y una Hummer negra
con gente armada —una Hummer negra en medio de la selva— les cerró el paso,
señal bastante universal de “no son bienvenidos”.
Pero Rubén, que se las sabe todas, y que
le gusta alardear de que se las sabe, consideró que, si nos íbamos en un
autobús, junto con los migrantes, pasaríamos sin llamar la atención. Dicho y
hecho. Por la mañana nos subimos al primer autobús que salía para nuestro
destino: un poblado en la ribera del río Usumacinta, al final de un camino
rural, a cuatro horas de distancia de Flores, habitado por poco más de mil
personas, en cuya página de Facebook —tienen una página de Facebook— se
describen así: “Después de estar involucrados en el conflicto armado pasamos a
ser agricultores y hoy prestadores de servicios turísticos”, con un nombre
laborioso y nada turístico: La Técnica Agropecuaria.
La
Técnica Agropecuaria está en la frontera con México
En el autobús
viajaba Byron —hondureño, 29 años— con su look de cantante de
reguetón, recién deportado de Estados Unidos, guía de su hermano y de dos
primos en el camino hacia el norte. Había rebotado en su país, donde comprendió
muy rápido que sus tatuajes lo meterían en líos con las pandillas y emprendía
el viaje de nuevo, con la esperanza de no ser atrapado en Estados Unidos y
acusado con cargos penales.
Iba también un
sonriente coyote, gordo y bigotón, veterano de esta ruta, con siete pollos a su cargo. Otro coyote con un solo cliente,
pariente suyo, que aprovechó para subir a México a cobrar “unas deudas”. Varias
mujeres, varios niños. En ese autobús nadie tenía la intención de entrar a
México con papeles. Salvo el chofer, su asistente, Rubén y yo.
Cuando se acabó
la calle pavimentada, entramos en un camino de tierra, que atravesaba paisajes
soberbios, con el verde brutal que el invierno del trópico deja en los montes,
y el lodo rojizo que tinta los charcos y las veredas. Conmovido iba yo,
apuntando colores en mi libreta, cuando nos paró la policía por primera vez.
Era una
patrulla de la División de Puertos, Aeropuertos y Puestos Fronterizos, que se
abrevia DIPAFRONT, para hacerlo todavía menos amigable. Llevaba la
identificación GUA-16114, de la comisaría 16.
Entraron dos
policías muy serios y uno hizo una pregunta en voz alta: “¿Tienen algún
documento que les autorice a estar en Guatemala?”, y todos en el bus se cagaron
de risa. Yo estaba realmente perdido. Aquella era una situación seria. Un
agente se quedó inmóvil al inicio del pasillo y el otro lo recorrió señalando
gente: “Vos, ¿cuántos traés?”, “¿cuántos menores?”. Cuando llegó a mi asiento,
me pidió mis documentos, vio mi pasaporte, me vio la cara, vio de nuevo el
pasaporte, extrañamente con sello de entrada al país, y me lo devolvió con
asco. A los que había señalado les ordenó bajar del autobús de inmediato. En el
camino, esperaban otros dos agentes. De verdad pensé que estaban en problemas,
pero al cabo de diez minutos volvieron todos. Uno de los oficiales se subió
para hacer un gesto de cortesía: “Que les vaya bien, señores”, y nos fuimos.
Los agentes de
DIPAFRONT no hacen distinciones, seguir el camino vale 100 quetzales por
persona, seas adulto o niño. Solo con mi autobús se embolsaron al menos 400
dólares (360 euros) para repartir entre cuatro agentes. Nada mal para diez
minutos de trabajo, sobre todo si se considera que estos autobuses salen de
Flores cada media hora.
El coyote gordo
de mostacho me adelantó que nos faltaban “dos puntos de cobro” y que, gracias a
las lluvias, nos habíamos librado de al menos siete retenes de este tipo.
Pasando un
paupérrimo caserío, llamado Las Cruces —al que le cuelga grande el título de
cabecera municipal— nos paró otra patrulla con las placas PET-165. Estos tenían
modales más, digamos, ásperos.
De nuevo, dos
oficiales en el bus y dos abajo. Todos con armas largas. Uno llevaba una risita
malévola en la cara, y la suspendía para señalar a alguien y decir a su
compañero: “Bajame a este”. Cuando pasó a mi lado, le mostré mi pasaporte. Ni
lo vio: “Bajate”, me dijo. Obedecí.
Los agentes
sacaron a todos los hombres y a algún niño que les pareció lo suficientemente
hombre y el jefe comenzó su breve charla motivacional: “Miren, no lo hagamos
largo, ya saben cómo es esto”. Byron, el hondureño reguetonero,
apresuró todavía más las cosas: “De una, jefe, ¿de a cuánto es?”. Esta vez la
tarifa estaba en oferta: 50 quetzales por adulto y 100 por niño. “Oiga, yo
tengo mis documentos en regla”, me atreví a decir. “¡Nada de regla, son 50
quetzales!”, me dijo, en medio de la selva, un tipo uniformado, con un chaleco
antibalas lleno de cargadores de fusil… y un fusil, claro. Hasta me quedé con
ganas de darle más.
Uno de sus compañeros adornó el asunto:
“Nosotros somos buena onda y los ayudamos barato. Los mexicanos sí son cabrones
y esos sí les piden…” y se frotó sus dedos gordos, mirándome a los ojos para
asegurarse de que le estaba siguiendo el ritmo. “Es verdad”, le dije. Porque es
verdad.
El jefe le dio unas palmadas en la espalda
al asistente del chofer: “Ha estado bajo el negocio”, le dijo, a modo de charla
casual.
Viéndome asustado, uno de los coyotes se
sentó a mi lado. Dijo tener años dedicándose al negocio de transportar
indocumentados a Estados Unidos, pero me contó que últimamente el trabajo se
estaba poniendo extraño. Él, por ejemplo, acompaña a sus clientes solo hasta
cierto punto en México, donde los entrega a operadores locales, asociados a una
estructura criminal mayor, cuyo nombre dijo no conocer. Me explicó que los
precios se han elevado hasta las nubes, porque cada vez hay que repartir más
dinero: a los socios mexicanos, al narco, a la migra, a los conductores de
autobuses, a los policías municipales, estatales y federales. Con un elemento
extra: los miembros de la nueva Guardia Nacional mexicana, que han encarecido
el viaje, sin aceptar dinero.
“Los de la Guardia Nacional no quieren
negociar, no te agarran dinero y entonces hay que ir con “bandera” —un carro
vigía que se adelanta en el camino para avisar si hay retenes— y eso eleva
mucho el costo. La esperanza que tenemos es que, cuando ellos vean que todo
mundo está agarrando dinero, también negocien”, dijo, aunque reconoció que se
habían tardado más de lo que creía: llevaban entonces poco más de un mes en el
terreno. Sin embargo, en su diagnóstico, no acaban limpios el año.
Agentes
de la Guardia Nacional de México
El último
caserío antes de llegar a La Técnica Agropecuaria se llama Bethel y lo pasamos
de largo, en dirección a la caseta fronteriza, que, junto con los policías que
nos robaron, constituye la única prueba tangible de que hay un Estado que
gobierna estos montes. “Vayan preparando el dinero, porque estamos llegando a
Migración”, anunció el ayudante del chofer…
Mientras
rodábamos por aquel camino desangelado, en las alturas el ambiente estaba
candente: ese mismo día se hizo del conocimiento público que el ministro
guatemalteco de Gobernación, Enrique Degenhart, había firmado, en representación
del Gobierno, el acuerdo de tercer país seguro.
Las fotografías
que acompañaron el anuncio son de una elocuencia pasmosa: tienen por escenario
el salón oval de la Casa Blanca. Sentados en una especie de pupitre —sin
comparación con el majestuoso escritorio del presidente—, codo a codo, están
Degenhart y su contraparte, el secretario de Seguridad estadounidense, Kevin
McAleenan, firmando el acuerdo —McAleenan dimitirá el 12
de octubre por no estar de acuerdo con el tono y el enfoque de la
política migratoria de Trump—. Detrás de ellos, señorial, está Trump, de pie,
supervisando las firmas. Como fondo hay un retrato de Abraham Lincoln y tres
banderas. Las tres son de Estados Unidos.
De nuevo se hizo la trifulca: la
constitución jaloneada, los magistrados, los empresarios, los banqueros, el
presidente Morales, el presidente Trump, el Congreso, el procurador
guatemalteco de Derechos Humanos, protestantes con batucada, los cálculos
electorales… En fin. Lo cierto es que, hasta julio de ese año, Guatemala solo
tenía 390 personas refugiadas en su territorio y tiene una institucionalidad
tan añeja y experimentada como lo permiten sus tres años de existencia: apenas
en 2016 se creó el Instituto Nacional de Migración bajo una nueva legislación.
El acuerdo, de solo seis páginas, deja
claro que Estados Unidos se hará cargo financieramente de los solicitantes de
refugio, solo hasta que sean depositados en Guatemala. Entonces, el país
centroamericano deberá rascarse con sus propias uñas, que son cortas. Si ya
hemos dicho que seis de cada diez guatemaltecos son pobres, habrá que afinar el
foco para desglosar esos números: por ejemplo, si se voltea a ver a los
campesinos, diremos que la pobreza alcanza al 76% de su población rural; que
cuatro de cada diez niños menores de cinco años están desnutridos, pero si se
cierra la lente sobre la población indígena —que solo representa al 80% de su
población— la cifra se dice así: ocho de cada diez niños indígenas menores de
cinco años están desnutridos. Es el único país de América Latina en que la
pobreza no se ha reducido en dos décadas. O sea, Guatemala es un país pobre.
Aunque su tasa de homicidios de 26 (por
cada 100.000 habitantes) es considerablemente menor que la de sus sangrientos
vecinos, El Salvador y Honduras, duplica lo que las Naciones Unidas considera
epidemia. Según ese organismo, cuando una causa de muerte afecta a diez de cada
100.000, ese país padece una epidemia de lo que sea que haya causado esas
muertes. Pues bien, los guatemaltecos viven una epidemia de asesinatos
multiplicada por dos, tirando a tres. Según la ONU, ese país es el noveno más
violento del mundo. O sea, Guatemala no es un país seguro.
Quizá por esas razones es que tantos
guatemaltecos se quieren ir de Guatemala: solo en 2018, 33.100 pidieron refugio
en Estados Unidos. En los tres años anteriores al acuerdo, Estados Unidos
deportó a 120.772 guatemaltecos, aunque México lo superó, al deportar a 146.218.
O sea que, en tres años, esos dos países deportaron a más de un cuarto de
millón de personas a Guatemala.
Y quedan algunos detalles que afinar:
¿Cuántas personas podrá recibir Guatemala? ¿Con qué dinero se mantendrán? ¿Cómo
y quién procesará esas solicitudes? ¿Esas personas estarán recluidas en algún
recinto? ¿Qué pasa si uno de esos solicitantes forzados de refugio no quiere
quedarse en Guatemala a esperar su proceso? Y otras tantas.
Antes de llegar a La Técnica Agropecuaria,
el autobús de indocumentados en el que viajamos pasó a hacer una última escala
para recoger a una chica deportada recientemente, con un niño que no tendría
más de tres años. Con ella a bordo, el coyote gordo del mostacho hizo una
llamada: “Tené listos los carros que ya estamos llegando”.
La Técnica Agropecuaria es un caserío que
está a un no sé qué de ser un lugar bonito: recibe el aire fresco que viene del
río, el tiempo pasa despacio y sus habitantes intentan vender alguna cosa a los
migrantes que están a punto de abandonar Centroamérica. Byron, el hondureño, y
sus primos compraron cervezas para tomar aliento y valor para lo que se les
viene encima; el resto nos subimos a unas lanchitas pintadas de colores y
atravesamos el imponente río Usumacinta a contracorriente, escuchando a los
monos aullar desde las copas de los árboles. “Bueno, yo aquí los dejo, a partir
de aquí van bajo la responsabilidad de otra gente”, dijo a su rebaño el coyote
del mostacho. “¿O sea que los papelitos que nos dio ya no valen?”, preguntó una
hondureña. “No, ya no”, respondió el coyote, se empinó una cerveza hasta el
fondo y lanzó la lata al agua.
Al poner un pie en México, los migrantes
comienzan a desaparecer, a alejarse de las carreteras transitadas. Los que han
pagado un servicio caro, serán transportados en vehículos por rutas vigiladas.
Los demás buscarán veredas y escondites.
Al
cruzar la frontera de México, los migrantes empiezan a desaparecer. Algunos son
detenidos
En la caseta
migratoria mexicana de Frontera Corozal, puesta a unos pocos metros de la
ribera del río, había —como en la estación guatemalteca de Bethel— un muy
inexperto señor de jornada laboral relajada, solo que este, en lugar de comer,
reposaba en una hamaca. Luego de que interrumpiéramos su paz, le tomó un tiempo
monumental procesarnos el ingreso: tropezó una y otra vez con el programa
informático con el que a todas luces no estaba muy familiarizado. “No, no es
mucha la gente que sella aquí”, reconoció, y desde la altura de su árbol un
mono lanzó su aullido ronco.
Pasados unos
días, me reencontré con Byron y sus parientes en el municipio de Palenque, en
Chiapas. Habían conseguido sortear a las autoridades y planeaban escapar del
sur subidos en La Bestia, “el tren de la muerte”. Los vi partir después, entre
los chillidos aterradores de aquella máquina herrumbrosa, armados de valor y de
botellas de agua, junto a medio centenar de hombres y mujeres con miradas
hoscas, alertas, como animalillos furtivos.
Otros más llegaron a Palenque con los
zapatos rotos y los pies desollados. Un grupo de muchachos, muy proclives a
cantar rancheras, fueron asaltados en Babilonia: un amasijo de casas muy pobres
que sirven de atajo para sortear los controles migratorios. “Pensé que nos iban
a matar a machetazos, que iba a ver cómo mataban a mi primo”, me dijo —todavía
con el susto temblándole en la boca— uno de ellos.
Otros fueron detenidos por la Guardia
Nacional, cuando viajaban ocultos en un camioncito. Los atrapó un pomposo
operativo militar: al menos cuatro vehículos repletos de hombres en verde olivo
y armas largas. Los migrantes fueron “rescatados” y metidos en “perreras”, como
se conoce a los busitos-cárcel del Instituto
Nacional de Migración. El conductor fue esposado y detenido.
Esta ruta —que comienza adentrándose en
los Estados de Chiapas, Tabasco y Veracruz— es normalmente usada por migrantes
hondureños. Los guatemaltecos suelen entrar por un recorrido temible, a unas
seis horas de distancia de Palenque. Es uno de los trayectos menos vigilados
por las autoridades y con mayor presencia del gran crimen organizado mexicano.
Para avanzar hacia el norte, los centroamericanos deben ingresar por La Mesilla,
una frontera casi inexistente, atravesar un poblado llamado Carmeshan y seguir
por el municipio de Frontera Comalapa, señalado como un punto rojo en el
camino.
Maya Casillas, una de las pocas, de las
muy pocas, personas que se dedica a la defensa de los migrantes en esta ruta,
habla de Frontera Comalapa con terror: de los tantos espantos posibles, ese
lugar se especializa en esclavizar mujeres para explotarlas sexualmente. Maya
relató el caso de dos hondureñas forzadas a prostituirse, que cuando quisieron
escapar fueron interceptadas por un pandillero del Barrio 18 y amenazadas de
muerte. Mientras Maya nos contaba su relato, esas chicas seguían siendo
esclavizadas. Según ella, la Fiscalía lo sabe, las autoridades del municipio lo
saben, la policía lo sabe, pero están coludidos. “Y ojo con el municipio de
Maravilla Tenejapa, ese es todavía peor que Comalapa de la Frontera”, dijo, y
me pregunté cómo puede ser eso posible.
A cuatro horas de distancia, en dirección
al océano Pacífico, está la ruta que solía ser usada por los migrantes
salvadoreños que atravesaban en balsas de neumático el río Suchiate para llegar
a Ciudad Hidalgo y caminar hasta Tapachula. En realidad, no era un cruce
rodeado de dramatismo: los migrantes centroamericanos pasaban a todas horas, en
lanchitas que todo mundo puede ver desde el puesto fronterizo. Al llegar a
México tenían un pequeño respiro de paz en la ribera del río, donde podían
comer un taco para animarse a entrar en aquel país.
Pero desde que México blindó su frontera
sur, el Suchiate parece territorio en guerra: humvees llenos de
militares armados recorrían la ribera, de poco más de un kilómetro, sembrada de
tiendas de campaña militares y de agentes migratorios que patrullan todos los
puertos de llegada de barquitas, desde el elocuente paso del Coyote, pasando
por Palenque, El Limón, Los Rojos, hasta Los Cascajos.
Los lancheros se quejaban, porque antes de
la militarización de la frontera sur, hacían cinco viajes con sus barcas, y
ahora solo dos; el señor que vendía tacos en su carretón Taquería Royer, solía
vender de cinco a seis kilos de tortillas diarias y ahora dice que, con suerte,
vende dos. Sobreviven apenas, ofreciendo viajes y tacos a las personas que
transportan productos mexicanos de contrabando hacia Guatemala. Nadie tiene un
solo gesto restrictivo para los contrabandistas; los migrantes, en cambio,
deben jugarse el cuero río abajo, por pasos solitarios y acechados.
El
paso del Coyote
Hoy Tapachula
está llena de migrantes cubanos, haitianos y africanos que han quedado
atrapados en los limbos legales inexpugnables y deambulan por la ciudad como
piezas que no encajan.
En las oficinas
del Servicio Jesuita para los Refugiados se agolpan todos los días decenas de
migrantes extracontinentales buscando alguna luz y la asesoría de abogados que
no dan abasto. Once niños muy niños jugaban a hacer el sonido de los animales
en el patio de aquella institución. Un pequeñín de unos cinco años imitaba el
sonido de un pavo, para el deleite de unas niñas de un color diferente al de
él: gorgoteaba como él sabe que hacen los pavos y durante unas horas era solo
un niño, incapaz de distinguir la raza de sus pequeñas amigas, y no un migrante
indocumentado a merced de horrores que no podría imaginar.
Salvador
Lacruz, coordinador del Centro Fray Matías, una ONG de ayuda a los migrantes,
describió una situación que se balancea peligrosamente en la frontera del
colapso: “El trabajo aquí en Tapachula no tiene condiciones dignas para los
mexicanos, para los centroamericanos es de semiesclavitud… Hemos registrado
tortura en los centros de reclusión de migrantes… No hemos atendido aquí a un
solo salvadoreño que no huya de violencia extrema”.
Todos los
migrantes que dejé cientos de kilómetros atrás, en la ribera mexicana del
Usumacinta, viajarán por el extenso e inclemente México, un país que prometió
detenerlos a como dé lugar, a cambio de que el presidente Trump retirara su
amenaza de establecer sanciones económicas en su contra. Recorrerán miles y
miles de kilómetros, sortearán trampas incalculables y finalmente intentarán
penetrar a escondidas en el ansiado territorio estadounidense. Cuando los vi
por última vez, ninguno de ellos sabía que es muy probable que terminen de
vuelta en el país que acababan de dejar, porque en las alturas —que parecen
inalcanzables desde esta selva— se han firmado papeles que lo declaran seguro.
El 13 de
agosto, 18 días después de que entrara a México a bordo de una lancha, Byron me
escribió desde Caborca, en el Estado de Sonora, al norte del país. Permanecería
ahí unos días, intentando cruzar otro río, para entrar a los Estados Unidos.
Diez días después, recibí este mensaje: “La verdad estamos en la frontera, ya
lo intentamos, pero está muy perra la migra. Estuvimos seis días casi a la
orilla de la línea de EE UU, entramos, pero nos correteó la migración, se nos
acabó la comida y tuvimos que regresarnos. Mañana o pasado, si Dios lo permite,
vamos a volver a intentarlo”. Eso fue lo último que supe de él. Nunca más
conseguí contactarlo.
En los
siguientes dos meses, desde que entré a México aquel 26 de julio, El Salvador y
Honduras —dos de los países más violentos del mundo— firmaron tratados
similares al de Guatemala y así, de un plumazo, el triángulo norte de
Centroamérica se convirtió en tiempo récord en un territorio “seguro” o en un
muro planificado desde el norte.
Los migrantes que cruzaron el muro del sur